Desde que el ser humano vive en sociedad ha existido la afición por el lujo. Para que un bien sea calificado de lujo es necesario que alguien lo valore de esa manera: el lujo está en el ojo de quien lo observa y en los sentidos de quien lo experimenta.
El lujo siempre ha estado presente y ha maravillado a los seres humanos. «La afición por el lujo, por mucho que nos remontemos en el tiempo y miremos a donde miremos, es una constante antropológica», dice el filósofo francés Yves Michaud.[1] En efecto, desde que existen las sociedades, hay jerarquías o grupos dominantes, y hay objetos o símbolos que evidencian las diferencias de estatus. Esto es cierto, no importa cuánto se remonte su consideración en el tiempo.
Los bienes de lujo han sido siempre símbolos de poder y estatus que diferencian a quienes se encuentran en las cimas de sus jerarquías sociales. Los objetos de lujo producen placer; por eso están ligados al deseo, el confort y la individualidad. También dependen de la época, de la cultura y de la sociedad en las que aparecen.
A mediados del siglo XX, de la abundancia de bienes para mostrar estatus, se pasó a marcas específicas que simbolizan el estatus.
Para los egipcios, por ejemplo, el uso del perfume estaba reservado para las élites. El lujo se encontraba presente en templos religiosos, tumbas y pirámides egipcias en forma de tributos a dioses, probablemente como un intento de comprar su misericordia mediante el sacrificio de su riqueza.[2] En la antigua Grecia había una discusión más filosófica del papel del lujo entre quienes lo consideraban una fuerza «aspiracional y mejoradora» de la sociedad y los que lo veían como un enemigo de las virtudes.
El historiador francés Emmanuel de Waresquiel destaca el papel decisivo del lujo en el sostenimiento del entramado social en las cortes europeas, al marcar la jerarquía y la separación de clases.[3] Incluso la moda impuesta por las monarquías contribuía a la distinción. El tinte púrpura, de complicada extracción artesanal, solía ser más caro que la plata, por lo que se convirtió en símbolo de reyes y emperadores. Durante el reinado de Felipe II, en el siglo XVI, el color negro, con su halo de distinción y elegancia, se impuso en todas las cortes de Europa. Este color, entonces tan difícil de mantener, fue posible gracias al descubrimiento en América del árbol palo de Campeche, de cuya madera se extraía un tinte que permitía fijar la tonalidad oscura en el tejido. Esta moda le produjo grandes ingresos a la Corona española.
A mediados del siglo XX el desarrollo del mercadeo condujo a la transición de una orientación al producto a una orientación a marcas dotadas de valores y significado, lo que permitió a los individuos adoptar formas más detalladas de diferenciarse y posicionarse en la jerarquía social. Ocurrió un cambio de grandes repercusiones: de la abundancia de bienes para mostrar estatus, se pasó a marcas específicas que simbolizan el estatus. La ostentación y lo superfluo se trasladaron a las señales y significados más definidos que pueden transferir las marcas.
El lujo puede ser un concepto absoluto, referido a un estilo de vida idealizado e inaccesible que evoca la vida «cotidiana» de gente «extraordinaria», o puede connotar algún tipo de exceso en aras del placer. En general, el lujo ha sido definido y reflejado por la necesidad: los bienes de lujo eran objetos de deseo que excedían las necesidades básicas, lo no necesario.
Considerar algo innecesario o superfluo depende de la época y la cultura, del contexto donde se emite el juicio. Esto hace del lujo un término relativo y dinámico. A pesar de los esfuerzos y los diferentes enfoques, no parece existir un consenso con respecto al lujo o lo lujoso. Es un concepto complejo y dinámico. Lo que se considera lujo hoy puede convertirse en un bien, simplemente, necesario mañana.[4]
Lo cierto es que el gusto por el lujo tiene raíces muy profundas y parece haber consenso acerca de las funciones que ha tenido a lo largo de la historia: deseo de diferenciación, ostentación y, más recientemente, la búsqueda de experiencias únicas y auténticas. También es cierto que considerar lujosa una marca, un bien, un producto o una experiencia depende, en última instancia, de la evaluación que haga cada persona. Algo es de lujo si quien lo experimenta lo percibe de esa manera. El lujo está en el ojo de quien lo observa y en los sentidos de quien lo experimenta.
Sofía Esqueda H., profesora del IESA.
Notas
[1] Michaud, Y. (2015). El nuevo lujo: experiencias, arrogancia, autenticidad. Taurus (p. 17).
[2] Kapferer, J. N. (2012). Abundant rarity: The key to luxury growth. Business Horizons, 55(5), 453-462. https://doi.org/10.1016/j.bushor.2012.04.002
[3] Waresquiel, E. de (2004). Talleyrand: Le prince immobile. France Loisirs.
[4] Turunen, L. L. M. (2015). Consumers’ experiences of luxury – Interpreting the luxuriousness of a brand. Acta Wasaensia, 323. Universidad de Vaasa (Finlandia).