En busca de un capitalismo propio

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Ilustración: Oswaldo Dumont.

Venezuela nació asociada al surgimiento del capitalismo en el siglo XV. La independencia fue, entre otras cosas, un esfuerzo para tomar el control de sus negocios. Precisamente ahora cuando el Estado se propone por primera vez en su historia acabar con el capitalismo este modelo económico es más popular que nunca.

Tomás Straka / 21 de marzo de 2017


A diez años del Proyecto Nacional Simón Bolívar, Primer Plan Socialista de la Nación (2007), el capitalismo parece ganar la pelea, al menos en la opinión de los venezolanos. Cuando por primera vez en su historia el Estado se plantea un camino distinto al del capitalismo, e inicia ese proceso de tiempo y naturaleza más o menos difusos que sus promotores llaman la «transición al socialismo», el setenta por ciento de los venezolanos afirma tener plena confianza en la empresa privada, según una encuesta publicada en 2015 por el Centro de Estudios Políticos de la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas. Un porcentaje similar (69 por ciento, según el Latinobarómetro de 2013) considera a la economía de mercado el mejor sistema. Incluso un empresario aparece muy bien posicionado en los sondeos de preferencias, lo que nunca había ocurrido; según las encuestadoras Datos y Datanálisis, Lorenzo Mendoza, presidente de Empresas Polar, poseía el mayor porcentaje de aceptación para mediados de 2016.

Tal parece que al comparar su vida actual con la que tenían hace una década, con la que tienen otros que ven en la televisión y con la que le cuentan sus amigos y familiares en el exterior (que cada vez son más), siete de cada diez venezolanos han concluido que es mejor vivir en capitalismo y más o menos seis consideran que un empresario exitoso (y además empujado, contra su voluntad, al debate político por el sistemático ataque del gobierno) es uno de los mejores líderes del país. El dato es relevante porque va más allá del solo desencanto con el presidente Nicolás Maduro (que según todos los sondeos está alrededor del ochenta por ciento); para insertarse en una historia muy larga, de ya medio milenio, en la que Venezuela se ha relacionado de diversas formas, no pocas de ellas traumáticas, con el capitalismo; en especial, durante los últimos 200 años.

Venezuela nace directamente vinculada con la apertura de la economía atlántica. Quien quiera hacer una historia del capitalismo en Venezuela (o desde Venezuela) contará con algunos nombres del elenco principal del proceso: Américo Vespucio, un agente comercial de los Médici que buscaba negocios cuando inventó el nombre «Venezuela»; los comerciantes y esclavistas de Cubagua, como Jácome Castellón, nada menos que de la saga de los Castiglione; la casa de los Welser, los sueños fantásticos de Raleigh y el tabaco «Varinas», que hoy sería una denominación de origen de prestigio mundial; los intentos de conquista de la Real Compañía Holandesa y los asientos de negros de la Real Compañía de Guinea; y, después, el ensayo del sistema de compañías con la Real Compañía de Caracas (que en Caracas llamaban la Guipuzcoana). Todos corresponden a hitos muy importantes en la carrera del capitalismo, pero también dan cuenta del papel periférico de una colonia en su sistema: desde Europa decidían con los recursos y las gentes. La Independencia intenta hacer un cambio en el juego. A partir de ella, los venezolanos, al menos su élite, decide tomar el control de esos negocios y ponerlos a su entero beneficio.

La separación de la nación española y la constitución de una república independiente pueden entenderse, entre otros planos de igual importancia, como el deseo de crear un capitalismo propio

La separación de la nación española y la constitución de una república independiente pueden entenderse, entre otros planos de igual importancia, como el deseo de crear un capitalismo propio; o en todo caso de insertarse con voz propia en el sistema-mundo capitalista, por emplear la expresión marxista. Así, la historia del Estado venezolano ha sido en buena medida la del esfuerzo para lograr esa inserción en el capitalismo en pie de igualdad, hasta donde fuera posible, con las grandes potencias. Son dos siglos en los que se han sucedido varios modelos, que en general han terminado muy lejos de sus metas, hasta que, en uno de sus actos más nítida e indiscutiblemente revolucionarios, el movimiento liderado por Hugo Chávez proclamó en 2005 el socialismo como proyecto (y en 2007 como política de Estado). Su tesis era: si toda la historia desde Bolívar hasta acá ha sido más o menos un fiasco, ¿para qué insistir con un modelo que solo parece haber beneficiado al imperialismo y a las élites locales? Más de una década después, sin embargo, la mayor parte de los venezolanos parece sentir que el remedio ha resultado peor que la enfermedad.

Un recorrido sumario permite apreciar cómo se llegó a este inicio de lo que podría ser, si en las siguientes décadas no desaparece, el tercer siglo de vida republicana. El propósito es presentar un panorama muy amplio, que forzosamente caerá en simplificaciones y omisiones, de lo que debería ser un proyecto de mayor alcance, bien que siga lo que acá se señala o desmienta estas ideas y compruebe otras. Lo importante es detonar la discusión y ubicar a esos venezolanos que mayoritariamente se han reconciliado con el mercado, o al menos lo que entienden de él, en la larga corriente de su destino.

El primer intento, o el «proyecto liberal» y sus tribulaciones

Las Ordenanzas de Manuel Gual y José María España (conocidos cual dueto como Gual y España), de 1797, pueden considerarse el primer proyecto de país, aunque de sus disposiciones económicas (como la de no permitir la salida de oro) no se abunda mucho en el documento ni, en todo caso, pudieron ponerse en práctica cuando la conspiración fue debelada. Paralelamente, en el Real Consulado de Caracas, organismo pensado para el fomento de la economía, en algunos textos como el Discurso económico de Juan Agustín de La Torre de 1790 o un artículo de José Domingo Díaz y en numerosas peticiones de ayuntamientos se evidencia la formación de un pensamiento propio sobre las potencialidades económicas del país. La idea que se repite es liberar la economía para que vengan inversiones, y sobre todo para que se puedan vender los productos locales al mejor precio posible. Tan pronto los criollos forman su primer gobierno en la práctica independiente con la Junta Suprema de 1810 toman medidas al respecto: eliminan algunos impuestos, bajan aranceles y permiten la libertad de puertos e industria. Aquello fue suficiente para que llegara un contingente de inversionistas (y no pocos aventureros y buscavidas) ingleses y sobre todo estadounidenses; uno de ellos, John Alderson, además de importar harina, el gran negocio del momento, y otros enseres, comenzó a destilar ron en la hacienda Bello Monte. Si es así, el ron es la primera industria de lo que podría llamarse un incipiente capitalismo propio (¡y en medio de la gran crisis de la segunda década del siglo XXI, una de las pocas en expansión!). Finalmente, el artículo 167 de la Constitución de 1811 proclamó la libertad de industria.

El primer proyecto económico propiamente dicho lo redacta el secretario de Hacienda Antonio Muñoz Tébar en 1813. Bolívar apenas ha tomado el poder en el centro del país, tiene una autoridad muy endeble, pero quiere saber cómo están las finanzas después de dos años de guerra, un feroz terremoto, el desastre administrativo de la Primera República (que pulverizó las arcas del Estado con sueldos, prebendas y, según muchos, corrupción), las fugas de capital, las confiscaciones de fincas hechas por los realistas (que básicamente fueron saqueadas y arruinadas) y los esclavos prófugos. Ante ese horror, ¿qué se puede hacer? Muñoz Tébar se centra en las potencialidades de lo que queda y ofrece un programa para su fomento económico. Delinea lo que la historiografía posterior ha llamado modelo agroexportador: insertarse en el mercado con productos agrícolas valiosos y atraer inversiones.

Las líneas matrices del proyecto de Muñoz Tébar se mantuvieron, con sus variantes, hasta la llegada del petróleo. De hecho, fueron más o menos las mismas que la mayor parte de América Latina mantuvo durante el período del modelo agroexportador. Así, aunque no haya sido Muñoz Tébar quien lo inventó, el suyo es uno de los primeros testimonios de una forma de pensar generalizada. Primero, era una adaptación a los tiempos del papel que ya tenía la mayor parte de los territorios coloniales en el mercado mundial, especialmente en Venezuela desde los días de la Guipuzcoana. Segundo, el sentido común indicaba que de momento no había mucho más con qué competir. Sin industrias, capitales ni capacitación para montarlas —señalaba Antonio Leocadio Guzmán en su famosa Memoria del Ministerio de Interior y Justicia de 1831—, lo razonable era fomentar la ganadería, exportar cueros, sebo y ganado en pie, y con eso atraer divisas e inversiones. Precisamente lo que entonces empezaba a hacer Argentina.

La tesis era mantener la economía esencialmente como había sido hasta entonces, pero en una versión liberal; es decir, con librecambismo hacia el mundo y libertad de industria hacia adentro. Basta revisar el cuerpo de leyes de la Gran Colombia (1819-1830) para ver hasta qué punto la república, tan pronto pudo, se lanzó tras este cometido. La guerra y sus penurias no permitieron que el cambio fuera tan rápido como se esperaba, y no faltaron los aventureros y especuladores. Tal vez, sin la burbuja financiera que finalmente llevó al Pánico de 1825 no se hubieran conseguido los créditos para liberar Perú. En los departamentos que hoy son Venezuela aparecieron unos actores clave: los musiús, como los llamaban, extranjeros asentados fundamentalmente en los puertos con el objetivo de convertirse en bisagras entre la economía local y el mercado global. Sus empresas de importación y exportación son conocidas por la historiografía como casas comerciales, y pronto formarán el núcleo de una incipiente burguesía. Por ejemplo, en 1824 la Casa Boulton se establece en La Guaira, mientras el médico alemán Johann Gottlieb Benjamin Siegert, que había sido cirujano del Ejército Libertador, lo hace en Angostura; donde, en algún momento de esa década, crea la fórmula de la primera marca auténticamente global de Venezuela: el Amargo de Angostura.

Con el petróleo finalmente aparece un capitalismo propio, pero de nuevo los venezolanos erraron al querer convertirlo en otra cosa. Así, cuando Chávez decide eliminar el capitalismo pudo avanzar sobre un terreno bastante desbrozado para su cometido

La Sociedad Económica de Amigos del País, institución grancolombiana establecida en 1829 y con gran influencia en la Venezuela que se separa al año siguiente, aspiraba a expandir entre los venezolanos los valores de emprendimiento que veían, a veces con excesivo entusiasmo, en Europa, en Estados Unidos y en los musiús. Leer las conferencias anuales como la citada de Guzmán en 1831, las de José María Vargas y la muy importante de Domingo Briceño y Briceño (en 1833 y 1834 respectivamente) es presenciar el sueño de una sociedad entregada al trabajo, al ahorro, a la inversión y a organizarse para establecer empresas, roturar bosques, bonificar ciénagas, abrir caminos, inaugurar escuelas, aserraderos, muelles. Si antes no había comenzado el proceso, pensaban, era porque las leyes coloniales, con sus controles, desmotivaban a los actores económicos. Hay, pues, que desmontar los que siguen vigentes. Como los integrantes de la corporación son los mismos —en términos sociales, y a veces literalmente— que forman los gabinetes y el Congreso, sus ideas tienen eco. Uno de ellos es Santos Michelena, que ha estudiado en Filadelfia, ha leído con cuidado a los principales clásicos de la economía política y quiere aplicar a rajatabla sus principios. Así, cuando el proteccionismo en Gran Bretaña aún dominaba las Corn Laws (y en Estados Unidos, el inicio del American System), Venezuela asume una legislación liberal mucho más radical (lo que no dejó de causar roces con Gran Bretaña, que sí era proteccionista con respecto a los productos nacionales).

Las nuevas leyes, como la famosa de Libertad de Contratos (1834), movilizaron el crédito. Llegaron algunas inversiones (nada menos que Leandro Miranda, el hijo del Precursor, llegó como representante del Banco Colonial Británico a ofrecer créditos), se formó un puñado de fortunas (José Nepomuceno Chaves, por ejemplo) y las montañas se llenaron de cafetos gracias a los préstamos. Michelena, por su parte, negociaba la enorme deuda externa (¡ah, los préstamos para pagar la guerra!) y lograba cerrar los balances anuales en positivo. Pero pronto vinieron los problemas. La caída del precio del café en la década de 1840, que dejó a muchos agricultores en bancarrota y desahuciados de sus fincas, hizo clamar por la intervención del Estado; por ejemplo, que fijara las tasas de interés. El hecho de que en los buenos momentos del «oro verde» los venezolanos se hayan mostrado más proclives a gastar que a ahorrar e invertir hizo pensar que no bastaba con desatar los controles coloniales para que el país se hiciera lo que hoy se llamaría capitalista. Había que ir más allá de los cambios en la legislación.

Segundo momento: la búsqueda de «brazos y capitales»

Los venezolanos que quebraron en los años cuarenta del siglo XIX eran considerados simples «deudores fallidos»; y su fracaso se atribuía básicamente a su falta de previsión y pericia (de lo que hubo bastante, hay que admitir). Cuando el presidente Carlos Soublette veta la ley para crear el Instituto de Crédito Territorial, más o menos explica lo siguiente: en el mundo hay ganadores y perdedores, ¿por qué el Estado, como un padre consentidor, va premiar a los segundos con créditos blandos, y no a los otros, a los que lo hicieron mejor? La respuesta vendrá, en 1845, del mismo Guzmán que había pensado en un destino ganadero para el país y que ahora lidera el partido de oposición, el Liberal. La economía, afirma en su célebre Cuestión económico-política, es un asunto político, porque la sociedad no puede dejar que simplemente arruine a unos y beneficie a otros. El Estado, en países con pocos capitales como Venezuela, debe asumir un papel protagónico. Debe coordinar la llegada de «brazos y capitales»; es decir, de inmigrantes que inyecten las fuerzas de las cuales carece el país para roturar los bosques que seguían vírgenes, y capitales para los soñados aserraderos, muelles y ferrocarriles. Por noventa años tal será el credo fundamental. Si los venezolanos no son capaces de llegar al progreso, como se decía entonces, por sus propias fuerzas, que otros vengan a hacerlo.

Pero el credo no se traduce en verdaderas acciones hasta que en 1870 llega al poder el hijo de aquel Guzmán, Antonio Guzmán Blanco. Hubo antes algunos pasos, naturalmente, como las reformas en la codificación intentadas por José Antonio Páez en su último gobierno (1861-63) o la creación del Ministerio de Fomento en 1864. Pero la década de 1860 fue de continuas guerras civiles, lo que imposibilitó adelantar cualquier acción. Lo que la historiografía ha llamado el modelo económico del liberalismo amarillo (por el Gran Partido Liberal Amarillo, como Guzmán Blanco rebautizó al Partido Liberal) fue el intento de transformar integralmente el país, mediante su articulación, tanto como fuera posible, con el capitalismo.

El esquema fue el siguiente: el Estado entregaba en concesión los recursos naturales a compañías extranjeras, que a cambio se encargarían de crear infraestructuras, atraer otras inversiones, cambiar la vida de la sociedad. Al mismo tiempo, organizaba a la incipiente burguesía local (los hijos y nietos de los musiús que habían llegado en los años veinte, y que siguieron llegando después), para que se convirtiera en una verdadera vanguardia. De ese modo, a la vuelta de veinte años, el país ya contaba con unas cuantas líneas de ferrocarril, razonables muelles en los principales puertos, acueductos, algunas líneas de tranvías, varias compañías de navegación fluvial, lacustre y marino, compañías eléctricas y mineras, casi todas en manos de empresas europeas; mientras que los burgueses locales se organizaban en los bancos Caracas (1876, que pronto desapareció), de Maracaibo (1882) y de Venezuela (1890). Hay, además, venezolanos como Ricardo Zuloaga que en 1896 comienza a construir una planta hidroeléctrica para darle energía a Caracas. El Estado es muy débil, por lo que el caudillo, Guzmán Blanco, se convierte en un pivote que articula ambos sectores, da garantías a los negocios con su sable y obtiene grandes ganancias. Entreverado con esto, existe toda una red de corrupción que ayuda a ganar voluntades de otros caudillos y garantizar el poder. Hay que prestar atención, porque esa red no desapareció, sino que se fortaleció con la llegada del petróleo.

Pero el modelo tiene un talón de Aquiles: no logra inversiones capaces de cambiar la estructura económica. Esos bancos, ferrocarriles y plantas eléctricas descansan sobre una agricultura dependiente del café, administrada de forma tradicional. El café no atrae grandes inversiones y es muy vulnerable a los vaivenes del mercado, como se demuestra cuando baja sostenidamente el precio a partir de la década de 1890. Entonces ocurre una tormenta perfecta aderezada por un rosario de guerras civiles, que aumentaron la carestía, y una deuda externa abultada por las reclamaciones de los inversionistas. El bloqueo de 1902 fue el momento cumbre de aquel desplome. No es que la fórmula de «brazos y capitales» era del todo equivocada: es que no llegó lo suficiente de ninguna de las dos cosas. Se dieron pasos para formar un capitalismo venezolano, pero no se pudo transformar a toda la sociedad.

El capitalismo rentístico

La situación no cambia hasta que aparece algo suficientemente atractivo para movilizar grandes cantidades de capital. Eso fue el petróleo. En un primer momento, entró en la lógica de los «brazos y capitales». Más que eso: por fin la hizo realmente posible. El Estado, dueño del subsuelo desde la época colonial (a lo que se sumó la influencia de la legislación francesa), otorgó concesiones de un recurso que era tan abundante que podía encontrarse a cielo abierto, que olía tan mal que se le llamó «excremento del diablo» y cuya utilidad era más o menos desconocida. Un grupo de emprendedores venezolanos —Manuel Antonio Pulido Pulido, José Antonio Baldó Pulido, Ramón María Maldonado, José Gregorio Villafañe, Pedro Rafael Rincones y Carlos González Bona— fueron los primeros en extraerlo y refinarlo de forma comercial, cuando en 1878 fundan la Compañía Petrolia del Táchira. Pero habrá que esperar a que las transformaciones técnicas de la Segunda Revolución Industrial hagan del hidrocarburo un recurso tan importante para que el volumen de inversión necesario para explotarlo valga la pena.

En efecto, la difusión de plantas eléctricas y los motores de explosión interna, que poco a poco comienzan a sustituir a los de carbón, son el banderazo para que comenzara la «danza de las concesiones» (como la llamó años más tarde Rómulo Betancourt). Venezolanos con buenos contactos lograban grandes concesiones que rápidamente vendían a compañías extranjeras. Rafael Max Valladares es el caso emblemático. Abogado de la New York and Bermúdez Company (que se encargaba de explotar asfalto y se había hecho famosa por financiar la Revolución Libertadora contra Cipriano Castro), obtiene en 1910 la famosa «Concesión Valladares», de 27 millones de hectáreas. Traspasada a la New York and Bermúdez, comienza la búsqueda de petróleo en todo el país. En 1912 la asfaltera le vende las acciones de una de sus concesionarias, la Caribbean Petroleum Corporation, a la Royal Dutch Shell, que dos años después pone a producir el famoso pozo Zumaque I. El juego adquiere otro nivel: es el mismo (traer brazos y capitales, articularse en torno al caudillo, dar concesiones), pero en una escala infinitamente superior. Cuando Juan Vicente Gómez funda la Compañía Venezolana de Petróleo (una firma personal suya) e incluso abre oficinas en Nueva York, entraba en el centro del capitalismo, como nunca lo pudo haber imaginado nadie antes, desde los tiempos de Muñoz Tébar.

Las compañías petroleras demostraron en Venezuela que es cierto aquel principio de Víctor Raúl Haya de La Torre según el cual el imperialismo no es la fase superior sino la fase inicial del capitalismo en Latinoamérica. Si el imperialismo se manifestó en empresas como la Shell, que poco a poco compró todas las otras competidoras en la región del Lago de Maracaibo, y a partir de la década de 1920 la Standard Oil (que en 1943 unió a todas sus filiales venezolanas en la Creole Petroleum Corporation), entonces ellas fueron la base de un potente capitalismo de características propias, que Asdrúbal Baptista ha llamado «capitalismo rentístico»; sin duda, una de las categorías de más poder explicativo de cuantas han producido las ciencias sociales venezolanas.

Muchos empresarios terminaron por ser tan «buscadores de rentas» como buena parte del resto de los venezolanos, lo que fomentó una forma de hacer negocios basada en conexiones con el Estado

El nuevo esquema es el siguiente: el Estado es un terrateniente que, por ser el dueño del subsuelo, recibe una renta, producto del esfuerzo de un tercero, las compañías petroleras. Con esa renta se inicia la transformación capitalista del país. Se crea el empleo remunerado en un país donde la mayor parte de las personas trabajaban en relaciones precapitalistas (por el derecho a un pedazo de tierra para su conuco, por fichas de hacienda, por autosubsistencia). La inversión se multiplica por cien en una década, se abren finalmente caminos, se intensifica la movilidad social, y el ahorro y la inversión se convierten en un fenómeno social. Es un capitalismo, pues, pero uno en el que todo se sostiene, en última instancia, por la renta, que es la savia que le da vida.

Cuando en 1936 Arturo Uslar Pietri publica el famoso editorial «Sembrar el petróleo» recogía una angustia que empezaba a difundirse: «Si todo esto depende de la renta petrolera, ¿qué será de nosotros si el petróleo se agota?». No había una idea clara del tamaño de los yacimientos y, con el estado de los conocimientos de entonces, la duda era razonable. Aprovechar, entonces, cuanto antes el empujón de la renta fue una tarea que todos reconocieron como indispensable. La pregunta era cómo hacerlo. Dicho de forma muy general, hubo dos grandes proyectos destinados a construir un capitalismo nacional que dejara de ser rentista: uno, nacionalista, impulsado por el Estado, y otro modelado por las petroleras. Del primero hubo varias versiones hasta 1958, cuando se llega a una especie de gran consenso en el contexto de la Guerra Fría y el combate a la insurrección comunista; pero todas pueden resumirse en asignarle al Estado un papel central en la construcción del capitalismo nacional. Ya no serían solamente los venezolanos impulsados por un nuevo contexto, como un siglo atrás, o los brazos y capitales del extranjero, quienes lo harían. Sería el Estado con la inyección de la renta por diversos caminos; especialmente, con el fomento de la industrialización. Entidades como el Banco Industrial de Venezuela (1937) y la Corporación Venezolana de Fomento (1946) pasaron a desempeñar un papel preponderante: estudiarían las potencialidades, darían los créditos, ayudarían a crear un moderno empresariado privado que, junto a un conjunto de empresas estatales, conducirían al desarrollo, palabra que para mediados de siglo sustituye la de progreso. Un dato relevante es que Uslar Pietri pensaba en 1936 en términos agroexportadores. La agricultura había sido la fuente de riqueza (la poca que hubo) por cuatro siglos, y si ahora existía una bonanza que podía ser pasajera había que invertirla en un sector agrícola moderno. Pronto se deja atrás esa idea. El nuevo foco sería la industria.

Paralelamente a esta búsqueda de «siembra» estatal de petróleo venía otra desde la industria petrolera. Conscientes de que tarde o temprano el nacionalismo intentaría un control de la industria, la idea de formar una burguesía venezolana que llevara el país hacia la modernidad capitalista se formó en hombres como Nelson Rockefeller, que tenía en Venezuela algunas de sus inversiones más productivas. Se fomentaron modernas prácticas gerenciales y una ética en la cual se formaría un sector de venezolanos que en el futuro dirigirían el país. La mayor parte de los petroleros se sintió con esa misión (cuando empezaron a llamarse «Gente de petróleo», en la década de 1980, terminaron de nuclearse como grupo). Alrededor de la industria, y más o menos relacionadas con ella, se crearon empresas agrícolas, inmobiliarias y de servicios, como Sears, automercados Cada o Mavesa. En 1946 el Plan Rockefeller, como se le llamó, entroncó con el nacionalista, entonces liderado por Betancourt. La idea era hacer una gran alianza con la Corporación Venezolana de Fomento, para crear una gran corporación que se encargara de desarrollar los más diversos ámbitos de la economía. No se llevó a efecto, Rockefeller y el Estado siguieron sendas distintas; pero, en el contexto de la Guerra Fría, al final lograron encontrarse.

De la gloria a la caída

Lo general de este esquema ha dejado unas cuantas cosas por fuera. Primero, que el contexto de crecimiento traído por el petróleo fue aliciente para una enorme inversión extranjera en otras áreas. La ferrominera es la más resaltante, pero se extendió en muchas otras direcciones. También permitió que surgiera un nuevo empresariado venezolano. No fue fortuito que en la década de 1940 aparecieran los núcleos de los tres grupos económicos más importantes del siguiente siglo: Mendoza, Cisneros y Polar. Cuando en 1944 se funda Fedecámaras hay un cuerpo empresarial con fuerza suficiente para emprender luchas en defensa de sus intereses y proponer planes para el desarrollo del país.

Lo que podría llamarse el momento de oro de la empresa venezolana comienza con la democracia de 1958. Primero, las traumáticas experiencias del Trienio (1945-1948) y la dictadura militar (1948-58) favorecieron un clima de consensos que tiene su expresión más clara en el Avenimiento Obrero-Patronal de 1958, que fue un pacto casi tan importante como el de Punto Fijo, firmado el mismo año. En el sistema que se inaugura ese año, el empresariado desempeñaría un papel protagónico en el proyecto de desarrollo. Lo cual llevó al segundo aspecto: la política de sustitución de importaciones fomentó el crecimiento con abundantes subsidios y financiamientos. La idea era que más temprano que tarde con esas empresas —y las del Estado— surgiera un capitalismo autosostenido que se liberara de la dependencia de la renta.

Lo que se hizo fue notable. El famoso estudio de 1984 de Moisés Naím sobre las empresas venezolanas mostró que alrededor del sesenta por ciento de las existentes entonces había aparecido después de 1958, cosa que dibuja bastante bien su crecimiento. Sin embargo, no todas las noticias eran buenas; al contrario: también mostró su grado de dependencia del Estado y los problemas para la competitividad que generaba crecer en un ambiente de abundancia. Muchos empresarios terminaron por ser siendo tan «buscadores de rentas» como buena parte del resto de los venezolanos, lo que fomentó una forma de hacer negocios basada en conexiones con el Estado. Naturalmente, no todos fueron así, más allá de que los incentivos para hacerlo eran grandes y de que, en ocasiones, las posibilidades para evitarlo eran limitadas. Cuando se estatizan las industrias del hierro (1975) y el petróleo (1976), el poder de la empresa privada se reduce ante un Estado que empieza a pagarse a sí mismo la renta de la que vive, en una especie de círculo. Con ello, el tejido entre las empresas y el Estado se estrecha, como lo demostraron los llamados «doce apóstoles» que hicieron negocios en torno al aparato estatal en aquella época. Pero a finales de la década de 1970 hubo un reto aún mayor para la empresa privada: el modelo de sustitución de importaciones se agotaba. Con el mercado nacional más o menos copado, y con dificultades para exportar por sus debilidades de competitividad, la inversión privada comienza a disminuir. Cuando el sistema en general entra en crisis en 1983, a lo que pronto se une la caída del precio del petróleo, las condiciones que habían generado su crecimiento desaparecieron. No se pudo superar el capitalismo rentístico, sino que se reforzó con los años.

A finales de la década de 1970 hubo un reto aún mayor para la empresa privada: el modelo de sustitución de importaciones se agotaba

Cuando busca una solución a la crisis —la inscripción en las tendencias mundiales— Carlos Andrés Pérez emprende el «Gran Viraje» en 1989, pero muchas empresas están golpeadas. Las desregularizaciones las dejaron a la intemperie de compañías extranjeras que poco a poco las compraron (un caso clásico, el de la centenaria La Electricidad de Caracas); al mismo tiempo que lo hacían con empresas públicas, como Cantv o Viasa. Así, si bien el mercado parecía regir como no lo había hecho desde los inicios de la república, la idea de capitalismo nacional, controlado por una burguesía y más o menos dirigido por el Estado, daba la impresión de estarse disolviéndose como un fracaso más en su tortuosa historia.

Hacia el futuro

El balance no parece alentador, aunque las cosas hay que verlas con más calma. Para finales del siglo XX podría decirse que con el petróleo finalmente aparece un capitalismo propio, pero de nuevo los venezolanos erraron al querer convertirlo en otra cosa. Así, cuando Chávez decide eliminar el capitalismo pudo avanzar sobre un terreno bastante desbrozado para su cometido. Al derrotar en 2002 a una alianza de empresarios con los petroleros, los sindicatos, los partidos tradicionales y sectores de la Iglesia, acabó con el sistema inaugurado en 1958 y rompió el último dique del proyecto de capitalismo de los años cuarenta que quedaba. O eso parecía.

Los enormes problemas gerenciales y la corrupción del régimen que quiere imponer el socialismo, así como las falencias mismas del proyecto, reproducen muchos de los males que ya hicieron quebrar a otros socialismos reales. Es razonable pensar que, si no se hace nada al respecto, tarde o temprano el socialismo bolivariano correrá la misma suerte. El régimen construyó su propio dique a punta de convertirse en contraejemplo. Pero hay más. Que las cosas no hayan resultado como se esperaba no significa que todo haya sido pérdida. Algunas empresas han logrado sobrevivir —¡he ahí las roneras!— y hoy son clave para que el país no caiga en la absoluta inopia, es decir, en una mayor de la que ya está. Otras, en busca de oportunidades, se abren camino en el exterior, hasta ser pequeñas transnacionales; mientras un montón de emprendedores desarrollan cosas interesantes con el objetivo de sobrevivir. Muchos de ellos triunfan y eso se debe a una tradición de conocimientos, formación y hasta capitales formados en el último medio siglo. Es muy probable que cumplan un papel importante en el futuro inmediato. No se han perdido todos los capitales, a pesar de la salida al exterior (primero, del dinero y, de un tiempo a esta parte, de los propietarios) ni una tradición de conocimientos que pugna por sobrevivir en momentos en los que se condena a la «supuesta eficiencia burguesa».

La popularidad del capitalismo tiene mucho que ver con esa experiencia y esa memoria. No significa que no puede perderse; especialmente, cuando uno de los objetivos históricos del Partido Socialista Unido de Venezuela es, según se lee en sus Bases Programáticas, la «ruptura de la cultura empresarial burguesa» para «refundar las prácticas políticas y sociales dotándolas de un sentido y contenido moral y ético que cuestione radicalmente las instituciones burguesas heredadas». En diez años se ha hecho mucho en esa dirección, pero el resultado es que las «instituciones burguesas heredadas» tienen más popularidad que a finales de los noventa. Cada quien hará una evaluación desde su perspectiva, pero es un hecho muy importante. ¿Qué pasará? Es imposible saberlo, pero de momento al menos parece que la larga historia del capitalismo en Venezuela sigue y que, hoy más que nunca, parece haber venezolanos dispuestos a buscar una versión propia. Incluso, que parece haberlos en una cantidad y con una resolución como no la había habido nunca antes.


Tomás Straka, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello e individuo de número de la Academia Nacional de la Historia.

Este artículo se publicó en la edición abril-diciembre de 2016.

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