La película Guerra Civil da pie para reflexionar sobre la posibilidad de que un acontecimiento parecido se repita en Estados Unidos. ¿Es la identidad nacional lo que mantiene unida a una sociedad o es suficiente para evitar que esa unidad se rompa?
Una guerra ha estallado en el territorio de Estados Unidos. Las Fuerzas Occidentales, un ejército creado por la coalición de los estados separatistas de California y Texas, inician una ofensiva militar contra Washington D. C. para eliminar al presidente, de tendencias fascistas (para despejar dudas sobre cualquier coincidencia, Alex Garland, director de la película Guerra Civil, aclaró en una entrevista que el argumento y el guion estaban listos antes del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021).
El hipotético presidente anuncia la batalla final contra los estados separatistas y anticipa la victoria. Guerra Civil es el reciente film del británico Alex Garland, reseñado como un relato distópico que despertó polémicas en distintos medios. La película, con despliegue de recursos en una escala mayor que la de las grandes producciones de Hollywood, muestra escenas de extrema violencia que hilvanan la ruta del temerario viaje por tierra entre Nueva York y Washington, emprendido por tres reporteros profesionales y una joven novata, que intentan llegar a la Casa Blanca para entrevistar al presidente.
El gentilicio de uso es «americano», o perteneciente a «América», nombre que identifica a todo el continente, no a una sociedad en particular.
Nudo del argumento: la violencia de una guerra civil. Los puntos focales de la película son los distintos episodios de violencia salvaje y violencia latente que puntean el viaje, con ocasionales y breves, pero significativos, intercambios de palabras, miradas y gestos. Las rutas por donde transitan, obligados por gente armada a detenerse cada tanto, muestran un paisaje desolado de centros comerciales abandonados y saqueados, tumultos de gente desesperada, agresiones salvajes, vías obstaculizadas por carros quemados, impactados por explosiones y proyectiles, luchas entre grupos al margen del confuso conflicto central, ejecuciones por venganzas, torturas, matanzas colectivas, violencia racial y violencia pura sin mayor explicación.
El horror final en Washington: tanques, soldados, combates en las calles y la voladura del monumento a Lincoln. El sonido de la guerra —representado por el repiqueteo de las armas, los explosivos, el destello de las llamas disparadas por los morteros y el potente ruido de los enormes helicópteros militares— magnifica la sensación de terror. A la Casa Blanca abandonada, con cadáveres y papeles en los pisos, llegan los reporteros y un pelotón de las Fuerzas Occidentales que descubre, escondido en una oficina, al presidente, quien hace una última declaración al reportero en su momento final.
El contexto visual y situacional de esta guerra civil ficticia corresponde a la actualidad, aunque las reseñas la ubican en un tiempo futuro y en la categoría de una crónica distópica. ¿Qué pasaría si sobreviniera la antiutopía de la guerra entre los americanos? ¿Qué pasaría si la «utopía» de un tiempo atroz —valga el oxímoron— aniquilara a ese país? Alex Garland pretende alertar sobre esa posibilidad, sin afirmar que exista, aunque señala que Estados Unidos tiene mucho por qué preocuparse.
La raíz del conflicto
Si se echa la mirada al pasado, esa antiutopía ya ocurrió, con todos los horrores que el cine magnifica con la tecnología de la destrucción del presente. ¿Podría volver a ocurrir?
Hace 160 años una feroz guerra civil destruyó a Estados Unidos. Entre 1861 y 1865, los estados dejaron de estar unidos, cuando once estados separatistas del sur formaron un Estado independiente: la Confederación de los Estados del Sur. El separatismo y la aniquilación de Estados Unidos ocurrieron, pero también se superaron, no sin secuelas.
La Guerra de Secesión, o Guerra Civil, fue el conflicto militar más feroz que ha enfrentado Estados Unidos en toda su historia, y la más cruenta guerra del siglo XIX en el mundo occidental. En ella murieron, según los últimos estudios, alrededor de 700.000 soldados y civiles, caídos en miles de batallas y combates menores librados en los cuatro años de guerra y en las matanzas por odios locales que crearon escenarios de terror.
En la última etapa de la guerra la táctica de destrucción deliberada del general William Sherman en la «Marcha hacia el mar» incendió ciudades enteras y arrasó propiedades y la infraestructura de los ferrocarriles. Sherman es uno de los grandes héroes militares de la historia de Estados Unidos. Aquello fue terrible realidad, no ficción.
También en 1861 el rechazo a un presidente detonó la secesión. Era Abraham Lincoln, conocido abolicionista, ante cuya reciente elección se dio por seguro que el Congreso declararía extinguida la esclavitud, la mano de obra de la economía del algodón, principal exportación del país. Para Estados Unidos, país agrícola en esa época, y sobre todo para el sur, no era un tema menor. La esclavitud era una institución económica fuerte, eficiente y rentable, según la demostración de los historiadores Robert Fogel y Stanley Engerman, en su libro Tiempo en la cruz: la economía esclavista en Estados Unidos, publicado en 1976.
Los defensores de la esclavitud esgrimían los derechos de propiedad sobre los esclavos y el derecho de los estados a tomar sus decisiones, derechos que vulneraría una ley del Congreso sobre la esclavitud. Temían también perder fuerza representativa en el Congreso, de admitirse la ciudadanía de la población negra y el valor completo de sus votos.
La ambigüedad de la identidad «nacional» americana se remonta a las trece colonias, a finales del siglo XVIII, con su defensa de los derechos individuales y de la soberanía local, y su recelo de toda autoridad central.
La «identidad» nacional
En el conflicto del siglo XIX subyace otra peculiar condición que atañe a la identidad «nacional» americana, también insinuada en uno de los breves y reveladores diálogos de la película Guerra Civil: «Aquí hay una confusión… somos americanos, somos todos americanos», trata de explicar uno de los reporteros al militar que acaba de matar sin mediar palabra a otro periodista y les apunta con una ametralladora, parado junto a una fosa común donde se apilan decenas de cadáveres. «Y… ¿qué clase de americanos?», pregunta el militar, ante el desconcierto de los aterrorizados reporteros que no saben cómo ni qué responder.
¿«Qué clase de americanos»? La pregunta no carece de sentido, porque «americano» no es una clara identidad nacional, o no significa lo mismo para todos: afroamericanos, nativos americanos, americanos blancos protestantes, americanos blancos anglosajones protestantes (wasps), escoria blanca (white trash) y latinos, entre quienes figuran los descendientes de los antiguos pobladores españoles del inmenso territorio que comienza en California y continúa por Nevada, Colorado, Arizona, Nuevo México y Texas, antes territorio del Virreinato de Nueva España y después de México, que lo perdió entre tratados y guerras ante Estados Unidos.
La ambigüedad de la identidad «nacional» americana se remonta a las trece colonias, a finales del siglo XVIII, con su defensa de los derechos individuales y de la soberanía local, y su recelo de toda autoridad central. Esta cultura política impulsó el movimiento de la independencia, de modo que la derrota de la monarquía británica significó la derrota de los abusos del poder central. Al declararse la independencia, los trece estados no estaban dispuestos a perder su poder soberano ante una nueva autoridad central.
Constituir un Estado nacional podía entenderse como un acto de cesión de la soberanía. Así es que solo se comprometieron, después de extensas y complejas discusiones, a formar una Unión de Estados, primero bajo los artículos de la Confederación, con una autoridad concentrada en el Congreso, sin poder ejecutivo. Diez años después, en 1787, los estados llegaron a un nuevo acuerdo bajo la Constitución de los Estados Unidos de América, con una estructura de tres poderes.
La nueva carta constitutiva, todavía vigente, tampoco acordó formar una nación: es un pacto de unión de los estados, el pacto que facilitó la secesión de los estados del sur que formaron la Confederación durante la Guerra Civil. Ni la palabra ni la idea de nación aparecen en la Constitución. La identidad nacional tampoco se define.
La identidad nacional no ha sido un tema de discusión relevante en Estados Unidos.
Pero desde entonces el gentilicio de uso es «americano», o perteneciente a «América», nombre que identifica a todo el continente, no a una sociedad en particular. Tampoco tiene sentido «estadounidense», que suele usarse en América Latina, nombre que alude a la estructura institucional que también identifica a otros países del continente (como los Estados Unidos Mexicanos o la República Federativa del Brasil).
La identidad nacional, sin embargo, no ha sido un tema de discusión relevante en Estados Unidos. No es una preocupación central o generalizada si esa identidad «americana» no es suficientemente fuerte o no tiene una clara definición unificadora como para evitar que los conflictos internos lleven a una nueva guerra civil. En todo caso habría que preguntarse si es el imaginario de la identidad nacional lo que mantiene unida a una sociedad y evita que se destruya en un conflicto interno extremo. Y si eso vuelve a ocurrir, ¿podría recomponerse la unidad como ocurrió después de la Guerra de Secesión?
María Elena González Deluca, historiadora, individuo de número y directora de la Academia Nacional de la Historia, Venezuela.