Un grupo de 149 universidades estadounidenses reporta todos los 30 de junio la composición y el rendimiento obtenido por sus carteras de inversión. Tales carteras son «laboratorios» que permiten probar instrumentos y estrategias, cuyas lecciones pueden ser aprovechadas por otros inversionistas.
Carlos Jaramillo / 24 de octubre de 2019
Los fondos dotales (endowments) de las instituciones de educación superior estadounidenses han sido creados con donaciones de distintos grupos de intereses, que incluyen mecenas y egresados, y crecen, además, con los resultados de sus inversiones. El fondo de mayor capitalización es el de Harvard, con un volumen de activos de 40,9 millardos de dólares al 30 de junio de 2019, seguido en orden de importancia por los de Yale (30,3 millardos), Stanford (27,7), Princeton (26,1) y MIT (17,4).
Estos inversionistas institucionales tienen horizontes de inversión de muy largo plazo, que cubren más de una generación, pues su misión es ayudar a cubrir parte del presupuesto corriente y de proyectos especiales de las instituciones que los crearon. Se supone que esas instituciones fueron creadas para mantenerse de forma indefinida.
Sin grandes restricciones de tiempo, y con normas de administración que evitan su descapitalización, pueden atreverse a definir estrategias de inversión cuyos frutos no tienen la urgencia de ser obtenidos a corto o mediano plazo. Se supone, además, que cuentan con un capital relacional formado por egresados exitosos en el mundo de los negocios y otros individuos que gustosamente están dispuestos a darles su consejo y formar parte de su gobierno corporativo.
El retorno de una cartera depende más de la escogencia de sectores exitosos que de los títulos individuales representativos de estos sectores
Hasta hace un par de décadas invertían principalmente en acciones, bonos de oferta pública e inmuebles, que han venido abandonando recientemente para aumentar su participación en fondos de cobertura (hedge funds), fondos de capital privado y las llamadas inversiones alternativas (inmuebles, reservas forestales, grandes extensiones de tierra cultivable y reservorios de agua). La migración hacia vehículos de inversión que no cotizan en mercados de oferta pública se debe, principalmente, al interés de mejorar el rendimiento de sus activos por cobrar una prima de rendimiento adicional al invertir en propuestas poco líquidas. Además, sus altos montos de dinero disponible para la inversión y su acceso preferencial a circuitos de inversionistas avanzados les permiten participar en propuestas de inversión en sectores innovadores, a los cuales no tiene acceso el inversionista institucional promedio.
La pregunta es si tales instituciones sacan realmente un beneficio adicional al poner en práctica estrategias con las ventajas descritas. La respuesta no es clara. Los fondos dotales de las universidades estadounidenses generaron en promedio, para el año terminado el pasado 30 de junio, cinco por ciento de retorno. Muy por debajo del S&P 500, que para el mismo periodo produjo 10,4 por ciento, o de una clásica cartera 70/30 de acciones y bonos de oferta pública, que suele usarse como referente para evaluar el desempeño de inversiones más complejas, que generó nueve por ciento.
Antes de la Gran Crisis Financiera de la década pasada las inversiones poco líquidas, a las cuales son tan afectos los fondos dotales de las universidades estadounidenses, obtuvieron rendimientos muy elevados, razón por la cual atrajeron el interés de estas organizaciones. Sin embargo, en los últimos diez años la recuperación del mercado accionario estadounidense permitió al S&P 500 rentar anualmente 14,7 por ciento; y a la cartera 70/30, 11,4 por ciento, mientras que las carteras de inversión de las universidades rentaron 8,6 por ciento.
Esta experiencia deja varias reflexiones. La primera es que el retorno de una cartera depende más de la escogencia de sectores exitosos que de los títulos individuales representativos de estos sectores. Muestra de ello es que al minimizar sus posiciones en acciones estadounidenses, las carteras de las universidades no participaron en un mercado alcista que ha durado más de una década y, lamentablemente, los activos ilíquidos que escogieron no estuvieron a la altura de las circunstancias.
La segunda es que las estrategias alternativas —inversiones en fondos de cobertura y de capital privado— se apoyan en asesores que cobran comisiones muy elevadas, cuyo impacto es más evidente en períodos de desempeño mediocre. La tercera es que no ha transcurrido todavía suficiente tiempo para concluir que fue un error la migración hacia vehículos de inversión menos líquidos, pues los retornos de muchas de estas inversiones podrían materializarse con fuerza en el futuro.
Pero la gran pregunta que falta por responder es si la prima de iliquidez que pagan las inversiones alternativas y afines justifica incurrir en estrategias complejas y costosas. Tal vez la cartera 70/30 de acciones y bonos tenga un atractivo que aún no se ha aprendido a valorar.
Carlos Jaramillo, director académico del IESA.
Este artículo ha sido publicado en alianza con Arca Análisis Económico.
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