La cuestión electoral universitaria

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En un contexto de pandemia, crisis de los servicios públicos esenciales y desmantelamiento institucional del país, ¿es oportuno plantear la renovación del mandato de las autoridades en las universidades públicas autónomas? La cuestión electoral universitaria es mucho más que un simple proceso de votación.

Víctor Rago A. /  15 de mayo de 2021


 

El país enfrenta una emergencia coyuntural provocada por la covid-19, que empeora aceleradamente gracias a la eficaz inepcia gubernamental. A la vez se encuentra desde hace años atenazado en un complicado enredo político, cada día mayor, que configura un marco duradero de crisis general. En tales condiciones, ¿tiene sentido plantear en la Universidad Central de Venezuela y otras universidades públicas autónomas la necesidad de realizar elecciones para el recambio de autoridades (rectorales y decanales) y la provisión de representantes profesorales en los órganos del cogobierno universitario?

Quienes responden negativamente a esta pregunta argumentan que la materia electoral universitaria constituye un asunto menor, circunscrito a un reducido y específico espacio institucional, a diferencia del proceso nacional demandante de grandes esfuerzos y una dosis de compromiso que no debería desviarse hacia propósitos de pequeña escala, que encontrarán más tarde lugar y oportunidad. En el lado opuesto se sitúan quienes sostienen que reconocer la prioridad de la lucha política nacional y sus concomitancias en el plano de las reivindicaciones económicas, sanitarias, de servicios públicos y de derechos humanos es perfectamente compatible con el desenvolvimiento crítico en ámbitos particulares, aparentemente alejados de los escenarios principales.

¿Cómo pueden acoplarse sinérgicamente los esfuerzos consagrados a los grandes problemas del país y los orientados hacia campos de apariencia más modesta? Para comenzar es necesario admitir que la problemática nacional de conjunto resulta de la suma de multitud de problemas particulares, entrelazados en mayor o menor medida. Aunque se establezcan jerarquías y adjudiquen grados diferentes de importancia a unos y otros (tanto por su significación intrínseca como por su impacto sobre la vida de la gente), lo cierto es que la crisis general revela las interdependencias, causalidades y dinámicas de realimentación de los componentes e intereses que la constituyen en continua interacción.

Hay razones que parecen situar la cuestión electoral en el centro del interés institucional y vinculan la problemática universitaria a los procesos nacionales en curso. La expresión «cuestión electoral» ha de entenderse como un conjunto de materias de importancia sustantiva en la vida académica, no solo el proceso técnico que conduce a la postulación de candidatos, el acto de votación, el escrutinio y la proclamación de ganadores. Entre esas materias figuran las bases conceptuales sobre las que reposa la norma electoral, la significación del hecho eleccionario desde el punto de vista del ejercicio efectivo de la autonomía universitaria y su proyección sobre la dimensión democrática de aspectos capitales del quehacer institucional.

Conviene diferenciar entre exigir la convocatoria de elecciones —tan pronto las circunstancias las hagan factibles— y convocar a un debate amplio, anterior a los comicios propiamente tales, sobre la cuestión electoral. Este debate comienza por la conciencia de su necesidad y se desarrollará con mucha o poca fortuna según el interés de los participantes, tanto como de las mayores o menores posibilidades que las limitadas circunstancias brinden, y aquellos sepan aprovechar con ingenio. El debate, claro está, no es un simple sucedáneo de elecciones de momento impracticables, algo que se hace mientras tanto para no estar de brazos cruzados. Antes bien, es una actividad necesaria previa a los comicios stricto sensu, porque si se consigue hacerla girar alrededor de los problemas fundamentales les proporcionará un marco y un sentido más claros.

La consideración de la cuestión electoral, idealmente en el contexto de una activa movilización (por ahora forzosamente virtual) de la comunidad ucevista, debe responder a una doble y simultánea exigencia: 1) atender la agenda recurrentemente postergada de temas relativos a la participación electoral de los diferentes sectores de la comunidad universitaria, con arreglo a sus especificidades idiosincráticas; y 2) organizarse para enfrentar las amenazas que ha emprendido el autoritarismo gobernante, con la intención de imponerle la sumisión a su proyecto político. La expresión reciente más visible de esto se encuentra en las sentencias 0324 y 0047 del Tribunal Supremo de Justicia, que ordenan la realización de elecciones de autoridades rectorales conforme a disposiciones lesivas a la autonomía universitaria, pues violan su garantía constitucional y sus condiciones legales y reglamentarias de ejercicio.

El repudio al proyecto gubernamental de liquidación de la universidad pública autónoma concita aproximaciones y convergencias en la comunidad universitaria; aunque ello casi nunca, por desdicha, se traduzca en formas prácticas de precaución mancomunada contra las amenazas o de respuesta efectiva a las agresiones consumadas. En cambio, la cuestión electoral es fuente de acerbas divergencias y causa de desencuentros y fracturas, en el nunca bien consolidado frente interno universitario. Algunos piensan que el debate sería una distracción peligrosa, en cuanto debilitaría la resistencia a la intromisión oficialista en la vida universitaria, y proponen diferirlo hasta mejores tiempos; es decir, indefinidamente. Otros temen que abra las puertas a los planes del gobierno en su aspiración de apoderarse de la universidad, ya sea porque ingenuamente nadie se percate de que tales planes permearían la agenda, con lo cual se habría hecho el papel involuntario de cándidos agentes del poder, ya porque con maquiavélica astucia los promotores del debate, disfrazados de demócratas tolerantes, sean en realidad esos agentes.

Cabe sostener en cambio que el debate es necesario, incluso indispensable, a pesar de los riesgos que con excesiva aprensión se le atribuyen. Si verdaderamente los hubiera, no desaparecerían por renunciar a debatir sino por hacerlo. El debate, al consistir en la exposición racional de ideas, en un ejercicio de escrutinio crítico y convenimiento de acuerdos consensuados, es por excelencia el campo de lo explícito. Solo un amplio consenso entre universitarios —resultante de la confrontación de visiones, objetivos, estrategias y líneas de acción— permitirá construir la sólida defensa que la universidad requiere para ser salvaguardada de sus poderosos enemigos externos.

¿Significa esto que los universitarios darían la espalda a las urgencias nacionales para ensimismarse en sus problemas? En absoluto. La universidad es también una urgencia hoy en Venezuela. Verdad es que no figura en la nómina de los asuntos de vida o muerte, como la violación de los derechos humanos, la subalimentación, la inexistencia de medicinas, la inopia salarial y otros. Pero no cabe duda de que su extinción o su transfiguración en un amasijo de estructuras impotentes serían literalmente fatales para el país. Es necesario evitar que esto ocurra y no parece haber otro modo de hacerlo que convocar a los universitarios a reflexionar, con el más agudo espíritu crítico, sobre la institución: examinar sin contemplaciones su desempeño en los últimos años, para reconocer junto a sus realizaciones admirables sus deficiencias, y evaluar con imparcialidad y sin caritativa o cómplice benevolencia la calidad de las gestiones directivas y el desempeño institucional en sus diversos espacios.

Es imperioso pensar la universidad a la luz de las transformaciones globales, a escala de los desafíos del mundo contemporáneo, para proyectarla sin timideces parroquiales hacia el futuro que ya es. Pero hay que pensarla igualmente en relación con las inaplazables exigencias planteadas por la crisis del país, con vistas a la adopción inmediata de los acuerdos requeridos para su salvaguarda, procurando preservarla de las acechanzas exteriores no menos que de sus padecimientos autoinfligidos, fruto de la holgazanería intelectual o de la negligencia de una parte al menos de sus instancias de dirección. El compromiso activo con la universidad, tensionando al máximo el arco de sus capacidades deliberativas, es al mismo tiempo una forma legítima de tomar parte activa en los problemas nacionales.

¿Quién ha dicho que preocuparse por la suerte de la institución académica, y actuar en consecuencia, inhabilita física, mental o anímicamente a los universitarios para experimentar con lacerante sensibilidad la suerte del país y menoscaba la voluntad de sumarse a cualquiera de las numerosas tareas inscritas en la agenda de la reconstrucción democrática nacional? Acaso la experiencia de la universidad represente una modesta pero vivificante contribución a ese otro debate necesario en el seno de la sociedad venezolana, sobre todo entre las fuerzas políticas y sociales del campo democrático que tantas veces parece extraviado en el vértigo de la precipitación irreflexiva y el torbellino de la hostilidad recíproca.


Víctor Rago A., antropólogo y profesor de la Universidad Central de Venezuela.