Ciento veinte años después de su publicación, Nostromo es una novela cuya lectura entre líneas acrecienta su interés para los venezolanos y los latinoamericanos de este tiempo. Joseph Conrad se adelanta al «cesarismo democrático» de Laureano Vallenilla en boca de uno de sus personajes.
Hace ciento veinte años, entre 1903 y 1904, se escribió la historia de un país de ficción construido con múltiples y también ficcionados fragmentos del entonces pasado reciente latinoamericano, tan reciente que todavía era presente. El autor de esta historia, en realidad una novela, es Joseph Conrad, cuyo nombre de nacimiento era Józef Teodor Konrad Korzeniowski: el «historiador más famoso del Estado Occidental, el capitán José Korzeniovski», según Jorge Luis Borges. En realidad, Conrad no era historiador sino novelista, autor también de historias cortas o cuentos, aunque la historia es casi siempre materia prima insoslayable al armar una narración literaria.
Conrad era británico por adopción y polaco por origen, aunque por sus papeles era ruso, porque nació en Berdychiv, ciudad que pertenecía al Imperio ruso y hoy es parte de Ucrania. A los diecisiete años inició su vida de marinero en Marsella. Después de años de aventuras por mares lejanos, se estableció en Inglaterra, donde se dedicó a producir algunas de las obras fundamentales de la literatura universal en lengua inglesa del siglo XX. Allí murió hace cien años, el 3 de agosto de 1924.
Ficciones que se multiplican
La novela de Conrad es la historia de la ficticia República de Costaguana. La publicó con el título Nostromo: A tale of seaboard (Nostromo: relato del litoral), precedida de una breve cita de Shakespeare —So foul a sky clears not without a storm— que seguramente los venezolanos de estos días leerían con sensibilidad: «Un cielo tan borrascoso no se aclara sin una tormenta».
La novela transcurre en Sulaco, ciudad-puerto de la Provincia de Occidente, en Costaguana, una república latinoamericana que se parece a todas, pero no es ninguna de ellas, según el historiador germano-paraguayo Juan Carlos Herken Krauer. El paisaje, el ambiente, los personajes, la danza de nombres —Guzmán Bento, Páez, Bolívar, el duque de Morny, Santa Marta, Carabobo, Higuerota, Aroa— insinúan a Colombia y a Venezuela. También hay alguna referencia a Argentina, Uruguay o Paraguay, por las indias que calientan agua para las calabazas del mate; a Panamá, que forma una república independiente de Colombia, al mismo tiempo que la provincia de Occidente se separa de Costaguana y forma la República Occidental.
En Nostromo Joseph Conrad puso en boca de Pedrito Montero el concepto del cesarismo democrático, quince años antes del libro Cesarismo democrático, del venezolano Laureano Vallenilla Lanz.
Conrad también ficcionó una fuente apócrifa (Historia de cincuenta años de desgobierno), que atribuye a uno de los personajes de su novela, don José Avellanos, nunca publicada y solo conocida por su autor y por Conrad, quien no imaginó que, décadas después, su invento tendría una segunda vida. En efecto, en 1970, Jorge Luis Borges, otro aficionado a las fuentes apócrifas, reveló en su cuento «Guayaquil» que la obra perdida del doctor Avellanos la había descubierto y publicado Ricardo Avellanos, su nieto, en 1939.
Ricardo Avellanos también había encontrado en el archivo de su abuelo varias cartas autógrafas de Bolívar, entre ellas una que revelaba lo sucedido en su entrevista con José de San Martín en Guayaquil en 1822. Para obtener una copia de esa carta, el gobierno argentino envío a «Sulaco, capital del Estado Occidental» a un historiador, miembro de la Academia Nacional de la Historia y profesor universitario de historia americana, que es el mismo narrador. Don José Avellanos y la ciudad de Sulaco recobran vida en «Guayaquil», uno de los once relatos incluidos en El informe de Brodie, de Borges.
Nostromo
Conrad escribió su novela, considerada la gran novela latinoamericana de la literatura inglesa, casi treinta años después de su travesía por el Caribe. En efecto, en 1875 o 1876, a sus dieciocho o diecinueve años, mientras era tripulante de un velero francés, anduvo por las costas de Venezuela y de Colombia. Sus contactos con tierra fueron «breves, escasos e insignificantes», según sus palabras, de modo que no son sus recuerdos los que alimentaron su imaginación volcada en la novela.
Sus fuentes escritas fueron libros de viajeros, especialmente dos: uno sobre Paraguay y el libro de Edward B. Eastwick, Venezuela, o apuntes sobre la vida en una república sudamericana, con la historia del empréstito de 1864. También lo orientaron las conversaciones con su amigo Robert Cunninghame-Graham, que vivió unos años en Argentina, Paraguay y Uruguay, y mucho después escribió sobre Colombia. Pero fue el colombiano Santiago Pérez Triana, por entonces residente en Londres, quien más contribuyó a crear el profuso cuadro costaguanero.
Nostromo, deformación del italiano nostro uomo (nuestro hombre), es un aventurero italiano y capataz de cargadores del puerto al servicio del capitán Mitchell, superintendente de la Compañía de Navegación. Nostromo, a la vez respetado, temido y admirado, es hombre de confianza de los europeos y de la gente bien de Sulaco, muy especialmente de los Viola —la familia italiana que lo recibió en Sulaco— y de Charles Gould, el inglés costaguanero dueño de la Concesión Gould que daba derecho a explotar la mina de plata San Tomé, y nieto de un legionario inglés combatiente en la batalla de Carabobo. Nostromo es el héroe que termina siendo antihéroe.
La exuberante narración encadena una minuciosa serie de incidencias y personajes que retratan en toda su incorregible realidad las pugnas, el carácter de la gente, los comportamientos sociales y la violencia de una república que no es lo que dice ser: otra ficción. Es la historia convulsa de una parodia democrática sacudida por una revolución tras otra, en espera de que el ferrocarril y los grandes capitales extranjeros trajeran el progreso, promovieran la prosperidad y también reforzaran el poder local de las élites y la corrupción «civilizada».
Los beneficios del progreso tenían como condición establecer la paz y terminar con «el desorden de un populacho de todos los colores y las razas» y con la barbarie de los Montero. Un resultado solo posible con una dictadura como la de Ribiera, a la que, equivocadamente, la élite atribuía esa capacidad.
Que un europeo novelista de vocación marinera y un historiador venezolano, sin conocerse, emplearan un mismo concepto al referirse a contextos históricos afines, plantea un problema de filiación.
Los Montero
El general Montero, pomposamente ridículo y cruel, es descrito por Conrad sin clemencia y con mirada europea: tez cobriza, uniforme lleno de oros, manos enguantadas, tricornio emplumado, espada, botas relucientes con enormes espuelas, bigote negro azulado y mirada estúpida y dominadora. Un personaje al que mejor era tener lejos, pero al que el presidente-dictador Vicente Ribiera quiso tener cerca como ministro de Guerra; aunque no era confiable, como quedó demostrado al sublevarse contra Ribiera y encabezar otra revolución.
Su hermano, el abominable y miserable Pedrito Montero —guerrillero, vago y desordenado, ascendido por el ministro de Guerra a comandante de la plaza de Sulaco— se unió al «pronunciamiento o revolución monterista» en nombre de la democracia indignada y de los intereses mancillados de la República, enajenada a los grandes capitales extranjeros. Era la usual retórica revolucionaria que, junto con la promesa de los frutos del saqueo y la venganza contra los europeos, desataba la ira popular y movilizaba a la plebe, dispuesta a todo. Porque los pobres asociaban el mal con la riqueza, «por un oscuro instinto de consuelo».
Pedrito Montero y el cesarismo democrático
Pedrito Montero había sido un oscuro e insignificante funcionario de la legación de Costaguana en París, con el talento de un loro para los idiomas y de un mono para imitar el refinamiento y la distinción de un gran señor cuando la situación lo requería. Triunfante la revolución monterista, Pedrito pretendió hacer realidad su fantasía de convertirse en un émulo tropical del duque de Morny —consuegro del presidente Antonio Guzmán Blanco— quien hizo una fortuna en negocios financieros a su paso por altos cargos del Segundo Imperio francés. Todo un modelo, según la perorata que Pedrito le espetó a Charles Gould en un intento frustrado de negociar el control de la mina San Tome en beneficio de la revolución.
Pedrito Montero, haciendo gala de la seguridad y la fingida campechanía de los que están en el poder sin títulos legales, expuso su teoría del cesarismo como la suprema expresión de la democracia basada en el voto directo del pueblo. El cesarismo es el régimen fuerte, conservador, necesario para asegurar la paz indispensable para el progreso y la prosperidad del país. Pero, aunque es un poder total, reconoce el valor legitimador de la democracia por el voto. El Segundo Imperio en Francia es el ejemplo, solo que cayó porque no tenía un jefe con el genio militar del general Montero. Así peroraba Pedrito Montero ante el estupefacto dueño de la mina de plata.
En Nostromo Joseph Conrad puso en boca de Pedrito Montero el concepto que quince años después, en 1919, desarrollaría el venezolano Laureano Vallenilla Lanz en su libro Cesarismo democrático. En «El gendarme necesario», uno de los ensayos del libro, Vallenilla Lanz desarrolló la idea del poder político fuerte, centralizado en una figura que reúne las cualidades guerreras del caudillo de las guerras de independencia. El arquetipo es el general José Antonio Páez, que evolucionó hasta convertirse en un hombre de Estado.
El cesarismo democrático de Vallenilla Lanz no se inspira en el Segundo Imperio y la cualidad democrática no se basa en el voto popular, sino en el origen humilde del gendarme; un contrasentido, porque ese origen expresa la desigualdad, contraria a la idea de la democracia. Lo único en común entre los dos cesarismos democráticos es el gobierno centralizado, fuerte y autoritario. Sin embargo, que un europeo, novelista de vocación marinera y un historiador venezolano emplearan, sin conocerse, un mismo concepto al referirse a contextos históricos afines, plantea un problema de filiación.
Entresijos
¿Cuál es la fuente que inspiró el cesarismo democrático de Pedrito Montero? Ni Conrad pudo leer a Vallenilla Lanz, ni este a Conrad, que escribía en inglés, lengua que Vallenilla no dominaba. ¿Cuál es la fuente de Vallenilla? Cesarismo democrático es el título de su libro, aunque el concepto que desarrolló es el del «gendarme necesario». ¿Fue Santiago Pérez Triana, un personaje caudaloso, la fuente oral del concepto de cesarismo democrático tanto para Conrad como para Vallenilla Lanz? Conrad tomó mucha información de Pérez Triana, según propia confesión. Por su parte, Vallenilla Lanz conoció a Pérez Triana en París; pero, ¿cuál fue su relación con este colombiano cautivador?
María Elena González Deluca, historiadora, individuo de número y directora de la Academia Nacional de la Historia (Venezuela).
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