Noticias de un tricentenario

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Plaza del Rectorado, Ciudad Universitaria de Caracas.

El tricentenario de la Universidad Central de Venezuela es un acontecimiento que tiene un profundo significado para la institución, así como para el conjunto del país. Pero las circunstancias que lo rodean no autorizan mucha efusión, sino reflexión.


En diciembre de 2021 la educación superior del país celebró tres centurias de vida. Corresponden al tiempo transcurrido desde el 22 de diciembre de 1721, cuando el rey español Felipe V otorgó una real cédula que convirtió al Colegio Seminario de Santa Rosa de Lima en Real Universidad de Caracas. Declarada «pontificia» un año después por bula del papa Inocencio XIII, se transformará en institución republicana en 1827, durante la última visita de Simón Bolívar a Caracas. Dictados los estatutos republicanos que la regirán y con José María Vargas como rector, adopta desde entonces la denominación Universidad Central de Venezuela.

En 1827 fue dotada de medios económicos propios para asegurar su desenvolvimiento independiente y, al cabo de medio siglo, el autócrata Antonio Guzmán Blanco la despojó de aquellas fuentes de ingresos. A partir de esa mutilación ha dependido del aporte estatal, cada vez más necesario en la medida en que se ha ido desarrollando, tanto en el orden cualitativo como en sus dimensiones físicas.

Hoy la Universidad Central enfrenta dificultades sin parangón a las que ha debido superar en diferentes períodos de su existencia pasada, compartidas con las demás instituciones de su género. Muchas de esas dificultades son las mismas que han minado, en las dos últimas décadas largas, la institucionalidad de la república. Pero algunas la afectan en forma particular: es evidente su efecto deletéreo sobre el funcionamiento concreto de la institución y las posibilidades de cumplir adecuadamente el alto cometido al que está destinada para beneficio del país.

El docentismo entraña una mirada reduccionista de la rica complejidad de la universidad contemporánea

Los sucesivos gobiernos republicanos, aun los democráticos, le han regateado los recursos. Pero nunca la insuficiencia presupuestaria había alcanzado la letal cota de privación que hoy se constata. Esto es particularmente notorio en el deterioro infraestructural de la Ciudad Universitaria, la sede de Maracay y los núcleos de Cagua y Barquisimeto, para no hablar de las estaciones experimentales y otros espacios importantes, todos ellos degradados por la connivencia entre escasez e incuria.

La decadencia resulta visible también en la casi inexistente reposición del equipamiento tecnológico obsoleto, la extinción de programas académicos esenciales en investigación y docencia, la mengua deliberada de las actividades de formación y perfeccionamiento del profesorado, la contracción hasta la insignificancia de las becas y otros beneficios estudiantiles… No prolonguemos esta pesarosa enumeración. El «rescate» que en los últimos meses ha emprendido el gobierno nacional en el campus caraqueño acaso sea una minúscula compensación —publicitada como un munificente auxilio en contraste con la negligencia atribuida a las autoridades académicas— por la punitiva hipoxia presupuestaria de estos años, causa además del desmedro de un bien patrimonial de la humanidad por el que ahora se finge un súbito interés.

El estrangulamiento se extiende al resto de las universidades autónomas. Esta es, sin duda, una «política» de demolición del campo de la educación superior pública, concebida y aplicada con retorcida contumacia. Si solo fuera un proceso de destrucción material —de gravísimas consecuencias para el país visto que los perpetradores lo acoplan orgánicamente a los objetivos del proyecto autocrático— para oponérsele quizás le bastaría a la universidad una sólida voluntad de lucha, de la cual su rica historia ha dado más de un admirable testimonio. Pero no es suficiente, pues su ruina intencional comporta un aspecto a la vez desmovilizador y sobrecogedor por su malignidad: la disipación de los sueldos, los ahorros y las prestaciones sociales del profesorado (y de los demás sectores laborales), cuyas consecuencias pavorosas han sido una depauperación y un desamparo social de tal magnitud que lo han reducido al estado más próximo a la mendicidad.

El cuadro de esta devastación —una potencial catástrofe humana, dicho sea sin hipérbole, de la que ya menudean síntomas inequívocos— queda eficazmente acotado por dos factores en perversa sinergia: 1) la negación de los derechos laborales por imposición de convenciones de trabajo «negociadas» entre gobierno y organizaciones sindicales y gremiales aquiescentes, y 2) una persistente inflación acompañada de una espeluznante implosión de la economía de origen tan patente que huelga mencionarla. Dada la magnitud de los estragos que muestra hoy el paisaje de la educación superior pública, y siendo que ello no resulta de conflicto bélico ni calamidad natural alguna, la causa solo puede radicar en la aspiración autoritaria de despojar a la universidad de todo cuanto adopte forma de desafío crítico o de ejercicio de libre pensamiento.

Desde que el gobierno, con sospechosa celeridad, declaró a mediados de marzo de 2020 el estado de alarma por la pandemia de covid-19 e impuso una severa cuarentena en todo el territorio nacional, la Universidad Central (y sus homólogas) ha conocido una parálisis casi total. Puede admitirse que las autoridades y los órganos del cogobierno universitario han procurado mantener cierta actividad, y que también lo han hecho —no sin discontinuidad— algunas dependencias y oficinas administrativas. Pero preciso es admitir también que, juzgada en conjunto, la vida institucional disminuyó hasta mínimos sin precedentes (salvo en los períodos en que los gobiernos de turno la clausuraron).

No ha sido posible reactivarla en proporción significativa, pese a los esfuerzos emprendidos. Verdad es que en algunos espacios académicos se han llevado a cabo, sobre todo en el orden docente, experiencias interesantes, valiosas algunas de ellas. No obstante, en la mayoría de los casos han consistido en voluntariosos empeños de alcance inevitablemente modesto, que no han conseguido propagar la chispa de su ejemplo en los ambientes más tibios, cautelosos o aletargados de la compleja estructura universitaria. Nada sugiere, por lo tanto, que vayan a ser el preludio de una resurrección institucional. De allí que, sin dejar de reconocer el papel que desempeñan y el mérito que cabe a sus promotores y ejecutantes, parece difícil que representen la etapa inicial de una reactivación sostenida y ascendente del quehacer universitario.

No puede dejar de señalarse el sesgo docentista, predominante en amplios sectores del alumnado, el profesorado y también en buena parte de las autoridades a todos los niveles, que obstaculiza la asunción integral del problema de la reactivación universitaria. El docentismo entraña una mirada reduccionista de la rica complejidad de la universidad contemporánea. Su prevalencia —es difícil resistir la tentación de considerarlo una patología académica— es perjudicial para la confección de una agenda de temas medulares, que tienden a ser eclipsados por el peso demográfico de la enseñanza y el correlativo relieve atribuido al cometido de la formación profesional. En las condiciones actuales de la universidad tal reduccionismo, hondamente arraigado en el imaginario universitario, alimenta una suerte de ilusión de continuidad consistente en creer que el «reinicio» es simplemente una prosecución de la actividad tras la interrupción pandémica, sobre todo una «reanudación» de las clases, esto es, de los estudios de cara a la ansiada meta del grado y acaso de la emigración.

Esta insólita parálisis de la Universidad Central de Venezuela tiene como causas, entre otras, la crisis sanitaria debida a la pandemia, que encuentra un sistema de salud precarísimo; la crisis económica previamente existente, acentuada por una opresiva y al tiempo pintoresca cuarentena; y el destartalamiento institucional del país con su secuela de servicios públicos básicos colapsados. Estas causas se entrelazan a otras menos visibles, pero no menos competentes. Son las relativas a las debilidades, deficiencias y disfuncionalidades que acusa la universidad desde hace largos años, pero recurrentemente soslayadas por sus esferas directivas, sin que tampoco la comunidad universitaria haya exigido un debate —con la energía e insistencia necesarias— o lo haya hecho por su propia cuenta.

El régimen autonómico no es una extralimitación funcional sino condición de la libertad intelectual sin la que ella se extinguiría

Es necesario destacar la declinación del sentido de comunidad académica, el enrarecimiento del clima intelectual (favorecido por la subestimación de la disciplina de trabajo y el esfuerzo reflexivo), el facilismo irresponsable a menudo asociado a complicidades endogámicas, la atrofia de las facultades deliberativa, argumental y crítica, así como el abandono del debate, práctica imprescindible para tonificar la atmósfera convivencial y asegurar la expansión de la libertad de pensamiento. Súmense a estas la postergación reiterada de la reflexión sobre la propia universidad —necesaria para renovar su sentido de institución trisecular y atar nuevos lazos con la sociedad que la alberga— la sorprendente inhabilidad para redefinir con ojo prospectivo y convicción transdisciplinaria los itinerarios curriculares; y la vacilación a la hora de someter a escrutinio no complaciente la cartografía de las cuotas de poder, las estructuras al uso y los procedimientos inveterados, a fin de ensayar inéditos patrones funcionales y experimentar frescas sensibilidades a tenor de la interacción entre antiguos y emergentes objetivos.

Agobiada por tales flaquezas y, simultáneamente, hostilizada sin tregua por el autoritarismo externo, dispuesto a privarla del nervio creativo y el aliento crítico, la Universidad Central de Venezuela se encuentra, pues, entre la certitud de una historia de tres centurias y la vacilación conjetural del porvenir. El suyo dependerá de la entereza con que haga frente a un despojo en trance de ejecución: el de la autonomía. Importantes atribuciones de la institución en los órdenes administrativo, financiero, de organización y funcionamiento han sido ya grotescamente menoscabadas o del todo arrancadas de sus manos.

La obcecación controladora del proyecto político autocrático exhibe aquí sin embozo alguno su intención aviesa, en contrapunto con el comedimiento de las autoridades universitarias, no siempre fácil de entender, entre los acentos de cuya voz infructuosa avanza imperturbable la exacción. Sobre todo en el plano académico, la intrusión proyecta las peores amenazas para la vida autónoma de la universidad. Baste mencionar, como colofón de una larga lista de intervenciones previas del Ministerio de Educación Universitaria, las medidas de «priorización» de ciertas carreras profesionales con la correlativa preterición de otras, el diseño inconsulto de un sedicente sistema de «evaluación, supervisión, acompañamiento y acreditación institucional» que se pretende de aplicación coactiva, la aprobación de una Normativa nacional de los sistemas multimodales de educación universitaria… que concede al agente ministerial todas las potestades en la toma de decisiones y aspira de las universidades resignado acatamiento. En otro plano habría que añadir la violación judicial de la autonomía, que ha impedido desde hace más de un decenio la celebración de elecciones universitarias.

En semejante contexto la mengua del debate de ideas en los espacios académicos y la desmovilización física, no menos que la intelectual, de grandes contingentes de la colectividad ucevista (estado de cosas anterior a la pandemia que se reproduce en las otras universidades públicas autónomas) abren amplio campo a la incertidumbre. Por desdicha contribuye a ella la manipulación reduccionista del principio autonómico, que ha privilegiado su faceta defensiva a expensas de su vena transformadora y de su aptitud para el enriquecimiento cualitativo de la institución. Se lo invoca lo más a menudo —a veces con fervor jaculatorio— según la imagen de un baluarte a cuya protección la universidad ha de acogerse para rechazar la intromisión hostil.

Hay que reconocer en la autonomía vocación constructiva para que su ámbito de pertinencia, el dominio sobre el que está llamada a ejercer su imperio, hospede lo existente digno de ser preservado e incorpore lo nuevo producto de los cambios convenientes. A diferencia de lo que piensan los enemigos de la universidad, el régimen autonómico no es una extralimitación funcional sino condición de la libertad intelectual sin la que ella se extinguiría. Se lo socava cuando con ritual reverencia se recurre a él para sacralizar un estado de cosas y desautorizar en su nombre el espíritu de innovación, que no se aviene a la ficción de lo inmutable y a la monotonía iterativa de las tradiciones. Estas, alguna vez ha sido dicho, son útiles cuando contrapesan la propensión disgregativa al otorgar sentido a la memoria del pasado, pero dejan de serlo —para convertirse en fidelidades inerciales y regresivas— al erigirse en escollos retrospectivos que estorban las mudanzas necesarias.

Ojalá con voluntad serena y firme los ucevistas lúcidos obren para que el tricentenario de la Universidad Central de Venezuela sea algo más que el dato de una longevidad admirable y su historia de tres siglos sirva de memoria viva y crítica proyectada hacia el futuro.


Víctor Rago A., antropólogo y profesor de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela.