En la historia argentina hay personajes históricos, desaparecidos hace décadas y siglos, que todavía pesan. Son personas que vivieron en circunstancias conflictivas. Las banderías y la vehemencia de su tiempo parecen acompañarlas en la muerte y provocar actos de idolatría, odio o venganza.
Los muertos son la marca indeleble del pasado y, en ocasiones, no mueren o tardan en hacerlo, porque son parte de esos pasados que no pasan. Argentina es uno de los pocos países donde las pasiones del pasado todavía provocan discordias que buscan revancha o compensación en los muertos; usados, secuestrados, ocultados, mutilados, negociados y también, aunque no para vengar agravios, «fetichizados», y vaya a saber qué más. He aquí unos casos notables.
El robo de los dientes
El general Manuel Belgrano, líder de la independencia de las Provincias del Río de la Plata, es un personaje poco conocido fuera de su país. Pero es el héroe más reconocido de esa gesta, después del general José de San Martín.
Belgrano murió en 1820, pobre y muy enfermo, en la misma casa de sus padres donde nació en Buenos Aires. En ese día, 20 de junio, hubo tres gobernadores en la ciudad. Habían comenzado la anarquía y la guerra civil intermitente y feroz que demoró la unidad nacional hasta 1860. Belgrano fue enterrado modestamente y sin homenajes, en el atrio del convento de Santo Domingo.
Mucho después le llegó al héroe el tiempo de los homenajes. En 1902 fue trasladado a un imponente mausoleo en el mismo convento. A la exhumación previa asistieron ministros y altos funcionarios. Se abrió la urna para examinar los restos, y lo insólito ocurrió. Los ministros y altos funcionarios se robaron huesos y piezas dentales de recuerdo, como fetiches, para mostrarlos a los amigos, según explicaciones que trascendieron en la época.
La saga del muerto vertical
Domingo Faustino Sarmiento comenzó su libro Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, publicado en 1845, con una evocación de la «sombra terrible de Facundo», que revelaría y explicaría las claves de la barbarie que alejaba la civilización y asolaba el país. Facundo no ha muerto, está vivo. «Él vendrá», escribe Sarmiento.
Facundo Quiroga, «El Tigre de los Llanos», fue el caudillo provincial más célebre de la historia argentina del siglo XIX. Murió asesinado de un disparo por orden de otro caudillo provincial en la ruta que recorría en diligencia entre Buenos Aires y La Rioja. La degollina dejó sin cabeza a toda la comitiva, incluido Facundo. Corría 1835, en plena Guerra Civil.
El cadáver de Facundo recibió los honores de su aliado, el caudillo federal de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, antes de ser depositado en tres lugares distintos, hasta que su familia construyó su tumba definitiva en el Cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires. Pero Facundo todavía enfrentaría otras lides.
En 1877 murió el dictador Rosas en su finca de Southampton, Inglaterra, donde vivió 25 años, exiliado. Las pasiones de rosistas y antirrosistas revivieron. Los primeros pretendieron rendir homenaje a Rosas y los antirrosistas atacaron la tumba de Facundo, el mayor símbolo del federalismo. Ante el temor de que ultrajaran los restos, la familia de Facundo escondió el féretro en la misma bóveda.
En 2003 el peronismo presentó un proyecto de ley para trasladar los restos de Quiroga a su provincia, La Rioja. Facundo y Rosas son para el peronismo los máximos héroes del siglo XIX, así como condenan al pérfido Sarmiento, que fue presidente de Argentina entre 1868 y 1874. De nuevo, la familia Quiroga salió en su defensa. El proyecto no pasó. Con el propósito de impedir el uso político de los restos del caudillo, se inició el proceso para declarar la tumba de Quiroga Sepulcro Histórico Nacional.
El Centro de Arqueología Urbana de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires inició la inspección, para determinar la existencia de los restos. Al ingresar a la bóveda no encontraron el féretro, pero como se sabía que la familia lo había ocultado, solicitaron ayuda a técnicos de la Comisión Nacional de Energía Atómica que, con auxilio de un georradar, inspeccionaron los muros. Al notar un área vacía y una asimetría en un muro, decidieron perforarlo.
Después de gestionar nuevos permisos de la familia, del cementerio, de varios organismos oficiales y de estudios cuidadosos del sitio, se hizo una perforación que permitió ver una pieza de metal verde. Tras una espera prudente, abrieron una ventana rectangular y… allí estaba el ataúd con una cubierta de cobre y bronce, colocado de pie, porque el espacio así lo exigía. La familia no permitió que se abriera para determinar fehacientemente que eran los restos de Facundo, como todo indicaba.
Allí quedó el ataúd en mal estado por las filtraciones que caían sobre él. El informe del Centro de Arqueología Urbana se publicó en 2005 y en internet se encuentra un detallado resumen. El proyecto de ley fue sancionado por el Senado en 2021.
El cuerpo embalsamado de Evita, enterrado durante catorce años con nombre falso en un cementerio de Milán, había sido exhumado en 1971 y llevado a la residencia de Juan Domingo Perón en Madrid.
Secuestrado, muerto y secuestrado
El 29 de mayo de 1970, dos falsos oficiales del ejército argentino secuestraron al expresidente, general retirado Pedro Eugenio Aramburu, en Buenos Aires. El audaz secuestro fue planificado y ejecutado por la guerrilla peronista Montoneros, un movimiento hasta entonces totalmente desconocido en la convulsionada y muy violenta política argentina.
Llevaron a Aramburu a la finca La Celma, a unos 400 kilómetros de Buenos Aires, donde un «tribunal revolucionario» lo enjuició y lo condenó a muerte. El 1 de junio de 1970 fue ejecutado y sepultado en el sótano de la casa deshabitada, propiedad de la familia de uno de los montoneros, donde el grupo se reunía con frecuencia.
El 16 de julio siguiente la policía siguió una pista tras los secuestradores, que la llevó hasta La Celma. Al inspeccionar la casa, en lugar de los secuestradores, descubrieron el cadáver de Aramburu. En una de las paredes destacaba una imagen de Facundo Quiroga.
Secuestrado y muerto: estos hechos conmocionaron al país. Aunque Aramburu no era una figura popular, fue el líder más importante de la Revolución Libertadora, el movimiento militar que derrocó a Perón en 1955 y presidió hasta 1958, un gobierno duramente represivo que potenció la violencia.
El secuestro de Aramburu marcó el inicio de la nueva etapa de la violencia política que se extendió durante toda la década. El Estado y la guerrilla urbana desataron una guerra de acciones terroristas, matanzas, atentados y desapariciones sin paralelo en la historia de la barbarie argentina.
En 1974, en otro audaz operativo, los Montoneros penetraron en la bóveda de la familia Aramburu, en el Cementerio de la Recoleta y se llevaron el ataúd con los restos del general, pese a su peso cercano a los cien kilogramos y su ubicación en el subsuelo de la bóveda. Aramburu fue nuevamente secuestrado, esta vez para negociarlo.
La negociación de muertos secuestrados
Los Montoneros intentaban retener los restos de Aramburu hasta asegurar la repatriación de los restos de Eva Perón, secuestrados en 1955 durante el gobierno de Aramburu, que se oponía a la destrucción del cadáver. El cuerpo embalsamado de Evita, enterrado durante catorce años con nombre falso en un cementerio de Milán, había sido exhumado en 1971 y llevado a la residencia de Juan Domingo Perón en Madrid.
El gobierno de la viuda de Perón, María Estela Martínez, aceptó la negociación, y el cadáver de Evita regresó en noviembre de 1974, un año antes de cumplir dos décadas de un extraordinario periplo narrado por Tomás Eloy Martínez en la novela Santa Evita. Fue depositado junto al de Perón en una cripta en Quinta de Olivos, la residencia presidencial.
En 1976 un nuevo golpe militar devolvió a los militares al poder y a la residencia presidencial. ¿Qué hacer con los célebres cadáveres de la cripta? Sobre todo, ¿qué hacer con los restos de Evita, que levantaba más pasiones que el general? Como la primera vez, se planteó deshacerse de ellos. En 1976 la familia de Eva pidió su traslado a la bóveda familiar en la Recoleta. Allí reposa desde entonces, a cinco metros de profundidad, para evitar nuevas profanaciones. Curiosamente descansa en el cementerio que tuvo fama de ser el camposanto de la oligarquía a la que ella tanto fustigó.
Un muerto sin manos
El más democrático cementerio de Chacarita recibió los restos del general Juan Domingo Perón. Fue depositado en el subsuelo, en un ataúd protegido por vidrio blindado de siete centímetros, con marco de acero, tapa cubierta con una plancha de metal y cuatro cerraduras, que se abrían cada una con tres llaves distintas.
Esas precauciones no impidieron que en 1987 violentaran la bóveda y el féretro. Cercenaron las manos del cuerpo embalsamado de Perón y se las robaron, junto con su gorra militar y su espada. Hasta hoy no ha trascendido con qué fin ni quiénes fueron los autores. Las manos y los objetos no han aparecido.
El hecho permanece en el misterio y rodeado de otras muertes misteriosas: la del juez de la causa, en un accidente sospechoso; las de los tres principales investigadores policiales; la del custodio del cementerio, por una golpiza después de denunciar amenazas; y la de una mujer que visitaba la tumba y se había presentado como testigo.
La historia y los hechos
Estos son los hechos históricos. ¿Cómo se enlazan para dar forma al tejido de la explicación historiográfica? ¿Cuáles elementos de la cultura política, o antropológica, han arropado estos hechos a lo largo de dos siglos? Todavía no hay respuestas. Si las hubiera.
María Elena González Deluca, historiadora, individuo de número y directora de la Academia Nacional de la Historia (Venezuela).