Retos retóricos: vaivenes históricos de una disciplina

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La retórica tiene una historia de 2.500 años. Ha sido denostada muchas veces, pese a que su aparición y práctica se enlazan con las de la democracia y su demostrada eficiencia técnica en los planos argumental y persuasivo. Hoy recupera su prestigio gracias al interés en los fenómenos retóricos en una amplia variedad de manifestaciones discursivas.


Para la ciudadanía corriente y moliente la voz «retórica» designa aquello que en el discurso es huero o engañoso; es decir, la palabrería sin sentido, lo que se dice para mentir o embelecar. Así entendido, lo retórico es semanticida: anula el sentido, priva al discurso de significado —al menos del que está sujeto a las convenciones de interpretación vigentes para un grupo social dado— y le infunde una significación vicaria. Cuando la retórica acompaña lo que se dice, el riesgo de extravío es inminente, porque aquella se encuentra al servicio de una intención torcida y oculta, de lo deliberadamente falso, del espejismo engatusador, del timo. Es la visión que expresa con acerada y lacónica ironía Ambrose Bierce en la entrada léxica «mendaz» (aficionado a la retórica) de su Diccionario del diablo (1911).

No habrá que buscar mucho para encontrar en el escenario nacional muestras de tal mendacidad retórica: «[Para la autocracia venezolana] el antiimperialismo se convierte en la retórica de turno que intenta expiar sus responsabilidades en la devastación de la república», proclama un exministro de un gobierno anterior. Quiso decir —pero la energía (d)enunciativa lo oscurece un poco— que la «autocracia» incurre en culpas de lesa administración al evadir (no «expiar») sus responsabilidades y pretende ocultar retóricamente este hecho, que por lo demás acarrea penosísimas consecuencias a la población.

Las fuentes históricas sitúan el origen de la retórica en el siglo V a. C., en la isla de Sicilia, entonces territorio de cultura griega

Esta población no cesa de preguntarse si hay alguna esperanza de que las cosas se compongan. ¿Podrá la ciudadanía sobreponerse a las penurias que la agobian hasta la extenuación? ¿Existe alguna posibilidad de superar el catastrófico estado nacional resultante a partes iguales de incuria, inepcia y desidia gubernamental? Nada resultará, a menos que la voluntad de actuar esté inmunizada del virus retórico que con instintiva equidad todo lo inficiona, si ha de darse crédito a otro connotado vocero político: «Un contexto como este [la situación del país al comenzar 2021] nos impone la necesidad de establecer una agenda común con urgencia. Una agenda que supere la retórica y les dé a los venezolanos posibilidades reales de transformación». La retórica, pues, es la causa eficiente de la dispersión de los factores políticos de oposición, incapaces hoy de confeccionar una simple «agenda común».

También puede imputársele la opacidad de un mensaje cuando el emisor lo quisiera descarnadamente claro; es decir, desprovisto de las galas de la urbanidad diplomática. Tal es el caso del ministro de la Defensa de Venezuela cuando le espeta con guapetona marcialidad al presidente de un vecino país: «El gobierno colombiano, apoyado por la CIA, persiste en su actitud hostil contra Venezuela, agrediendo de manera sistemática nuestra soberanía. Sin retórica alguna le decimos a Iván Duque: ¡No se equivoquen!».

Dado que los ejemplos pudieran multiplicarse ad infinitum es preciso indagar por qué lo retórico tiene tan mala prensa. Las fuentes históricas sitúan el origen de la retórica en el siglo V a. C., en la isla de Sicilia, entonces territorio de cultura griega. Un movimiento democrático había derrocado a los tiranos Hierón y Gelón, que durante sus mandatos habían expropiado a numerosos dueños de tierras para instalar en ellas a sus ejércitos mercenarios. La restitución de los derechos vulnerados se llevó a efecto en juicios que al parecer contaron con jurados populares: hecho inédito. Las partes litigantes debían convencerlos y fue así como nació el ejercicio de oratoria persuasiva que se denominó retórica, estrechamente asociado al advenimiento de la democracia.

Los primeros nombres que la historia registra —de perfiles algo legendarios— son Córax de Siracusa y su discípulo Tisias, divulgador del novedoso arte. Otros maestros de la retórica fueron Protágoras, Gorgias, Licofrón, Trasímaco, Hipias, Critias, Antifonte e Isócrates. Sus intereses abarcaban los más variados campos: filosofía, matemática, geometría, gramática, poesía, asesoría política o logografía (redacción de discursos para particulares que debían defenderse o atacar en causas judiciales). Eran polímatas: personas ampliamente versadas en conocimientos científicos y humanísticos (separación que no existía en la antigüedad), con una importante función en la vida intelectual de la polis griega, especialmente en Atenas. ¿Habrá polímatas en la actualidad? Es muy dudoso: paradójicamente, en la «sociedad del conocimiento» la especie puede darse por extinta.

La mayor parte de aquellos polímatas eran también sofistas: profesores a menudo itinerantes que cobraban por enseñar filosofía, así como todo aquello que asegurara el desenvolvimiento político exitoso de los ciudadanos en la escena pública. Contribuyeron a desplazar el foco de interés de los pensadores de la naturaleza y el cosmos a las cuestiones de la vida en sociedad. El pensamiento sofístico desarrolló una vena relativista que favorecía el oportunismo del juicio y desestabilizaba el sistema de valores, haciendo de la verdad un objeto adaptable a las conveniencias del interesado. Las duras críticas a las que se hicieron acreedores los sofistas acarrearon el descrédito de la retórica, que empleaban como instrumento indiferente a limitaciones de orden moral.

A partir de la segunda mitad del siglo XX ocurre una resurrección del interés en la retórica

Platón —que trata de cuestiones retóricas en sus diálogos Gorgias y Fedro— establece las condiciones filosóficas de aquella disciplina, y suprime su autonomía al subordinarla a la dialéctica. Aristóteles, su brillante discípulo, autor de varios polémicos tratados previos a la composición del que se denomina precisamente Retórica, propone otra solución. A diferencia de los sofistas, que la estimaban por el poder que confería, Aristóteles aprecia en la retórica otra clase de utilidad. Su fuerza persuasiva no se orienta a la alteración de los valores en vigor, sino a la constitución de un dispositivo de argumentación fundado a la vez en nociones comunes y en mecanismos racionales. El arte de la elocuencia recupera así su autonomía y es la dialéctica la que entonces le sirve para la puesta en práctica del procedimiento retórico argumentativo.

La concepción aristotélica de la retórica prevalece incontestable, sin sufrir modificaciones sustanciales, a lo largo del período romano. Es fama que la latinidad antigua aportó poco a la inmensa obra intelectual de la Grecia clásica. Pero en lo que a la retórica se refiere preciso es mencionar a Cicerón (106-43 a. C.), promotor del helenismo filosófico en los medios cultivados de la Roma republicana y autor de al menos media docena de textos sobre oratoria —célebre orador él mismo— si bien no fue en sentido estricto un teórico de la retórica. Propuso en todo caso una definición de sus objetivos, según una tripartición que gozó de notable fortuna: instruir, divertir y conmover. Muy lejos estaban todavía los tiempos en que lo retórico volvería a ser sinónimo de ornamentación superflua o ambigüedad y confusión deliberada.

De extraordinaria relevancia para la disciplina fue el hispanorromano Quintiliano (35-96 d. C.), primero en ocupar una cátedra pública, oficial y remunerada de retórica (fue nombrado por el emperador Vespasiano y la regentó durante dos décadas). Su obra más importante es la monumental De institutione oratoria, que consta de doce volúmenes. Parcialmente conocida en la Edad Media, solo se dispuso de ella en forma integral en el Renacimiento, período en el cual ejerció gran influencia, sobre todo por su enfoque pedagógico.

A la luz de lo que aconteció mucho después, es de suma significación que Quintiliano haya reflexionado detenidamente sobre el arte de escribir, reflexión que los estudiosos posteriores han considerado el primer vaso comunicante entre retórica y literatura. Tal circunstancia parece encontrarse en el origen de la reducción doctrinal practicada en la segunda mitad del siglo XVI (ya se insinuaba desde poco antes del Renacimiento), a causa de la cual el ars bene dicendi termina circunscribiéndose a los aspectos estéticos y expresivos del discurso, conforme a las categorías de la figura y el tropo. Irónicamente, la Poética de Aristóteles, el gran promotor de la retórica argumentativa, es la que influye decisivamente en este giro que apuntará en lo sucesivo a la dimensión artística del lenguaje.

Esto se comprende con facilidad si se recuerda que la retórica clásica grecolatina constaba de cinco partes: invención (búsqueda de ideas y argumentos), disposición (ensamblaje de los argumentos conforme a un plan), elocución (empleo de las técnicas de redacción del discurso con fines estilísticos), acción (desempeño del orador frente a su auditorio) y memoria (recursos mnemotécnicos necesarios cuando el discurso en lugar de leído fuera improvisado). La reducción doctrinal del siglo XVI privilegiaba el componente elocutivo —es decir, estilístico— y prescindía de los demás o los minimizaba. A lo largo de los siglos XVII y XVIII los principales impulsores de esta inclinación por la elegancia y la brillantez del estilo literario fueron los jesuitas, sobre todo los españoles. En el ámbito hispanohablante, tal vez el más célebre de ellos sea Baltasar Gracián, autor de un tratado de retórica titulado Agudeza y arte de ingenio (1648).

Reducida a una discutible función decorativa, la retórica recibe la reprobación de la filosofía de los siglos XVII y XVIII, en parte como consecuencia de la reacción antiaristotélica del racionalismo cartesianismo, el empirismo anglosajón y el logicismo de Port Royal. El lenguaje debía expresar el pensamiento con una fidelidad que repudiaba toda repostería de la palabra, cuyo efecto no podía ser otro que alterar la claridad de las ideas, cuando no de manipularlas. Esta antipatía por el arte de la elocuencia —igualmente acogida por el enciclopedismo y el positivismo— termina por desacreditarlo y proscribirlo de la enseñanza pública en las postrimerías del siglo XIX.

Pero 2.500 años de historia no se esfuman tan fácilmente. A partir de la segunda mitad del siglo XX ocurre una resurrección del interés en la retórica, desde las más renovadoras perspectivas asociadas a la lingüística, la semiótica, la psicología, la sociología, las disciplinas de la comunicación y hasta la publicidad. Los denostados títulos de la retórica antigua ceden su lugar a nuevas credenciales de legitimidad, sustentadas en modernos enfoques científicos que han conseguido restaurar en amplia medida el prestigio que tuvo en determinados períodos de su dilatado itinerario. Verdad es que no aparece todavía como asignatura regular en los programas de enseñanza de la escuela y el bachillerato de prácticamente ningún país, aunque sí en los de ciertas carreras universitarias y algunos posgrados.

¿Logrará la retórica contemporánea trascender el gueto de la formación ultraespecializada y entrar en la esfera de conocimientos generales de la ciudadanía culta e instruida? ¿La aplicarán alguna vez los políticos locales a la elaboración de discursos honestamente persuasivos y argumentados? ¿No serán estas más que simples interrogaciones retóricas?


Víctor Rago A., profesor de la Escuela de Antropología, Universidad Central de Venezuela.