Temas paradigmáticos

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Ilustración: Elisa Riva / Pixabay.

Al migrar desde la ciencia hacia destinos sociales más amplios, algunas expresiones se hacen de uso general. Lo que pierden en precisión conceptual y densidad semántica lo ganan en expresividad y amplitud designativa. La conversión del tecnicismo «paradigma» en voz coloquial ilustra bien ese universal proceso.

Víctor Rago A. / 11 de enero de 2021


 

Un político venezolano declara a los medios de comunicación con suficiencia logorreica: «Hay que romper los paradigmas de la política tradicional». Una profesora universitaria de edad más bien venerable con unos desteñidos bluyines deshilachados en perneras y bajos, así como otros arreos indumentarios de moda, afirma: «Me renuevo, estoy rompiendo paradigmas». Una joven aconseja a un compañero dar por concluida cierta relación sentimental. «Cambia de paradigma», le dice con la pétrea convicción de que lo salva de la ruina.

Desde hace algunos años expresiones semejantes son habituales y nadie experimenta extrañeza ante el empleo coloquial de un vocablo cuya catadura fonética es, como mínimo, poco familiar y cuyo contenido se resiste a ser explicitado, cuando actúa como complemento de verbos que sugieren el paso, gradual o abrupto, de un estado a otro. Fenómenos de este tipo se presentan cuando, gracias al concurso de circunstancias propicias y no siempre perceptibles, palabras o estructuras pluriverbales procedentes del ámbito de la ciencia se incorporan al caudal léxico ordinario.

La ciencia —o, mejor, la tecnociencia— por la gravitación que hoy tiene sobre la vida social es una profusa proveedora de términos que desde nomenclaturas específicas pasan al uso general o al de amplios estratos de hablantes. En ese tránsito, al servicio de inéditas necesidades expresivas, adquieren imprevistas notas semánticas y alcanzan a integrarse en los cuadros estables del vocabulario básico. Los hay de existencia corta, si bien intensa como efecto de las bogas a que obedecen, después de lo cual caen en desuso siendo a veces completamente olvidados en el curso de una generación o menos. No siempre son acuñaciones novedosas. Junto con los préstamos tomados de otras lenguas (xenismos) y los neologismos que los cambiantes y tecnologizados tiempos exigen, el hablante común echa mano de voces existentes y las carga de otros significados para que desempeñen nuevos papeles.

Tal ha ocurrido con el socorrido paradigma. El Diccionario de la Real Academia Española (RAE) ofrece la económica definición siguiente: «Ejemplo o ejemplar». «Paradigma» tiene un derivado adjetival (que curiosamente el diccionario omite):

  • La dificultad de la lírica de Píndaro es paradigmática; es decir, su poesía es ejemplarmente difícil.
  • La administración pública dista de ser paradigma de probidad; es decir, nada edificante hay en ella digno de ser emulado.

La parca definición académica sugiere monosemia: significado único. Sin embargo, aunque no la registre el diccionario, «paradigma» tenía y aún conserva otra acepción, ausente del habla general, pero bien conocida entre los antiguos y actuales gramáticos. La voz designa el conjunto modélico de variantes de una forma lingüística para expresar categorías y funciones gramaticales, como la conjugación de un verbo o la declinación de un sustantivo. Esta acepción técnica puede constatarse en las viejas ediciones de la gramática de la RAE, así como en obras no académicas. La recoge, entre otros, Lázaro Carreter en la primera edición de su Diccionario de términos filológicos (1953). Tanto esta como la primera acepción pertenecen al registro culto y datan de largo tiempo. La futura popularidad del término es completamente asintomática.

A los sistemas, tradiciones o programas de investigación, en el sentido amplio de la expresión, que se suceden en el decurso histórico, Thomas Kuhn los denomina «paradigmas»

Una tercera acepción, también técnica, debuta en los ámbitos doctos a principios del siglo XX con la constitución de la lingüística moderna. El lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913) acapara —a expensas de algunos notables contemporáneos— las glorias fundacionales con su célebre Curso de lingüística general. Gracias a la pertinaz neutralidad helvética, este decisivo aporte vio la luz en Ginebra en 1916, mientras buena parte de Europa se ocupaba encarnizadamente de menesteres ajenos al quehacer editorial.

Saussure se había formado en la escuela de los «neogramáticos» alemanes, vanguardia de la lingüística histórico-comparada del último tercio del siglo XIX. Su tesis de grado titulada Memoria sobre el sistema primitivo de las vocales en las lenguas indoeuropeas (1879), escrita a los 21 años, le granjeó fama mientras vivió. Dos años después aparece su tesis doctoral: Sobre el empleo del genitivo absoluto en sánscrito. Pero, salvo alguna que otra menudencia, aquellas obras fueron las únicas que publicó. Desde los 24 años hasta su muerte, a los 55, nada de fuste intelectual dio a la imprenta.

¿Y el Curso de lingüística general?, se preguntará el amable lector. No solo fue una edición póstuma, debida a la diligente devoción de sus discípulos Charles Bally y Albert Sechehaye, sino que debió ser redactado por estos. Naturalmente, no estaba en juego la paternidad del contenido y el volumen fue confeccionado, además, con prudenciales escrúpulos de fidelidad estilística a partir de las notas de sus alumnos en los cursos dictados en la Universidad de Ginebra entre 1906 y 1911, y de algunos esquemas y apuntes para la preparación de las clases que se encontraron entre sus papeles tras su muerte. Conspicuo representante en su juventud de la vieja tradición decimonónica, después de tres decenios de mutismo editorial Saussure emerge, por mediación vicaria del dúo de epígonos, como un radical renovador de los estudios lingüísticos y proporciona la plataforma teórica y programática sobre la que se asentarán los grandes desarrollos de la primera mitad del siglo XX.

La ruptura de Saussure con las ideas dominantes en su época adopta, en la exposición del Curso de lingüística general, la forma de una serie de parejas de conceptos contrapuestos: lengua-habla, sincronía-diacronía, significante-significado, forma-sustancia y otras. De allí que algunos colegas le hayan enrostrado, con dudosa bienquerencia, «manía dicotómica». De las polaridades saussureanas interesa aquella de la cual forma parte el vocablo en cuestión: paradigma-sintagma. Un paradigma, para Saussure, es un conjunto de unidades lingüísticas entre las cuales existe una relación de sustitución; es decir, la aparición de una forma determinada en un lugar del enunciado excluye la aparición de las demás. El otro constituyente de la pareja es sintagma, que expresa una relación de posición (o secuencia) entre los signos.

La voz paradigma adquiere, así, un nuevo significado en el marco de una determinada doctrina lingüística rápidamente acogida en los principales círculos intelectuales, sobre todo europeos. A estas alturas, ninguno de los tres sentidos de paradigma referidos ingresó al léxico llano. El cuarto significado en cambio corrió con distinta suerte.

Para justipreciarla es necesario hacer una referencia breve a la figura del físico estadounidense, filósofo e historiador de la ciencia Thomas Samuel Kuhn (1922-1996). Tuvo este una carrera académica sobresaliente. Se graduó de físico (1943) en la Universidad Harvard, donde obtuvo luego su doctorado (1949). A lo largo de su destacada carrera académica ocupó cátedras en prestigiosas universidades estadounidenses. Fue durante su estancia en la de California (Berkeley) cuando publicó el más conocido e influyente de sus trabajos: La estructura de las revoluciones científicas (1962).

La historia de la ciencia, afirma Kuhn, no es una sucesión lineal de acontecimientos en acumulación incesante, sino un desenvolvimiento complejo en el que durante períodos más o menos largos la comunidad científica conviene en aceptar un conjunto de premisas (teorías, «leyes»…) a partir de las cuales se identifican los hechos significativos y se reconocen los problemas que desafían el conocimiento. Estos períodos de relativa calma cognoscente corresponden a lo que Kuhn denomina «ciencia normal». Cuando uno o más problemas se sustraen a las explicaciones aceptadas en términos compatibles con el cuerpo de teorías, principios y leyes compartidas —esto es, cuando constituyen anomalías inadmisibles para el sistema conceptual en vigor— sobreviene una crisis.

A menudo, para defenderse del efecto disolvente que una crisis puede tener sobre el saber establecido (y los privilegios institucionales asociados), la ciencia normal intenta embutir los hechos discordantes en los marcos conceptuales al uso. Pero el empuje de las nacientes visiones críticas, tras un período de mayor o menor turbulencia según la magnitud de las implicaciones sociales, económicas, políticas y aun culturales en juego, termina imponiendo la nueva perspectiva que consuma la revolución científica.

Quizás no sea inútil recordar que Kuhn elabora su concepción historiográfica en el contexto de la Guerra Fría y nada menos que en los agitados espacios académicos de la universidad californiana de los años sesenta. Es atractiva la idea de conjeturar que la atmósfera de cuestionamiento de ortodoxias, las contagiosas irreverencias frente a lo consagrado y la renovación intelectual alimentada por la radicalización política hayan influido en la reflexión kuhniana. La palabra revolución ha de haber resonado constantemente en los campus y sus ecos bien pudieran haber inspirado en el físico historiador no solo la elección del término para designar los trastornos epistemológicos que jalonan la historia de la ciencia, sino también su concepción misma: en lugar del sosegado reemplazo al detal de unas ideas por otras, el sísmico desplazamiento al mayor de un sistema de pensamiento por otro emergente que remueve las bases de aquel para configurar su propio emplazamiento.

A tales sistemas, tradiciones o programas de investigación, en el sentido amplio de la expresión, que se suceden de esta manera en el decurso histórico Kuhn los denomina paradigmas. La ciencia se desarrolla en línea quebrada o zigzagueante, como un proceso de sustitución de paradigmas. Es este sentido de paradigma —y no los mencionados precedentemente— el que está en el origen del uso extendido de esta palabra.

El hispanohablante corriente y moliente a lo mejor ignora aquellos significados, y probablemente no sabe que la voz de la cual se ha apropiado es un tecnicismo, perteneciente a la terminología de una teoría de la historia de la ciencia que aspira a explicar su evolución; es decir, el modo como cambia la ciencia. El conversador de a pie se sirve de esta palabra, engastada en las expresiones fraseológicas romper paradigmas, cambiar (de) paradigma u otras, con la misma naturalidad con la que emplea las disponibles en su vocabulario para las necesidades cotidianas.

Si la fortuna de una expresión se mide por el favor que le dispensa la comunidad de habla, paradigma bien goza de la suya. Con sus otras personalidades semánticas estuvo confinada al perímetro de los cultismos y los términos abstrusamente tecnolectales. Contemporáneamente, por el contrario, merced a un conjunto de imprevisibles factores, adorna pintorescamente el habla común. Poco importa que, para referirse a la conveniencia de cambios personales, de prácticas socioculturales o de estructuras de la sociedad, en el cuerpo vibrante de la palabra proferida ya no se oigan las solemnes resonancias de sus orígenes eruditos.


Víctor Rago A., profesor de la Universidad Central de Venezuela.