Tribulaciones semánticas

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Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

El aspecto central del lenguaje —su capacidad de crear significado para interpretar el mundo—ha sido el menos atendido por la lingüística. No existe aún una teoría general de los hechos semánticos y muchos emplean la palabra semántica de un modo opuesto a su significado técnico.

Víctor Rago A. / 13 de marzo de 2021


 

«Estamos de acuerdo en todo; nuestras diferencias son solo semánticas». ¿Cuántas veces habrá oído expresiones semejantes a esta, en las cuales la palabra semántica designa lo secundario, ancilar o carente de importancia? La cita corresponde a un ejemplo del lingüista español Fernando Lázaro Carreter (El dardo en la palabra, 1999), quien se refería a los políticos peninsulares, gremio en el cual el uso de la palabra proliferó patológicamente. Haciendo algo de memoria o aguzando el sentido de observación también entre los venezolanos se encontrará la palabra, sobrenadando mórbidamente en linfas discursivas que en realidad tienen poco de semánticas porque padecen de raquitismo conceptual. Justo es admitir que también otros grupos socioprofesionales exhiben habilidades comparables.

Semántica es un término técnico que ha corrido con la escasa fortuna que a muchos otros también ha tocado, cuando pasan del vocabulario especializado de una disciplina científica al uso general. A diferencia de lo que el uso sugiere, en realidad lo semántico es lo esencial, pues corresponde al contenido de lo que se dice. Si «nuestras diferencias son solo semánticas», entonces las discrepancias se refieren a cuestiones medulares y será indispensable atemperarlas, buscar coincidencias semánticas si se espera actuar de consuno. ¿Será discapacidad semántica la causa de que los diferentes sectores de las fuerzas democráticas venezolanas, en este convulso presente, encuentren tan difícil acordarse sobre ciertos asuntos básicos, lo que les aseguraría mayor eficiencia en la conquista de sus objetivos?

La semántica es una rama de la lingüística que se ocupa de estudiar el significado de palabras individuales y discursos (complejas combinaciones de palabras en marcos contextuales determinados), así como los procesos generales de significación gracias a los cuales el lenguaje humano sirve a los fines de la comunicación y la representación de la realidad. La invención del término se atribuye al lingüista francés Michel Bréal, quien en 1897 publicó un Essai de sémantique en el cual establecía, conforme al enfoque historicista propio de la lingüística decimonónica, el cometido de la nueva disciplina: el conocimiento de los cambios que a lo largo del tiempo experimentan los significados léxicos.

La propuesta de Bréal no despertó mucho interés entre los estudiosos del lenguaje, por entonces dedicados casi obsesivamente a la tarea ingente y minuciosa de comparar las lenguas —muertas unas y habladas otras— del inmenso territorio extendido desde el confín occidental de la península ibérica hasta la India inclusive, con el empeño de desentrañar la genealogía que debía subyacer a las semejanzas y afinidades que las emparentaban. La «revolución copernicana» que experimentó la lingüística en el primer cuarto del siglo XX, al pasar del paradigma histórico-comparado al estructuralista, proceso renovador que es usual atribuir al lingüista suizo Ferdinand de Saussure, no trajo consigo un mayor interés en la semántica. Aunque los estructuralistas de ambos lados del Atlántico reconocían que los hechos de significado eran consustanciales a los sistemas de signos llamados lenguas y justificaban la existencia de una rama especial de la lingüística para su estudio, casi nadie se consagraba a él. Los aspectos gramaticales y fonológicos, como desde los remotos tiempos de los griegos clásicos y los gramáticos hindúes del sánscrito, prevalecían monopólicamente en el ánimo cognoscente de los investigadores modernos. Eso sí, todos admitían de buen grado el derecho a la vida de la semántica, con todo y su denominación brealiana.

Un episodio curiosísimo y no poco extravagante de la historia de la lingüística permite ilustrar esta asombrosa indiferencia por los fenómenos semánticos, en una ciencia cuyo objeto es la comunicación humana. En 1933 Leonard Bloomfield —el más conspicuo de los lingüistas estadounidenses, hasta que a mediados del siglo XX Noam Chomsky lo destronara no sin cierto escándalo del establishment— publica Language, un manual de lingüística general que ha sido calificado como una especie de Biblia para varias generaciones de lingüistas. En el décimo capítulo del libro, titulado «Meaning», el autor reconoce explícitamente la pertenencia de los hechos semánticos al campo de la lingüística y, por lo tanto, la necesidad de estudiarlos. Pero advierte precavidamente que, como la semántica debería ocuparse del significado de millares de palabras referidas a infinidad de ámbitos de la realidad, su desarrollo estaba subordinado al progreso de las numerosas ciencias particulares cuyos objetos eran tales ámbitos.

Para ilustrar ese peculiar punto de vista Bloomfield se sirve de un ejemplo rematadamente sofístico, dicho sea con todo respeto. La palabra sal, dice, designa la sustancia cuya composición es cloruro de sodio (NaCl), motivo por el cual la descripción y explicación científica de su significado y empleo depende del conocimiento que la ciencia química aporte; y así sucesivamente, con el resto de las cosas de las cuales se ocuparían las respectivas disciplinas. Paciencia, pedía flemáticamente Bloomfield, pues ya llegaría el momento en que el mundo en su totalidad sería pan comido para las ciencias naturales, fácticas o como quiera que se las llame. Entonces sobrevendría el debut epistemológico de la semántica, la largamente postergada ocasión de demostrar su utilidad.

La triquiñuela sofística —los sofistas de todas las épocas son expertos en estratagemas argumentativas y cabriolas lógicas— consistía en confundir el objeto «sal» con la palabra sal. Esta designa aquel objeto o, lo que es lo mismo, sal es el signo del referente «sal». Por lo tanto, el primero pertenece al lenguaje (en este caso a la lengua española, una de las expresiones históricas y socioculturales del lenguaje en general) y el segundo a la realidad extralingüística. La lingüística se interesa en el sistema de signos (la lengua) con el que se designa la realidad, no le incumbe primariamente la realidad en cuanto tal. Al identificar signo y referente, para quitarse de encima el incordio semántico, Bloomfield esfuma la distinción entre lengua y mundo sobre la que se constituye la lingüística.

Todo esto ocurría en el capítulo X de Language. El resto del volumen confirmaba que Bloomfield era un lingüista sapiente y dotado, que merecía un lugar en los anales de la ciencia. No obstante, la unanimidad de este reconocimiento se erosionó con la eclosión de la llamada lingüística generativo-transformacional a mediados de los años cincuenta del siglo pasado. Su paladín incontestable y vitalicio, el también estadounidense Noam Chomsky, propuso una teoría que dio al traste con la tradición estructural bloomfieldiana, mediante una implacable crítica de los fundamentos del positivismo en su variante conductista. La semantofobia de Bloomfield arraigaba en su fervoroso rechazo del mentalismo, término despectivo para desvalorizar los datos procedentes de la dimensión subjetiva de los hablantes. El inobservable significado reunía todos los requisitos para ganarse la impasibilidad de Bloomfield y su escuela.

La gramática generativa transformacional propuso un modelo teórico de la competencia lingüística —conocimiento inherente al hablante ideal— con tres componentes: sintáctico, fonológico y semántico. Los dos últimos estaban subordinados al primero, con lo cual se reafirmaba el multimilenario supremacismo sintacticista. Pero el generativismo había hecho surgir un clima intelectual muy vigoroso y nuevas iniciativas emergieron en su propio seno.

Tal fue el caso de la llamada, sin aspavientos de originalidad, «semántica generativa», que desafiaba en plan un tanto parricida la ortodoxia chomskyana, quizás aprovechando que el gran piache ocupaba mucho de su tiempo en el activismo político internacional; Venezuela incluida de vez en cuando, aunque los venezolanos de vocación democrática nunca encontraron demasiados motivos de regocijo en sus opiniones políticas sobre este país. El herético enfoque de los semantistas generativos promovía el componente semántico a la jerarquía superior del esquema tripartito de la teoría estándar. No alcanzó empero a desarrollar tesis sólidas y languideció melancólicamente en los espacios académicos, si bien la demostración de independencia crítica que representó tuvo repercusiones fructíferas en generaciones posteriores.

El amplio espectro de disidentes del generativismo (hoy lejos de ejercer la hegemonía cuasiglobal que protagonizó hace unas décadas) y no pocos notables lingüistas de muchos países y variadas filiaciones teóricas, que habían permanecido cogitando al margen del vulcanismo teórico chomskyano, han ido formulando diferentes propuestas enriquecedoras de la perspectiva semántica en la descripción de las estructuras de las lenguas y en el conocimiento de la actividad lingüística. La mayoría apuntaba a darle relieve al hecho semántico, nutriendo la noción intuitiva de que el lenguaje —las lenguas, sus hechuras históricas en la esfera de la vida cultural de las sociedades humanas— es un dispositivo de producción de significado cuya función principal es hacer inteligible el caleidoscópico flujo de la realidad.

Así, pues, mientras se espera el surgimiento de una teoría general de semántica lingüística, algo que sin duda representará un sensible progreso en la calidad de vida de la humanidad, ¿será mucho encarecer a los presuntamente cultos ciudadanos de las diversas profesiones, y con especial insistencia a los políticos, que se sirvan correctamente del vocablo semántica, en sus usos nominal y adjetivo? Si otorgaran la importancia debida a las «diferencias semánticas», quizá la sociedad civil, las organizaciones políticas y gremiales, y las restantes agrupaciones de demócratas conscientes se encaminarían todos hacia los acuerdos que el país reclama.


Víctor Rago A., profesor de la Universidad Central de Venezuela.