Los cambios en la vida moderna han modificado las formas de comprar, decidir y utilizar las ofertas disponibles en el mercado. Los consumidores ya no buscan productos para satisfacer necesidades solamente. Hoy el consumo refleja el proyecto de vida de las personas, sus valores y fuentes de gratificación y bienestar.
Tendemos a olvidar que la felicidad no llega como resultado de obtener algo que no tenemos, sino de reconocer y apreciar lo que tenemos.
Friedrich Gottlob Koenig
Elizabeth Gilbert tenía todo lo que una mujer moderna sueña para ser feliz: una casa, un esposo y una carrera profesional exitosa. Pero, aun así, no había logrado lo que quería en la vida: bienestar. Recién divorciada y en una encrucijada, comienza una cruzada de autodescubrimiento que resume en su obra Comer, rezar y amar. El libro relata un viaje en la búsqueda de equilibrio físico, espiritual y emocional, por tres países y tres culturas. En Italia, el país del comer, descubre el placer de nutrirse con la buena mesa y el arte. En India, el país del rezar, sacrifica la satisfacción sensorial por la meditación en un ashram, bajo la guía de una gurú, para lograr la trascendencia espiritual, la paz interna. Finalmente, en Bali, el país del amor, pasa por un proceso de saneamiento físico y emocional en las manos de una curandera local y un maestro espiritual que la anima a retomar su vida amorosa.
Este ejemplo de búsqueda de bienestar, guardando las distancias con la aventura literaria, no se aleja de la búsqueda diaria e incesante del consumidor de hoy para lograr el mayor bienestar posible en cada experiencia de consumo. Los consumidores buscan algo más que la mera satisfacción de necesidades primarias o sociales: quieren vivir una experiencia consistente con los valores que caracterizan su proyecto de vida.
El bienestar del consumidor
Los economistas han elaborado modelos predictivos del comportamiento del consumidor, visto como un homo economicus, cuyas decisiones de compra y consumo están dirigidas a la maximización de su utilidad, de acuerdo con un proceso de decisión racional. Ello supone que, al acercarse a una posible decisión de compra, el consumidor dispone de toda la información existente en el mercado, es capaz de comparar atributos de productos o servicios, y toma decisiones con base en su capacidad cognoscitiva.
Cuando se habla del bienestar del consumidor las escuelas economicistas tradicionales intentan medirlo a partir de indicadores tales como ingreso disponible o producto interno bruto por habitante. Una crítica a esta visión considera que la definición del bienestar del consumidor, atada al concepto de «más es mejor» y enfocada en la capacidad de compra de la mayor cantidad de bienes y servicios, deja fuera aspectos socioculturales del contexto donde sucede el consumo, que pueden ser esenciales en la percepción que el consumidor tiene de su bienestar, su identidad y la relevancia social y personal de sus elecciones en el mercado (Pancer y Handelman, 2012).
Un nuevo enfoque del bienestar del consumidor se relaciona con el «mercadeo de calidad de vida», definido como una práctica diseñada para ampliar el bienestar y que apunta a la satisfacción del consumidor, más que a su utilidad en términos económicos (Lee, Sirgy, Wright y Larsen, 2002). Esta visión abre el camino a nuevos dominios de estudio referidos a factores tales como diversión y entretenimiento, calidad de vida, felicidad y autorrealización.
Desde la mirada de las empresas contribuir a la oferta hedonística puede representar una importante oportunidad para diferenciarse en el mercado
Silverstein y Fiske (2003) identificaron cuatro arenas emocionales en las cuales los consumidores de una clase media masificada buscan la satisfacción de sus necesidades. La primera es la del cuidado personal, que cobra mayor relevancia a medida que se acelera la vida cotidiana con un exceso de trabajo y actividades. Alimentación saludable, centros de bienestar y productos de cuidado personal serían las respuestas de consumo. La segunda arena se refiere a la búsqueda de nuevas experiencias, privilegiando la sensación de aventura y la superación de los límites de la rutina. La proliferación del turismo de aventura y los deportes extremos son evidencias de esa búsqueda. La tercera arena consiste en encontrar, construir, mantener y profundizar relaciones interpersonales, incluyendo parejas, amistades y familia. En términos de consumo, la exploración de esta arena se manifiesta en momentos de compartir, regalos, viajes sociales, entre otros. La cuarta arena se centra en demostrar el éxito y expresar los valores personales, así como la individualidad. Productos de marcas reconocidas ligados a la apariencia personal, accesorios, automóviles y tecnología se convierten en reforzadores de la imagen que se desea proyectar en el ámbito social. Este enfoque resulta interesante, porque toma en cuenta los cambios de estilo de vida, aunque exagera la atribución del bienestar al consumo de marcas de lujo masificado.
Una definición más reciente del bienestar del consumidor se debe a Burroughs y Rindfleish (2012), quienes hablan de la alineación entre las necesidades individuales y sociales por medio del consumo. Este enfoque se basa en la interacción de siete factores: emocionales, sociales, económicos, físicos, espirituales, ambientales y políticos (Mick, Pettigrew, Pechmann y Ozanne, 2012).
El bienestar del consumidor es un concepto multidimensional, en el cual se destacan las esferas personal y relacional. Un recorrido por la noción de bienestar del consumidor requiere explorar cuatro áreas o esferas de significados: la salud, el hedonismo, la espiritualidad y las relaciones. Los estudios recientes en estos campos permiten identificar implicaciones para las organizaciones al servir a sus clientes.
Salud, consumo y los cambios en la alimentación
Llegar a un consenso acerca de qué es la salud es difícil, por la diversidad de aspectos, condiciones y conductas que abarca el concepto en la actualidad. En la antigüedad, la salud se definía como la capacidad de las personas para desenvolverse en su entorno sin depender de otros, experimentar sufrimiento o incumplir sus obligaciones. Posteriormente adquiere auge la perspectiva «fisiologista», que concibe la salud como ausencia de enfermedad. La visión de la salud por oposición a daño, deterioro o alteración contó con amplia aceptación hasta la segunda mitad del siglo XX. En 1945, Andrija Stampar sugirió una aproximación más amplia, al concebirla como un estado de completo bienestar físico, mental y social, no solo como ausencia de afecciones o enfermedades (Piédrola, 2001). La propuesta de Stampar encuentra su máximo exponente un año más tarde en la Organización Mundial de la Salud, que la adoptó como definición oficial y reforzó la idea de salud en términos integrales y aplicables a las distintas áreas de la vida. Desde entonces son muchas las interpretaciones que han surgido para entender la salud y se han añadido otras dimensiones, tales como la social, la laboral y la espiritual.
Así como la noción de salud se ha vuelto más amplia e integral, también se ha ampliado, en cantidad, variedad y trascendencia, la gama de conductas que podrían considerarse saludables. Ejemplos de conductas saludables son ejercicio físico, alimentación balanceada, estilo de vida que reduzca las emociones negativas y favorezca las positivas, adherencia terapéutica a tratamientos médicos e incluso conductas preventivas y seguras en la vida cotidiana.
La conducta de consumo expresa una concepción de salud. Cualquier acto de consumo podría tener un impacto más o menos directo sobre el bienestar de las personas. Cuando una mujer decide ir a la peluquería, muchas personas pensarán que es un acto estrictamente vanidoso; pero, además del cuidado personal, este acto de consumo refleja la importancia que la apariencia personal tiene para ella y contribuye a su bienestar y el logro de sus metas. De igual modo, cuando una mujer decide comer algo que atenta contra su dieta, aun la ingesta hipercalórica puede considerarse saludable, pues darse un gusto constituye también una fuente de bienestar.
La identificación de un estilo de vida centrado en la espiritualidad abre las puertas a las empresas para conectarse de forma positiva y cercana con sus consumidores
Alimentarse es quizá una de las conductas de consumo que mejor refleja la forma de concebir la salud. Cada persona come lo que considera mejor para ella, entendiendo por mejor que la elección sea consistente con sus valores acerca del bienestar y el cuidado personal. El interés en alimentarse saludablemente es una tendencia característica del mundo moderno, ampliamente difundida en casi todas las áreas de la vida social. Comer sanamente se impone como una tendencia que ha incidido no solo en modificaciones de la ingesta nutricional, sino también en los horarios, porciones y tipos de alimentos.
Los consumidores de hoy exhiben más conductas de cuidado personal que las generaciones anteriores, lo cual converge en la búsqueda en el mercado de alimentos que proporcionen mayor salud y bienestar (Araya y Lutz, 2003). En un momento dado, la comida rápida puede ser concebida como conveniente, y en consecuencia saludable, pues ofrece una solución de rápida preparación, servicio e ingesta, lo cual por el apuro en que se vive actualmente es apreciado por los consumidores. Salud y nutrición son desplazadas por otros atributos como rapidez, conveniencia, acceso y bajo costo. Sin embargo, por sus incuestionables efectos negativos, ha crecido aceleradamente la demanda de comida rápida y sana. Esto explica el éxito de negocios que ofrecen un menú rápido y saludable, y la incorporación de propuestas afines al menú tradicional de muchos establecimientos.
El surgimiento de productos denominados funcionales, ligeros, dietéticos y ecológicos, se añade a los cambios que ha experimentado la dieta moderna y a la lista de nuevos hábitos alimentarios que se vislumbran como opciones importantes en el menú actual, para responder a las necesidades de bienestar. Ahora bien, el consumo de este tipo de productos se inserta en un contexto más amplio: el estilo de vida. Por ejemplo, un consumidor »verde» o ecosaludable no es solo una persona que prefiere productos ecológicos, sino también alguien muy interesado en que su consumo contribuya a satisfacer sus necesidades preservando el ambiente; por ello lleva un estilo de vida que favorece ambos aspectos. La jerarquía de atributos de estos consumidores es diferente de la de los consumidores tradicionales, a quienes les interesan más la calidad, el sabor y la imagen, mientras que a los consumidores verdes les interesa más el proceso de producción (Dakduk, 2011).
El estudio de la ingesta del consumidor como fuente de bienestar abre nuevos caminos a las empresas para el desarrollo de innovaciones. Cada vez más, las propiedades que las personas aprecian en los productos son las que contribuyen a su proyecto de vida y su noción de bienestar. De igual modo, estos cambios conducen a una reflexión sobre la forma en que muchas empresas les hablan y se acercan a sus clientes. Cuidado: la ingesta es mucho más que consumo nutricional y calórico.
Consumo hedonístico: placer contra utilidad
Si el hedonismo es la búsqueda del placer, considerado bien supremo y razón de ser en la vida, el consumo hedonístico es aquella faceta del comportamiento del consumidor relacionada con aspectos sensoriales, fantásticos y emocionales, que despierta la experiencia de uso de productos o servicios dirigidos a la obtención de placer. Tradicionalmente, el enfoque hedonístico ha sido considerado opuesto al utilitario: mientras que este se centra en el proceso de decisión, la funcionalidad y el análisis, el hedonístico se basa en la emoción, la interacción y los significados simbólicos de características subjetivas como la alegría o la empatía.
El placer tiene un carácter multisensorial; por ejemplo, el placer olfativo de una aromaterapia, auditivo de un concierto o táctil de una tela natural. Además, los estímulos pueden ser percibidos de manera simultánea; es decir, experiencias en las que intervienen todos los sentidos al mismo tiempo.
Datamonitor, empresa internacional de investigación de mercados, ha registrado en los últimos años la «tendencia sensorial», referida al deseo del consumidor de experimentar placer y sensaciones a partir de productos. Por ejemplo, en la categoría de alimentos la búsqueda abarca atributos que enganchen a todos los sentidos, en un apetito por descubrir gustos originales y combinaciones insólitas. El resultado es una experiencia más profunda e inspiradora que define la relación del consumidor con el producto. Sin embargo, los investigadores alertan sobre la variabilidad de las fuentes de placer: lo que puede sorprender y deleitar en un momento puede convertirse en rutinario y, por lo tanto, menos placentero.
Un reto para las empresas consiste en identificar aspectos novedosos y únicos que, además, puedan satisfacer demandas sensoriales subjetivas. Un caso de éxito en este sentido es el movimiento Slow Food, fundado en Italia en 1986 por Carlo Petrini, que hoy cuenta con más de 100 mil afiliados en 150 países. El movimiento rescata los valores del hedonismo gastronómico y considera el placer «un derecho humano fisiológico»: se espera que el acto de comer sea una acción placentera. Los establecimientos comerciales y comunidades afiliadas al movimiento deben seguir su filosofía de ofrecer y cultivar alimentos buenos, limpios y justos. Lo bueno resulta no solo de cualidades organolépticas sino también de la esfera relacionada con el valor afectivo de la comida; lo limpio se refiere al respeto de los ecosistemas naturales y lo justo se relaciona con la equidad en los intercambios de producción y comercialización. El éxito sostenido de la oferta Slow Food radica en su capacidad para renovarse, mediante la investigación y el rescate de antiguos cultivos y platos tradicionales y su constante combinación para lograr experiencias gastronómicas únicas.
El auge de los spas y espacios comerciales dedicados al cuidado personal responde, también, a la búsqueda de los consumidores de placer en dedicar tiempo para sí mismos. Hoy, el tiempo dedicado a uno mismo no es visto como algo egoísta, sino como una expresión del amor propio, en cuanto base para lograr un mejor equilibrio social y vital.
Desde la mirada de las empresas contribuir a la oferta hedonística puede representar una importante oportunidad para diferenciarse en el mercado y establecer lazos emocionales más significativos con los consumidores. Esta oferta no debe limitarse a productos y servicios específicos, sino que puede ser vista como un paragua amplio bajo el cual posicionar las marcas de diferentes categorías.
El consumo de la espiritualidad
La espiritualidad puede ser definida como el conjunto de creencias, actitudes, prácticas y tradiciones que trascienden los estados indeseables del ser. Puede relacionarse con religiones formales, sus cultos y rituales, pero también puede manifestarse en la búsqueda liberadora del individuo para devolverle la magia a su existencia. En el ámbito del comportamiento del consumidor, la espiritualidad ha sido estudiada en contraste con el materialismo y el consumismo (la búsqueda de la felicidad mediante el consumo), y también en relación con tendencias de connotación negativa, como la superstición, la credulidad y el pensamiento mágico.
El «mercadeo de calidad de vida» es una práctica diseñada para ampliar el bienestar y que apunta a la satisfacción del consumidor, más que a su utilidad en términos económicos
Estudios realizados por Tyler Stillman y sus colaboradores han mostrado que las experiencias espirituales tienden a reducir el deseo de consumo conspicuo; es decir, el que se realiza para reforzar sentimientos de estatus, prestigio y confort (Stillman, Fincham, Vohs, Lambert y Phillips, 2012). Sin embargo, en tiempos recientes la búsqueda de espiritualidad ha reclamado su dimensión de mercado, en la oferta de numerosas opciones para el consumidor que busca aliviarse de la presión cotidiana, encontrar su ser o recorrer caminos de superación personal, paz interior y armonía universal.
Un ejemplo de oferta espiritual, en su dimensión sincretista y no religiosa, puede verse en el movimiento New Age, desarrollado a partir de los años sesenta, que toma elementos de las tradiciones metafísicas orientales y occidentales. A lo largo de los años el New Age se ha contaminado con contenidos de psicología motivacional y autoayuda, elementos de salud holística, investigación de la conciencia y física cuántica. Su objetivo declarado es crear una espiritualidad sin barreras ni dogmas, que se fundamente en el equilibrio y la interrelación de mente, cuerpo y espíritu.
En esta oferta el consumidor de espiritualidad encuentra una enorme variedad de opciones que incluye redes, dinámicas, terapias, meditación y disciplinas corporales. A esta oferta de servicios se añade una enorme variedad de productos que van desde alimentos naturales, orgánicos y bioenergéticos, hasta vestuario y medicinas alternativas.
Una de las prácticas que ha ganado mayor número de seguidores en los últimos años es el yoga. En un estudio realizado en 2012 en Estados Unidos se encontró que más de veinte millones de personas practican esta disciplina (un crecimiento del 29 por ciento con respecto a 2008) y 44 por ciento de la población se declaran admiradores e interesados en practicarla. El perfil de este ejército de yoguis es mayoritariamente femenino (82 por ciento), con edades entre 18 y 44 años (62 por ciento) y motivado por flexibilidad (78 por ciento), equilibrio general (62) y alivio del estrés (60). Estos practicantes gastan más de diez millardos de dólares anuales en clases y productos que incluyen equipos, ropa, vacaciones y medios. Esta cifra se duplicó en los últimos cuatro años (http://www.yogajournal.com/press/yoga_in_america).
La identificación de un estilo de vida centrado en la espiritualidad abre las puertas a las empresas para conectarse de forma positiva y cercana con sus consumidores, en una sintonía superior a la que ofrecen los procesos convencionales de comunicación. La presencia de productos que acompañan el proceso de búsqueda espiritual incrementa el grado de compromiso y afianza los lazos de fidelización del consumidor.
Relaciones sociales: de los segmentos a las tribus
Las relaciones sociales son todas aquellas interacciones de las personas que son reguladas por normas sociales y pautas culturales. Relacionarse con otras personas es una actividad necesaria y primordial en la vida humana. Gracias a estas relaciones se forman los grupos sociales, que son la base para el desarrollo y la trasmisión de la cultura. Los grupos ejercen una poderosa influencia colectiva e individual, al establecer normas de pertenencia que rigen las relaciones, expresar valores que definen al grupo e informar a sus integrantes acerca del entorno que les rodea.
Socializar —la búsqueda activa de relaciones sociales— es un valor apreciado por muchas culturas como fuente de bienestar y compite seriamente con las exigencias de la vida moderna. La urbanización y el crecimiento de las ciudades, las presiones laborales y otras exigencias cotidianas hacen cada vez más difícil satisfacer necesidades como relacionarse con otros, hacer amistades, mantener contacto con amigos y seres queridos, incluso establecer relaciones de parejas. Esto crea un contexto propicio para el desarrollo y la comercialización de productos y servicios que favorecen el tan anhelado contacto social.
El comportamiento tribal surge en la sociedad moderna como una respuesta a la búsqueda de pertenencia a grupos sociales. El consumo tiene un papel clave en esta búsqueda: en el ejercicio de membrecía de la tribu se desarrollan comportamientos, preferencias y adopciones de productos y marcas como elementos definitorios y diferenciadores de los grupos (Auletta, 2008). La moda, por ejemplo, es un área de negocio estrechamente ligada a esta forma de organización social, porque el atuendo, las marcas y el estilo de ciertas prendas se adoptan como claves que definen la identidad de sus miembros. Esto explica por qué los góticos, emos y frikis, entre otras tribus, poseen estilos claramente distintivos entre la población de jóvenes.
Otras áreas de negocios contribuyen también a delimitar la identidad de la tribu. Actividades de entretenimiento, temas de interés y otros hábitos de consumo se cruzan en esta dinámica: las bebidas que ingieren, las comidas que prefieren, los lugares que frecuentan, los eventos en los que participan, la música que escuchan. Lo resaltante de las tribus es que su organización social es espontánea, pero no arbitraria. Las personas se unen con otras que comparten sus intereses, lo que resulta en un mercado diferenciado más accesible para las organizaciones que los segmentos tradicionales.
Las redes sociales virtuales, como instrumentos de consumo, han adquirido un papel poderoso en la búsqueda de bienestar social, pues contribuyen a satisfacer la necesidad de contacto y ese deseo de saber de los otros que ya no es posible cara a cara, como ocurría en el pasado. Cuál red se usa, cómo se usa, cuándo se usa y qué valor les otorgan las personas definen nuevos perfiles de consumidores y nuevas fuentes de bienestar.
Otra área de interés en el mundo de las relaciones es el surgimiento de negocios orientados a la búsqueda y la formación de relaciones de pareja, cuya propuesta de valor consiste en propiciar relaciones sociales entre personas que comparten intereses y desean conseguir su «media naranja». En sus versiones presenciales o virtuales, productos tales como viajes de solteros y citas a ciegas son solo una parte del universo de nuevas opciones que contribuyen a satisfacer una necesidad tan relevante como el amor y, con ello, alcanzar el bienestar.
El reto de las organizaciones ante la importancia de las relaciones es identificar, incluso desde el punto de vista etnográfico, la pertenencia, la aspiración y la forma de interacción de grupos específicos. Conocer en cuáles grupos sociales participan los consumidores es un factor clave para comprender y acercarse al mercado, así como desarrollar marcas con fuerte contenido relacional.
Retos para acercarse al consumidor
Esta exploración de las cuatro esferas de significados que se relacionan con el bienestar plantea una transición en el estudio del consumidor que va de lo utilitario a lo instrumental; es decir, el consumo visto como un medio para lograr un fin superior. Además, introduce la idea de que las personas no solo compran cosas por lo que son, sino por su significado y su contribución a la construcción de sus proyectos de vida.
Hoy los consumidores manifiestan aspiraciones más amplias en cuanto a su experiencia de consumo, lo cual redunda en una mayor exigencia al asignar sus preferencias y lealtades. Ello implica, para las empresas, mayor responsabilidad y compromiso en comprender las esferas de significados de sus clientes y el papel que desempeñan en sus vidas.
Nunzia Auletta y Silvana Dakduk, profesoras del IESA.
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