¿Democracia o dictadura? ¿Anocracia o autoritarismo competitivo? ¿A qué clase de dominación están sometidos los venezolanos desde hace casi dos décadas? Un examen de las características de diferentes formas de gobierno permite resolver el enigma que consume a la política venezolana.
Rafael Jiménez Moreno / 12 de noviembre de 2018
Es peligroso dar a las cosas su nombre verdadero.
Johann Wolfgang von Goethe
No llamar a las cosas por su nombre agrava el mal en el mundo.
Albert Camus
Al inicio del último trimestre de 2016 los líderes de la oposición venezolana derrochaban resolución, confianza y dinamismo en sus declaraciones públicas. Los partidos políticos agrupados en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) marchaban cohesionados rumbo al logro de un objetivo común: organizar en tres días (26, 27 y 28 de octubre) el proceso de recolección de firmas ―al menos veinte por ciento del padrón electoral― para activar un referendo revocatorio del mandato de Nicolás Maduro. La premura estaba justificada, por la excelente ubicación de la oposición en las encuestas y la necesidad de dotar de eficacia política al controvertido mecanismo de consulta popular (exclusivo del ordenamiento legal venezolano). Además, cualquier remoción electoral del jefe de Estado posterior al 10 de enero de 2017 —fecha de inicio del quinto año de gestión administrativa— implicaba el ascenso inmediato del vicepresidente y, por lo tanto, la continuidad de la revolución bolivariana.
El 20 de octubre de 2016 sucedió un acontecimiento para muchos impensable: el desmoronamiento, a golpe de tuits, de una ilusión colectiva. Los primeros cuatro «trinos» llegaron de la cuenta del entonces gobernador del estado Aragua, Tareck El Aissami. Sus mensajes informaban de la orden del Tribunal Penal de ese estado de suspender la recolección de firmas en el territorio bajo su jurisdicción, como consecuencia de la admisión de una denuncia presentada por el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) contra la MUD, por la supuesta comisión de fraude en el proceso de recolección del uno por ciento de las firmas. La desilusión se tornó mayor cuando Francisco Rangel Gómez y Francisco Ameliach, gobernadores de los estados Bolívar y Carabobo, respectivamente, informaron en Twitter que los tribunales penales de ambos estados habían decidido suspender el proceso de recolección de «manifestaciones de voluntad» en sus territorios. Más tarde serían oficializadas otras dos sentencias de tribunales en Apure y Monagas. Tocó al Consejo Nacional Electoral (CNE), al final de la tarde, entonar el réquiem del proceso con una escueta nota de prensa.
¿Algo muere? ¿Algo nace?
Durante años, la definición técnica del régimen chavista monopolizó la discusión ilustrada. Historiadores y politólogos han sido emplazados, ya en tribunas de opinión de la prensa escrita, ya en los espacios informativos de los medios audiovisuales, a dar por fin con la denominación exacta del fenómeno conocido como «la revolución bolivariana». Los días previos a la ráfaga de tuits de los voceros oficiosos del Poder Judicial, el consenso académico consistía en el reconocimiento de un precario sistema de libertades. Sin embargo, para el 21 de octubre había un convencimiento generalizado de que las cosas habían cambiado.
El padre José Virtuoso, rector de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), resumió el momento nacional con las siguientes palabras: «Hoy amanecemos con un nuevo régimen político. Uno en el que no se respeta la voluntad popular ni las peticiones de la gente… Hemos pasado del autoritarismo competitivo al autoritarismo completo» (Moreno Losada, 2016). Margarita López Maya (2016) fue otra de las personalidades públicas que acusó «el golpe»: «La reciente decisión del CNE, desde una lógica racional-legal, carece de sentido y nos colocó abiertamente en un ejercicio dictatorial del poder».
Para la organización Freedom House también se cayeron las caretas. En su informe «Libertad en la red», de 2015, calificó a Venezuela de país «medianamente libre»: los derechos políticos y las libertades civiles se encontraban en declive. Pero, como producto de los sucesos del 20 de octubre de 2016, modificó su opinión. En un despacho de la Agencia EFE (2017) de fecha 31 de enero de 2017 puede leerse: «La combinación de gobierno de mano dura y extrema mala gestión económica del presidente venezolano, Nicolás Maduro, empujó a su país al estatus de “no libre” por primera vez en 2016».
La Unidad de Inteligencia de la revista The Economist lleva nueve años presentando el Índice Democrático: una evaluación de los tipos de sistemas políticos a la luz de cinco indicadores (procesos electorales y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política). El grado de cumplimiento de estos criterios ―el número 10 representa el óptimo― define cuatro categorías: democracias plenas (entre 8 y 10), democracias defectuosas (entre 6 y 7,9), regímenes híbridos (entre 4 y 5,9) y regímenes autoritarios (menos de 4). En el Índice Democrático de 2016, Venezuela todavía figura entre los cuarenta países con sistema político «híbrido» (Martínez, 2017). Esta calificación (régimen híbrido) es compartida, aunque con otro nombre, por Polity IV, un proyecto del Centro para la Paz Sistémica destinado a desarrollar un índice evaluativo de las características de los gobiernos, según el cual en Venezuela rige una «anocracia abierta»: regímenes incoherentes o mixtos, a medio camino entre autocracia y democracia (Marshall y Elzinga-Marshall, 2017).
¿En qué medida la suspensión sine die del proceso de convocatoria del referendo revocatorio representó, en verdad, el paso de Venezuela de «medianamente libre» a «no libre»? ¿Han sido los venezolanos testigos de un acontecimiento histórico, como es la transformación de un régimen híbrido o una anocracia en otro sistema caracterizado por el «ejercicio dictatorial del poder»? El 20 de octubre de 2016, ¿qué murió realmente? ¿La democracia o la esperanza de su existencia?
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