A finales de 2022 el SVB era el decimosexto banco de Estados Unidos. Sus activos, un poco más de 212.000 millones de dólares, representaban el 0,8 por ciento del sistema financiero. Este caso muestra que un mayor blindaje del sector frente a eventos de naturaleza extraordinaria requiere mayor capitalización de las instituciones y supervisión más continua y costosa.
Martin Wolf, columnista del Financial Times, señaló hace poco que los bancos están diseñados para fallar, y fallan. Esta frase sintetiza magistralmente la naturaleza de las instituciones financieras: se apoyan en depósitos del público para captar los recursos que luego prestan.
Dado que los bancos son frágiles por diseño, la sociedad ha desarrollado regulaciones para limitar el impacto de conductas inapropiadas y riesgosas de los directores de las instituciones financieras, así como mecanismos de aseguramiento de los fondos depositados por los pequeños ahorristas: los conocidos fondos de garantías de depósitos.
La reciente quiebra del Silicon Valley Bank (SVB) es sin duda alguna una prueba de fuego para la Ley de Reforma de Wall Street y Protección al Consumidor (conocida como ley Dodd-Frank, de 2010), promulgada por el Congreso de Estados Unidos para responder a la gran crisis financiera de 2007-2009. La Dodd-Frank tenía entre sus premisas de diseño identificar actividades que pudieran inducir riesgo sistemático en la industria bancaria y exigir capital adicional a instituciones de gran tamaño que pudieran, en caso de fallar, producir un efecto dominó que se llevara por delante al resto de la economía.
Desde la promulgación de esa ley hubo un gran cabildeo para tratar de minimizar sus requisitos. Las exigencias adicionales de capital o los límites a la composición de los activos de la banca afectaban directamente la rentabilidad de estos negocios, así como los esquemas de remuneración de sus gerentes.
Los bancos regionales, entre los cuales estaba el SVB, argumentaban que no tenían un tamaño suficientemente grande para poner en peligro al sistema financiero en caso de una quiebra, y que por ello no se les debía imponer la misma capitalización y las mismas exigencias de reporte de las grandes instituciones de la industria. En algún sentido, la «dimensión regional» parecía actuar como una especie de cortafuego que impediría la propagación del riesgo.
El cabildeo de los bancos de mediano tamaño logró que en el año 2018 el Congreso de Estados Unidos los eximiese de tomar las llamadas «pruebas de esfuerzo» (stress test) que, de haberse aplicado al SVB, hubiesen mostrado lo vulnerable que era su cartera de bonos a las subidas de las tasas de interés.
La versión vigente de la Dodd-Frank fija en 250.000 millones de dólares en activos el umbral a partir del cual un banco se considera grande. En la versión de 2010 ese monto era 50.000 millones de dólares.
A finales de 2022, el SVB era el decimosexto banco de Estados Unidos, dentro de un universo de 4.175 instituciones que manejaban en conjunto 23,6 billones de dólares en activos. Los activos del SVB, un poco más de 212.000 millones de dólares, representaban el 0,8 por ciento del sistema financiero.
El caso del SVB muestra que el tamaño de una institución bancaria no es una medida robusta del potencial de riesgo sistemático que esta puede imprimir al sistema financiero. Un mayor blindaje del sector —frente a eventos de naturaleza extraordinaria como una pandemia, una guerra o un alza extraordinaria de tasas de interés— requiere una mayor capitalización de las instituciones y una supervisión más continua y costosa de los reguladores.
La cobertura del Fondo de Garantía de Depósitos estadounidense (FDIC, por sus siglas en inglés) es de 250.000 dólares por cuenta y, obviamente, es poco lo que ayuda cuando la mayoría de los depósitos pertenecen a empresas (95 por ciento en el caso del SVB).
La hipótesis de diseño de los fondos de garantías de depósito es que las empresas tienen mayores capacidades que los individuos para evaluar el riesgo de insolvencia de los bancos en los que colocan su capital de trabajo, y que, por lo tanto, tales recursos no deben estar asegurados. El caso del SVB muestra que este supuesto tal vez es muy optimista.
Asegurar toda la base de depósitos de un banco es económicamente impensable. Por ello, cada vez que se requiere proteger los depósitos de clientes sofisticados, se reactiva la discusión sobre los cambios que requiere el modelo de negocios de los bancos comerciales para minimizar el uso de dinero del público y de las empresas.
En un extremo se plantea que los bancos centrales abran cuentas corrientes para el público en general, y evitar el problema de las quiebras bancarias. Pero, si este fuese el caso, ¿quién fondearía las actividades crediticias y otros servicios que tradicionalmente ha prestado la banca comercial desde que en 1406 se fundara en Génova el Banco di San Georgio?
La quiebra del SVB muestra también que las corridas bancarias en la era digital se producen a tal velocidad que dejan sin margen de maniobra a las instituciones financieras. Esto obliga a los organismos reguladores a desarrollar mecanismos ad hoc para proveer liquidez a los bancos, y tratar así de minimizar los efectos negativos sobre los actores económicos.
El problema subyacente es que el auxilio de los depositantes siempre ocasiona costos para los contribuyentes. Eso es lo que en Estados Unidos se ha tratado de evitar con la promulgación de la ley Dodd- Frank.
La esperanza es que los problemas recientes de los bancos medianos estadounidenses y algunos bancos europeos no sean el germen de un problema mayor. De las crisis siempre se aprende y, por ahora, se puede concluir que para los ejecutivos bancarios el tamaño sí importa.
Carlos Jaramillo, director académico del IESA.
Este artículo se publica en alianza con Arca Análisis Económico.