Como consecuencia de la digitalización de los mercados financieros y los cambios de las regulaciones a raíz de la crisis de 2007-2009, se redujo la participación de los bancos comerciales en la intermediación de títulos valores. Hoy los actores (tradicionales y nuevos) operan en un ecosistema complejo en el que a veces resulta difícil identificar con quién se compite.
A menos que usted sea una persona muy interesada en los mercados financieros, nombres como Citadel Securities, Jane Street, Susquehanna International Group, XTX Markets y DRW deben decirle muy poco. Pero, si se añade que ellos aglutinan más del treinta por ciento del volumen de transacciones en acciones y otros instrumentos financieros, seguro que captarían rápidamente su atención.
La digitalización de los mercados financieros —unida a cambios en el marco regulatorio ocasionados por la gran crisis financiera de 2007-2009— trajo como consecuencia la reducción de la participación de los bancos comerciales en la intermediación de títulos valores en las bolsas de valores convencionales. En el mundo previo a la crisis, los bancos de inversión apostaban a un modelo de negocio muy consolidado, con clientes que movían grandes cantidades de dinero y pagaban jugosas comisiones. Los nuevos actores apuntaron a captar los mismos negocios: ofrecían una rápida velocidad de ejecución y, sobre todo, mínimos costos transaccionales.
La posibilidad de acumular y procesar datos sobre transacciones recientes y los flujos de nuevas operaciones gracias a las nuevas tecnologías, así como la disponibilidad de un ejército de individuos con avanzadas destrezas en matemática, ha permitido desarrollar productos y estrategias de inversión impensables a principios de este siglo. En pocas palabras, los nuevos actores entraron en el juego comercial de gran volumen y bajo margen con innovación tecnológica.
Gracias a la aparición de los nuevos actores, es mucho más económico invertir en los mercados financieros de los países desarrollados.
Gracias a la aparición de los nuevos actores, es mucho más económico invertir en los mercados financieros de los países desarrollados. La liquidez de los instrumentos financieros ha aumentado y estos beneficios se transfieren a los pequeños inversionistas, lo que despeja un poco más el camino hacia la democratización de los mercados de capitales. La competencia también ha obligado a los bancos tradicionales a invertir en tecnología y, en general, podría decirse que la calidad de sus servicios ha mejorado.
Como los nuevos actores no financian sus operaciones con depósitos del público, se supone que promueven, internamente, una cultura de la precaución. Además, mantienen «colchones de liquidez» para cubrir movimientos bruscos de los mercados financieros, pues no cuentan con auxilios del gobierno estadounidense en caso de una crisis.
Desvincular los depósitos del público del financiamiento de liquidez en los mercados financieros refleja el espíritu de la ley Dodd-Frank, que reorganizó el sistema de regulación financiera estadounidense luego de la gran crisis de 2010. Sin embargo, así como el crecimiento de los nuevos actores ha traído beneficios a los mercados financieros, también ha aportado complejidad a su funcionamiento.
Hoy los actores —tanto tradicionales como nuevos— operan en un ecosistema complejo en el que son simultáneamente clientes, competidores y contrapartes. En esta dinámica a veces resulta difícil identificar con quién verdaderamente se compite.
La transformación del ecosistema financiero comenzó con los clásicos instrumentos de renta variable, pero paulatinamente se ha extendido a títulos tradicionalmente menos líquidos: su alcance se ha expandido a los mercados de bonos y préstamos tanto bancarios como no bancarios.
Con el nuevo gobierno de Trump se sumarán a esta lista todos los actores pertenecientes al circuito de los criptoactivos. Durante los últimos años, estos actores han luchado por ser reconocidos por el mundo financiero formal, incluidos los reguladores, pues sin su aceptación no es posible universalizar el uso de sus productos.
Uno de los grandes retos en este nuevo mundo de transacciones financieras es, como era de esperarse, regular a las nuevas instituciones y sus productos. En muchos casos no se conoce con precisión cómo operan ni cómo funcionan unos productos financieros diseñados con modelos matemáticos de enorme complejidad.
La banca de inversión tradicional poco a poco se desdibuja. Probablemente no desaparezca de un todo, pero tendrá que evolucionar para ajustarse a las exigencias de un nuevo mundo que incorpora las nuevas tecnologías a pasos agigantados. De no hacerlo correrá la suerte de los dinosaurios.
Carlos Jaramillo, vicepresidente ejecutivo del IESA.
Este artículo se publica en alianza con Arca Análisis Económico.
Suscríbase aquí al boletín de novedades (gratuito) de Debates IESA.