El consumidor posmoderno es el nuevo epicentro de valor del lujo: lo importante es su experiencia única, sus aspiraciones y emociones. Hoy el lujo trasciende el masstige y las falsificaciones, y consagra el derecho individual a encontrar y celebrar el propio y particular lujo.
Decir que el lujo es lo más democrático del mundo es una frase que no está exenta de polémica, pero recoge una de las características más extendidas hoy sobre el consumo de lujo. Tradicionalmente asociado a bienes muy valiosos y escasos, el consumo de lujo se refiere a pocas cosas muy difíciles de alcanzar y se asocia también con mucho dinero. ¿Qué puede haber de democrático en ello? Muy fácil: todo el mundo tiene su noción personal de lujo.
Hace algún tiempo, en las investigaciones de mercadeo se encontraba que, sin importar su nivel socioeconómico, la persona entrevistada tenía una clara noción de lo que era un lujo para ella. «Reunir para irme un fin de semana con la “jeva” a Morrocoy» era, por ejemplo, la definición típica de un motorizado. Ya estaba pensada, ya estaba procesada. La frase destila la idea de que, una vez hechas las cosas esenciales, iba a dedicar recursos a escaparse a las playas de Morrocoy.
Ese carácter profundamente individual de la percepción del lujo es, quizás, el sello distintivo del consumidor posmoderno. La posmodernidad, en su rechazo a las grandes narrativas únicas y jerarquías establecidas, fragmentó el concepto de valor.
Ya no existe una autoridad central —una revista, una casa real, un diseñador de modas— que dicte de manera incuestionable qué es y qué no es lujo. En su lugar, el individuo es el nuevo epicentro de significado, que construye su universo de lujo a partir de una experiencia de vida única, de sus aspiraciones, carencias y contextos emocionales.
Ni Dios se ha salvado de este proceso. Del Dios Todopoderoso, omnisciente, que todo lo ve y todo lo sabe, del Dios de la historia, se pasó a «mi Diosito», un Dios que está pendiente de los detalles pequeños y específicos de quien lo invoca: un puesto donde estacionar el carro en la calle sin que se lo lleve la grúa o que la tienda no haya cerrado aun después de su horario de trabajo.
Para este nuevo consumidor, el lujo no es una categoría objetiva predefinida, sino una experiencia subjetiva de valor. El viaje a Morrocoy no es «menos lujoso» que un resort en las Maldivas; es, potencialmente, más lujoso en términos emocionales y simbólicos. Representa la conquista de un espacio de libertad e intimidad en una rutina de trabajo y un entorno sociocultural realmente retador y agotador.
El lujo, por lo tanto, deja de ser un atributo del objeto para convertirse en una cualidad de la experiencia vivida por el sujeto. Es el valor que se le asigna al tiempo robado al trabajo, a la desconexión del viaje, a la reconexión con la pareja, al disfrute de un paisaje familiar pero muy preciado.
El lujo se ha democratizado, no porque todos puedan acceder a un Bentley, sino porque todos tienen la potestad —y la necesidad— de definir su propio concepto de lujo.
Esta personalización radical del lujo explica por qué un mismo objeto puede ser trivial para unos y profundamente lujoso para otros. El lujo posmoderno es un acto de autodefinición. Lo que se elige considerar un lujo personal se convierte en una declaración de quién eres, qué valoras y qué historia quieres contar sobre ti.
No se trata de poseer lo que todos codician, sino de encontrar y disfrutar aquello que representa la culminación de un deseo personal, la materialización de un logro o simplemente el permiso para regalarse un momento de auténtico placer en los términos que uno mismo define. El lujo se ha democratizado, no porque todos puedan acceder a un Bentley, sino porque todos tienen la potestad —y la necesidad— de definir su propio concepto de lujo.
El masstige —término acuñado en mercadeo para denominar la apelación a lo masivo con cualidad de prestigio, derivado de la combinación de mass y prestige en inglés— logró en una primera fase acercar las marcas de lujo a un consumidor que no podía acceder a ellas. De ahí surgieron líneas de accesorios, perfumes, cosméticos, ropa íntima y otros objetos pequeños (no olvidar, por ejemplo, el Mercedes clase A) que permitían al usuario promedio, y no tan promedio, vivir la experiencia de una gran marca, una marca de lujo, sin pagar precios de lujo.
Las copias y falsificaciones también intentaron lo propio inundando el mercado con productos que parecen de lujo. Se llaman de lujo, pero el precio las delata, solo que al consumidor le importa poco que su entorno se diera cuenta.
Hoy son los consumidores quienes han dado un paso al frente y han decidido definir lo que es su lujo, su propia versión, su propio Morrocoy.
Ricardo Vallenilla, profesor del IESA.
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