Para que una obra de arte pueda considerarse un vehículo de inversión, debe cumplir tres criterios: exclusividad, autenticidad y deseabilidad. Las generalizaciones son peligrosas, pues las oportunidades de obtener retornos extraordinarios en un mercado de precios opacos y ninguna regulación que proteja a los inversionistas deben ser escasas.
En términos financieros, las obras de arte se clasifican en el grupo de las «inversiones alternativas», que no pertenecen a las categorías de renta fija, renta variable o efectivo. Cuando se refieren al arte como inversión, quienes diseñan estrategias para inversionistas institucionales se preguntan por los retornos que pueden obtenerse de poseer obras por largos periodos, la correlación de esos retornos con los de otros activos financieros emblemáticos y su efectividad como protección contra la inflación.
Pero en el caso de las personas naturales —no de grandes mecenas de las artes que tratan sus colecciones como empresas en marcha— es necesario meditar sobre algunas características de estos potenciales vehículos de inversión. ¿En qué medida debe distinguirse el interés del coleccionista del objetivo del inversionista?
Según Jonathan Guthrie, columnista británico especializado en mercados de capitales globales, en ausencia de mediciones objetivas de calidad, para que una obra de arte pueda considerarse un vehículo de inversión debe cumplir tres criterios mutuamente dependientes: exclusividad, autenticidad y deseabilidad. Sobre la autenticidad hay poco que decir, siempre que se conozca a ciencia cierta la identidad del autor. Para ello es necesario conocer la trayectoria de la obra desde el momento en que salió del estudio: quiénes fueron sus sucesivos dueños a lo largo de los años. Una obra sin historia puede convertirse en un problema.
La exclusividad se refiere al volumen de producción de un artista y los canales usados para comercializar su obra. Como es de imaginarse, exclusividad y valor no tienen por qué ser sinónimos. Esto es algo que los coleccionistas novatos tienden a olvidar. Sufren lo que Guthrie denomina «el efecto de la dotación»: la propensión de los propietarios a sobrevalorar sus posesiones personales.[1]
Las oportunidades de obtener retornos extraordinarios en un mercado de precios opacos y ninguna regulación que proteja a los inversionistas deben ser escasas.
La deseabilidad la determinan las opiniones de los expertos y la moda. Las tendencias se desarrollan de forma impredecible, debido al trabajo de los galeristas y los mercaderes de arte (dealers), los gustos de los coleccionistas y, por supuesto, la valoración de los académicos. Ellos deciden cuáles obras de arte son símbolos de estatus que, en última instancia, es lo que apuntalará sus precios.
Los coleccionistas con expectativas de inversionistas deben cuidarse de hacer caso de generalizaciones que abundan en el mundo de los comerciantes de arte. No es verdad que el valor de una obra de arte aumenta solamente por el paso del tiempo.
El caso de Andy Warhol es ilustrativo. Su trabajo basado en las imágenes comerciales de las sopas Campbell y las esponjas de acero Brillo, que podía adquirirse en las galerías neoyorquinas por el orden de los mil dólares en 1969, llegó a subastarse por más de tres millones en Christie’s en 2010. Esta ganancia equivale a un retorno promedio compuesto de 21 por ciento anual, frente a poco menos de 10 por ciento del S&P 500.
Para medir el desempeño financiero del mercado del arte hay la tentación de construir un índice equivalente al S&P 500 con las obras de artistas considerados relevantes. Esta labor es compleja, pues estos índices excluyen a los artistas con pocas transacciones en los mercados secundarios y, además, sufren de lo que en teoría financiera se conoce como «sesgo de supervivencia», que ocurre cuando se registran solamente las transacciones de los artistas que se cotizaron frecuentemente debido a su éxito comercial y no las de quienes no tuvieron éxito. Se calculan, entonces, retornos sesgados al alza por la ausencia de precios de las obras de artistas que fracasaron comercialmente.
No es posible invertir en un índice de arte como se haría en un índice bursátil. Los retornos de la inversión en arte se ven seriamente reducidos por las comisiones de compra y venta, sustancialmente mayores (generalmente superiores al veinte por ciento) que las de instrumentos financieros convencionales.
Coleccionar arte debería verse más como una pasión que como una inversión.
Las oportunidades de obtener retornos extraordinarios en un mercado de precios opacos y ninguna regulación que proteja a los inversionistas deben ser escasas. En un influyente trabajo de 1986, William Baumol calculó que el retorno de una cartera de obras de arte era inferior al de los títulos del Tesoro estadounidense.[2] Bruno Frey y Reiner Eichenberger publicaron en 1995 un artículo sobre el retorno de la inversión en arte, en el cual revisaron más de veinte artículos académicos que reportaron resultados muy similares a los de Baumol.[3]
Coleccionar arte debería verse más como una pasión que como una inversión, pero vale la pena tomar en cuenta el consejo de Ella Fontanals, una coleccionista de arte muy conocida en Hispanoamérica, quien sugiere a los nuevos coleccionistas invertir en artistas de su generación para que aprecien de manera más directa las tendencias e inquietudes que se reflejan en sus obras. Si el artista gana notoriedad, la colección ganará valor. Todo sea por amor al arte.
Carlos Jaramillo, vicepresidente ejecutivo del IESA.
Este artículo se publica en alianza con Arca Análisis Económico.
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Notas
[1] Guthrie, J. (2024, 27 de noviembre). It’s bananas to regard art as an investment. Financial Times. https://www.ft.com/content/daf9da5e-3d76-4e02-bf81-3c68d39c0498
[2] Baumol, W. J. (1986). Unnatural value: Or art investment as floating crap game. American Economic Review, 76(2): 10-14. Papers and Proceedings of the Ninety-Eighth Annual Meeting of the American Economic Association.
[3] Frey, B. S. y Eichenberger, R. (1995). On the rate of return in the art market: Survey and evaluation. European Economic Review, Elsevier, 39(3-4), 528-537, abril.