Conversación con Erik Del Bufalo, filósofo y profesor de la Universidad Simón Bolívar (Caracas).
Para el jefe del Departamento de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar la superación del oscurantismo militarista requiere retomar los principios fundamentales del proyecto republicano liberal: la división de poderes y la eliminación de controles excesivos sobre la actividad económica.
Desde los tiempos de Sócrates y Platón se sabe que los filósofos tienen sus seguidores. Por eso, no resulta sorprendente que Erik Del Bufalo, filósofo de la modernidad, estudioso de la influencia del mundo del espectáculo en el imaginario político contemporáneo, tenga más de 15.000 seguidores en la red social Twitter. Lo que llama la atención es que, a diferencia de muchos políticos y profesionales de la opinión pública, Erik Del Bufalo no tenga miedo a perder seguidores por expresar en términos tajantes sus juicios acerca de la situación actual del país, como lo demuestra el tuit que envió el pasado 26 de febrero: «Lo siento ―no me siga más si quiere―, [los diputados de la Asamblea Nacional] ni siquiera han hecho lo más fácil que era recomponer el TSJ».
Crítico del gobierno y de la oposición, citado a conveniencia por cada sector, Erik Del Bufalo es el invitado ideal para una entrevista periodística, pues no teme a las preguntas. Ramón Piñango, Virgilio Armas Acosta y Rafael Jiménez Moreno, de Debates IESA, conversaron con el actual director del Departamento de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar.
Con respecto al presente venezolano, ¿cuál es su mayor preocupación?
Me preocupa la escisión radical que existe entre la sociedad venezolana y el Estado venezolano. La sociedad no puede seguir siendo mantenida por el Estado, debe procurar ser más productiva, ser capaz de producir riqueza. La historia nacional nos enseña que no es conveniente que la riqueza esté en manos del Estado porque, al ser de naturaleza clientelar, incentiva la llegada de los peores a la administración pública. El Estado venezolano es tan solo un botín del malandraje. Y la razón es muy sencilla: el malandro va allá donde está el poder, para aumentar su influencia y su patrimonio.
En 1989 Venezuela era un país socialmente desgastado, pobre. La sociedad tenía la firme creencia de que las riquezas estaban en el Estado. Esa visión era compartida con los agentes políticos que pregonaban una ruptura revolucionaria. El chavismo llegó, pues, para apropiarse del botín, para hacerse dueño del petróleo y de las divisas. Y esa es la tragedia venezolana: mientras el Estado siga siendo el dueño absoluto de las riquezas no habrá incentivos para la consolidación de una sociedad civil fuerte y autónoma.
¿Plantea cerrarle el grifo de la riqueza petrolera a la sociedad venezolana?
A la sociedad no, al Estado. La solución pasa por abrir la industria petrolera.
¿Abrirla a quién?
A quien quiera explotarla.
¿A las empresas multinacionales?
¿Qué tiene de malo? Es tiempo de cuestionar los mitos que nos empobrecen. Por ejemplo, bastaría con observar los pocos indicadores existentes a la fecha para comprobar que somos más pobres que la Venezuela del año 1974. En ese tiempo los ciudadanos tenían mejor calidad de vida, inflación moderada, seguridad pública, atención sanitaria y tejido empresarial.
«Una sociedad abierta, esencialmente, es aquella donde el Estado no tutela los intercambios de los ciudadanos entre ellos y otras comunidades»
¿Por qué fija el punto de quiebre en 1974?
Porque al año siguiente, en 1975, se nacionalizó el petróleo. A partir de allí arranca la decadencia. El Estado venezolano, al convertirse en el dueño de la principal fuente de riqueza, se vuelve apetitoso a los ojos de los aventureros, los oportunistas y los corruptos. La medida como tal no hacía falta, porque el Estado podía cumplir con eficiencia sus funciones con lo recaudado por concepto de regalías e impuestos a la industria de hidrocarburos. En el fondo, estamos en presencia de un error de diseño institucional: quien tiene las armas no puede tener la plata. En Venezuela, quienes detentan el Estado tienen las armas, la ley y el dinero.
¿Entonces cuestiona la existencia de Pdvsa?
Pdvsa puede existir, pero es vital que haya además otras empresas petroleras en la industria, para que de ese modo no pueda constituirse un megapoder que esté por encima de la sociedad y la someta.
Pero no toda la historia de Pdvsa puede asociarse con concentración de poder o pillaje. Por ejemplo, existe un consenso acerca de la exitosa gestión del general Rafael Alfonzo Ravard en los años iniciales de la empresa. ¿La culpa de la decadencia no recaerá más bien en las élites y su pérdida de compromiso con la noción de país?
En este punto quisiera detenerme. Es obvio que en un país siempre tiene que haber unas élites. Pero conviene hacerse una pregunta: ¿qué clase de élites se estimuló en Venezuela al momento de nacionalizar el petróleo? A mi modo de ver se estimularon unas élites depredadoras, enfocadas en tener influencia en el Estado o administrar directamente el botín petrolero, mediante el uso de la actividad política como mecanismo de acceso a las arcas públicas. Insisto, y disculpen el tono radical, el Estado venezolano pasó a ser administrado por bandas en lugar de funcionarios con méritos técnicos.
De la Gran Venezuela a la carpeta de Cadivi
Aparte de la visión del Estado como botín, ¿qué otro punto en común tienen las élites venezolanas y la sociedad civil venezolana?
A los venezolanos los une el miedo a convertirse en una «sociedad abierta», para utilizar una expresión políticamente neutra. La actual sociedad venezolana se encuentra encerrada en el cerco que el Estado le tiende día a día; la somete con innumerables recursos de control, entre los cuales quizás el más anecdótico sea la carpeta de Cadivi. En sus actos, el Estado le dice a la sociedad: «Te humillo para que tengas acceso a una renta que también te pertenece».
La expresión «sociedad abierta» recuerda al filósofo Karl Popper. Usted, ¿en qué sentido la entiende y la explica?
Una sociedad abierta, esencialmente, es aquella donde el Estado no tutela los intercambios de los ciudadanos entre ellos y otras comunidades. Hay un libre flujo de bienes materiales y culturales. No se trata de la perspectiva del liberalismo clásico, porque supera la visión estrictamente económica o política. Hay una concepción integral que torna las ideas nacionalistas, asociadas con movimientos tanto de derecha como de izquierda, en arcaísmos, visiones despóticas del pasado.
Pero, citando el famoso ensayo de Popper, la sociedad abierta tiene sus enemigos…
Los enemigos de la sociedad abierta en Venezuela son aquellos que tienen en los controles su fuente de negocio. A nosotros nos hace falta un modelo liberal en términos políticos, con economía libre y un Estado capaz de actuar efectivamente para solventar las fallas del mercado. No estoy hablando de neoliberalismo, que es históricamente reciente. Me refiero a la base de principios del modelo republicano liberal, que viene del siglo XVIII. La sociedad no está para ser tutelada, de modo clientelar o despótico, por el Estado. Venezuela merece convertirse en una sociedad abierta, diversa, donde cada vida humana sea respetada por su dignidad. Esta valoración constituye el punto de inicio de un ciclo virtuoso, dado el efecto propagador de los buenos ejemplos y las prácticas culturales.
«El Estado venezolano, al convertirse en el dueño de la principal fuente de riqueza, se vuelve apetitoso a los ojos de los aventureros, los oportunistas y los corruptos»
Pero, ¿instalar una sociedad abierta en una colectividad de pobres no desemboca en un desastre, en un mundo donde sobreviven los más poderosos, porque arrancan con ventajas? ¿No es la salvaguarda de los más débiles una de las razones del Estado?
Para responder la pregunta, tomemos el caso de China, donde todavía hay muchos pobres. ¿Por qué China, a pesar de ser una potencia económica y tener un Estado todopoderoso, es una sociedad mayormente miserable? La razón: porque en China los campesinos y los obreros de determinadas fábricas ganan un dólar al día. La tragedia del pueblo chino es que en su país hay un liberalismo económico sin liberalismo político.
Brasil ilustra muy bien el caso de una sociedad abierta en un contexto capitalista. Suecia y Noruega ejemplifican la coexistencia de la idea de «sociedad abierta» con una ideología socialista que no está deformada por corrientes marxistas como el leninismo, el estalinismo o el maoísmo. Cuando se analizan las reservas que tienen los pensadores de extrema izquierda con respecto a la idea de «sociedad abierta» se encuentra la noción nefasta del «hombre nuevo»; esto es, que no puede alcanzarse una sociedad abierta en tanto no haya un hombre nuevo. Y la forja del hombre nuevo sirve de excusa para iniciar un proceso de anarquía y destrucción de las prácticas culturales y las tradiciones de una sociedad.
La idea del «hombre nuevo» tiene mucho que ver con el francés Emmanuel-Joseph Sieyès, intelectual jacobino del siglo XVIII, quien fue el primero en emplear el término «sociología». Este pensador soñaba con reconvertir al campesino francés en un ciudadano de la moderna sociedad industrial. El parto del «hombre nuevo» se haría, a juicio de Sieyès, con el auxilio de un Estado pedagogo que enseñaría al campesinado la falsedad y la nulidad de toda legitimidad política sustentada en la noción del derecho divino; en otras palabras, la educación pública como el mecanismo por excelencia de creación del «hombre republicano». Pero esta idea de la Revolución Francesa, de que el Estado debía ser el pedagogo de la sociedad y llevar a cabo un proceso de reingeniería humana, es falsa, peligrosa y, vista bien, canalla. Y digo canalla, porque el ser humano tiene una identidad propia que debe ser respetada.
Aunque también la derecha sueña con una suerte de «hombre nuevo». Y uno lo advierte cuando escucha a ciertos miembros de la élite decir: «Venezuela sería toda una potencia económica si no fuese por los venezolanos». Se quejan del nivel educativo del pueblo. Pero, ¿qué han hecho para subir el nivel intelectual, profesional y técnico del pueblo?
Entonces, ¿no toda la culpa es de los pobres?
¿Qué es ser pobre? O mejor: ¿qué es ser miserable? La dura verdad es que la miseria es la condición natural del ser humano. La vida en su estado primitivo es pobre, vulnerable, menesterosa. La riqueza es una invención del hombre que lo ayudó a superar su dura situación inicial. La riqueza es, por lo tanto, un hecho cultural, civilizatorio. Si no se crea la riqueza, el hombre es pobre por naturaleza.
En cuanto a los pobres lo primero que tenemos que decir es que el término «pobre» siempre es relativo. Se es pobre en relación con alguien o algo. Una princesa indígena puede estar en la cima social de su tribu y ser vista como privilegiada por sus súbditos, pero la vida alejada del confort y la tecnología convierten a esta princesa indígena en «pobre» en comparación, por ejemplo, con un obrero de la sociedad industrial, que tiene carro, televisor, aire acondicionado, póliza de seguros, etc. En sentido estricto, una persona es pobre cuando no está conectada con la civilización, cuando está excluida. La importancia social de la propiedad radica en el hecho de que dota a una persona de autonomía. Y una persona que se autosustenta, que es autónoma desde el punto de vista social y ético, no es pobre.
Bolívar no es nuestro padre
Cuándo revisa el pasado venezolano, ¿cuál hecho histórico le preocupa?
Aparte de la nacionalización petrolera y sus efectos en la idiosincrasia venezolana, me preocupa el carácter irresuelto de la Guerra Federal. Gómez aplacó el caudillismo, pero no lo resolvió definitivamente. Además, las estructuras sociales y culturales que subyacían a esa guerra no fueron superadas.
¿Puede dar un ejemplo para entender mejor el planteamiento?
Un ejemplo puede ser las repercusiones históricas del guzmancismo. Antonio Guzmán Blanco inventó aquello de exaltar a Simón Bolívar a la categoría de padre de la patria e inauguró de este modo el culto al prócer, al héroe de combate, que todavía hoy mueve la emoción de los venezolanos. Pero, ¿por qué Guzmán Blanco se inventó aquel cuento de que los venezolanos éramos hijos históricos de un mismo padre? Porque la sociedad venezolana era heterogénea en su composición y estamental en su funcionamiento. Se precisaba de una identidad que amalgamara a blancos criollos, pardos, negros e indios, y les permitiera acometer un destino común con un sentimiento de pertenencia y cohesión.
Guzmán Blanco tenía como proyecto político imitar a Napoleón III. Soñaba con reproducir en Venezuela el bonapartismo, una suerte de dictadura ilustrada. Antes del culto a Bolívar, desde la perspectiva sociológica, aquí no existía algo así como «el pueblo venezolano»; existía, sí, una sociedad sin unidad cultural. Con esta maniobra simbólica, Antonio Guzmán Blanco perdió la oportunidad de convertirse en el primer republicano del país.
Aunque suene a herejía no somos hijos de Bolívar. En este sentido, a los venezolanos nos une un padre falso. ¿Y por qué digo que Bolívar no es el padre de la patria? Porque la construcción de la patria fue una empresa colectiva, no el invento de un solo hombre. Además, la idea de Venezuela es la cosa más antibolivariana que existe. Bolívar pensaba en una nación llamada la Gran Colombia, no Venezuela. De hecho, Venezuela tal como lo conocemos es un producto de los empeños de José Antonio Páez.
«Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que el empresario venezolano no es liberal, no se siente cómodo con el libre mercado»
¿Hay algún rasgo de la sociedad venezolana que considere positivo?
Lo bueno de Venezuela es que no es un país andino, sino caribeño. Mientras que las sociedades andinas tienden a ser jerarquizadas y gobernadas por oligarquías, en los países caribeños hay un mayor dinamismo social y la gente es más rebelde, no se deja someter con facilidad. Sin embargo, las élites venezolanas desprecian estas virtudes populares, por considerarlas manifestaciones de igualitarismo y anarquía.
¿Las élites desean el orden por sobre todo?
El orden no tiene que ver con el poder, sino con la aplicación de la ley. Las sociedades abiertas están sometidas a la ley; las sociedades cerradas están sometidas al poder.
En Venezuela está muy difundida una falsa creencia: que el anárquico, al no respetar la ley, es libre; una concepción de la libertad personal que no decrece ni siquiera por el hecho de que a determinadas horas del día haya que plegarse a la voluntad de un déspota, porque se entiende que el tiempo en que no se es observado por el poderoso transcurre como un tiempo de libertad personal. Cuando reviso la historia contemporánea que precedió al chavismo noto que el venezolano siempre despreció el poder y la ley.
El gobierno de Hugo Chávez es el más corrupto de nuestra historia, porque ha sido el que ha tenido mayor concentración de poder. Como dijo Lord Acton, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. El objetivo del poder es retener más poder y, en su versión más desaforada, representa lo contrario a la libertad. Sin leyes e instituciones de contrapeso que frenen al poder, las sociedades entran en una oscura etapa de corrupción, decadencia y oscurantismo. El chavismo es oscurantismo.
Solo existe algo peor a que un parlamento sea sometido por una tiranía: que el propio parlamento se someta a la tiranía. Y digo tiranía, para no entrar en discusiones técnicas acerca del concepto de dictadura. En Venezuela, la Asamblea Nacional tiene el deber republicano de restituir el imperio de la ley. El gobierno de Nicolás Maduro está debilitado políticamente, tiene una base de apoyo popular de 22 por ciento. Está mal visto en la comunidad internacional. En el mercado financiero nadie le quiere prestar dinero.
La antipolítica de la inacción
Pareciera, entonces, que la sociedad venezolana o su liderazgo tienen problemas en su percepción de la realidad.
Ustedes plantean un concepto controvertido: la realidad. ¿Cuál realidad? ¿La realidad de quien ejerce el poder? ¿La realidad de las fuerzas políticas que desean hacerse con el poder? ¿La realidad de la gente que no consigue alimentos y no tiene ingresos para combatir la inflación? ¿A partir de cuál realidad se debe ser realista? La realidad de los políticos, tanto del gobierno como de la oposición, tiene un nombre bastante conocido: la Realpolitik y está pensada en función de la administración de capital político, ya sea números de votos o cantidad de alianzas con sectores estratégicos. Lo importante para los políticos es siempre ganar más apoyo, de allí que casi siempre rehúyan las medidas antipopulares. En cambio, la realidad de los ciudadanos es otra: el bienestar de la familia, la comunidad, el país.
La Realpolitik de los ciudadanos, si tal cosa existiese, sería el respeto y la garantía de los derechos civiles, porque la ley es el poder de los ciudadanos. El político de oposición, en su deseo de representar al país descontento y frustrado, tiene el deber de hablar con claridad. La sociedad debe sospechar con razón de aquellos que en sus palabras atenúan o disfrazan la realidad que agobia a los venezolanos. La política tiene un componente de participación, de voluntad llevada al plano de los hechos. El político debe convocar a la acción. La inacción es una de las formas más nocivas de la antipolítica, porque niega la orientación a la acción que subyace en el discurso político.
Los ciudadanos no tienen por qué creer que deben sacrificarse para proteger al liderazgo político. Digo esto porque a veces, en el debate público y en las redes sociales, observamos la presión para que no se opine en contra de alguien o se cuestione la actuación de determinado sector. Los políticos no son para tratarlos de forma maternal.
¿Y la sociedad no tiene culpa de lo que le pasa?
Por supuesto. Por ejemplo, el sector empresarial nacido en el contexto histórico de la «Gran Venezuela» imposibilitó las reformas de 1989, que fueron aplicadas por Carlos Andrés Pérez durante su segundo gobierno. Parte importante de esa clase empresarial estaba integrada por contratistas del Estado que se negaban al desmontaje de la estructura de aranceles y subsidios. Con Chávez se formó otra clase empresarial: la interesada en las importaciones con dólar subsidiado. Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que el empresario venezolano no es liberal, no se siente cómodo con el libre mercado.
La sociedad venezolana, ¿es liberal?
La Venezuela democrática fue una sociedad abierta hasta 1989. Pero ese logro cívico quedó en el olvido, porque un día Carlos Andrés Pérez subió el precio de la gasolina, hubo un saqueo en dos abastos, la transmisión de noticias propagó el saqueo y la cosa terminó en muerte y represión. Con el mito del 27 de febrero nació el tabú de la sociedad antiliberal, aquella que se opone a las medidas de libre intercambio del mercado, una sociedad adicta a los controles. De allí en adelante, los políticos parecen compartir un mismo prejuicio: las clases populares le tienen temor a la «sociedad abierta».
Es hora de salirle al paso al prejuicio que nos condena a ser una sociedad cerrada. Lo popular para los venezolanos de 1989 es hoy un conjunto de cosas que no importan. Este cambio de percepciones no se puede perder de vista. La vida evoluciona. El liderazgo político que se hará del poder será aquel capaz de atar el apoyo popular no al pasado sino al futuro, al destino que como país podemos alcanzar. Aunque parezca un disparate, lo cierto es que los pueblos no existen, se inventan. Los pueblos son invenciones; relatos y símbolos capaces de agrupar y cohesionar a muchas personas.
¿Cuáles son los pasos necesarios para que Venezuela retome el camino hacia una «sociedad abierta»?
Vivimos en una dictadura. Hay que recuperar las libertades. Un primer paso es restituir la independencia de los poderes públicos. Hay que reestructurar de inmediato el Tribunal Supremo de Justicia para darle credibilidad al sistema de justicia. Luego vienen las medidas de apertura económica, que implican la eliminación de los controles de cambio y de precios. En el mediano plazo, quitarle al Estado venezolano el monopolio sobre la actividad petrolera es prioridad. De continuar el petróleo en manos del Estado, dudo mucho que haya un futuro mejor para los venezolanos. De hecho, Venezuela todavía puede empeorar. Puede convertirse en otro Haití, con una élite empresarial pequeñita y un pueblo paupérrimo, sin clase media. No una sociedad, sino una hacienda.
Esta entrevista se publicó originalmente en la edición enero-marzo 2016.