Ceaușescu en Caracas: estampas para un álbum del socialismo venezolano (1969-1999)

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De izquierda a derecha: Alicia Pietri de Caldera, Rafael Caldera, Nicolae Ceaușescu y Elena Ceaușescu. Palacio de Miraflores, septiembre de 1973. Fotografía: Fototeca en Línea del Comunismo Rumano e Instituto para la Investigación de los Crímenes del Comunismo en Rumania.

Pasar de ser la vitrina de Occidente en el Caribe durante la Guerra Fría a proclamar el socialismo en el siglo XXI hace de Venezuela uno de los casos más inusuales de la historia. Los hombres y las mujeres que impulsaron esa vuelta al socialismo fueron, paradójicamente, hijos de la Gran Venezuela.

Tomás Straka / 25 de febrero de 2019


Las historias de la contemporaneidad pueden contarse con fotografías. Con cada una es posible formar un álbum —las libretas de antaño o los digitales de hoy— que muestren sus distintos episodios, captados en instantes de los cuales extraer un signo, una clave, de su sentido general. Una de las más singulares de esas historias contemporáneas es la de Venezuela, que pasó de ser un gran éxito de Occidente durante la Guerra Fría a, inesperadamente, adoptar el socialismo cuando el resto del mundo lo abandonaba. El álbum con sus retratos puede ayudarnos a entender ese tránsito tan inusual.

La democracia venezolana y su veloz derrota de la guerrilla en apenas cinco años, acaso la más rápida del mundo, vio cómo muchos de esos guerrilleros, pero sobre todo sus banderas, tomaron el poder treinta años después de haber sido pacificados. Explicar cómo eso fue posible es pertinente para entender no solo a Venezuela sino también, en términos más amplios, al movimiento pendular entre el liberalismo y formas distintas de intervencionismo, democracia y autoritarismo, con el que parecen moverse muchas sociedades.

En el caso venezolano hay muchas explicaciones sobre las razones para que una sociedad, acostumbrada a un gran paternalismo y la bonanza petrolera, prefiriera en los años noventa votar por Chávez a asumir los costos de una reforma económica. Pero siempre queda la pregunta de por qué la dirigencia empujó las cosas hacia un camino mucho más radical que el resto de los gobiernos de izquierda que entonces tomaron el poder en la región. Descontando que la gran bonanza petrolera de 2004 a 2008 hizo a los chavistas más audaces (¿o irresponsables?) que a Rafael Correa o a Evo Morales, el efecto de las creencias que tenían —y muchos tienen aún— en sus cabezas es insoslayable. Vistas las cosas desde la perspectiva del colapso económico que ha vivido Venezuela desde 2017, y en comparación con los de todos los países comunistas que no hicieron reformas al estilo de China, cabe preguntarse cómo Chávez, o Jorge Giordani, arquitecto del modelo, o toda el ala izquierda del chavismo, pudieron haber concluido que el modelo socialista delineado en el Proyecto Nacional Simón Bolívar, Primer Plan Socialista, Desarrollo Económico y Social de la Nación 2007-2013, sería sostenible a la larga.

Los años de bonanza y libertad que se conocen como la Gran Venezuela (1973-1983) y los de crisis que le siguieron (1983-1998) ofrecieron oportunidades extraordinariamente favorables para formar comunistas

Revisar algunos episodios del álbum de la izquierda comunista venezolana, entre la derrota guerrillera y su llegada al poder, delinea algunas respuestas. La primera, que parece de Perogrullo, es que nunca dejaron de creer en el socialismo, ni siquiera después de la Perestroika, y solo esperaban una oportunidad. Pero a partir de allí, ya como problema intelectual, surgen otras dudas: ¿por qué siguieron creyendo, a pesar de la evidencias en contra? Hay que admitir que el socialismo bolivariano no es exactamente el socialismo real. Ni en sus propuestas más radicales llega tan lejos como los modelos yugoslavo y húngaro, por nombrar dos de los más «liberales» del Bloque Soviético. Pero aun así cabe preguntarse cómo se les ocurrió aplicar una versión, por «liberalizada» que fuera, de algo parecido al modelo yugoslavo —se comenzó hablando de cooperativas— cuando todo indicaba que era un modelo sin remedio, sin posibilidad de salvarse con ningún tipo ajuste.

Una hipótesis inicial, no excluyente de otras, es que los treinta años que van de la pacificación a la toma del poder por Chávez, esos años de bonanza y libertad que se conocen como la Gran Venezuela (1973-1983) y los de crisis que le siguieron (1983-1998), ofrecieron oportunidades extraordinariamente favorables para formar comunistas. No eran venezolanos comunes, resentidos por el empobrecimiento de los años ochenta y noventa, que soñaron con un mesías que desde el Estado les rescatara su estándar de vida, sino comunistas doctrinalmente formados, refractarios incluso a la Caída del Muro de Berlín, al menos en lo esencial.

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Entre las múltiples formas felices y despreocupadas de vivir la Gran Venezuela hubo una que no se ha estudiado, pero resultó muy importante: la del comunista venezolano que vivió sin grandes peligros (aunque había algunos si pasaba ciertos límites), en las universidades e instituciones culturales, con sueldos o ayudas de un Estado que no le exigía lealtad política, que podía incluso participar en el sistema con sus partidos y escribir tesis o filmar películas antisistema, conseguir recursos para editar sus libros, hallar buenas becas para estudiar en Europa Oriental o, mejor, en Francia. Sobre todo, el comunista venezolano contaba con bolívares sobrevaluados con los cuales comprar sus libros, beber abundante whisky en las tascas de la bohemia caraqueña o de cualquier ciudad donde hubiera una, viajar a Europa y no pocas veces a China, y allí invitar a sus camaradas a brindar por la Revolución. Sería injusto decir que, al menos en el caso de los académicos, artistas e intelectuales, no dejaron algunos aportes valiosos. Hubo obras de artes plásticas, teatro, novelas, música, estudios sociales, cuyo lugar en la cultura es difícil de regatear. Pero no fue la mayoría, ni en esos casos sus creadores se sustrajeron, excepciones aparte, de ese tipo de venezolano de la segunda mitad del siglo XX que podría definirse como el «comunista ta’barato, dame dos». Precisamente, el que administró, a pesar de que nada lo preparó para ser administrador, el segundo gran auge petrolero, el de 2003 a 2008.

Para el álbum de aquellos comunistas «ta’barato» basta con un grupo más bien pequeño de imágenes. La primera es una fotografía de dos parejas presidenciales. Están posando en el Palacio de Miraflores, en septiembre de 1973. A la izquierda están Alicia Pietri de Caldera y Rafael Caldera, y a la derecha, Nicolae y Elena Ceaușescu. En aquel tiempo, Ceaușescu era visto como renovador del comunismo. Un patriota, celoso del exceso de control soviético sobre los países de Europa Oriental, un antiestalinista que había sido la única voz disidente contra la invasión a Checoslovaquia en 1968, un líder que buscaba un camino propio, más o menos al estilo de Tito. Coqueteaba con Occidente, con China y con Corea del Norte. Incorporó a Rumania al Fondo Monetario Internacional y recibió nada más y nada menos que a Richard Nixon en Bucarest. Era, entonces, de buen tono, muy progresista, retratarse con él. Rafael Caldera, por su parte, había roto con la Doctrina Betancourt y llevaba adelante su propia realpolitk con los dictadores latinoamericanos y los países comunistas. Tras la derrota de la guerrilla comunista, creyó que era el momento de desembarazarse de la estrecha alianza con Estados Unidos y buscar una posición más clara de no alineado. Eso implicó una versión vernácula de la ostpolitik en la que se abrieron embajadas y se firmaron convenios. Aunque en el caso particular de las relaciones entre Venezuela y Rumania la medida fue tomada por Raúl Leoni en enero de 1969, el encuentro entre Caldera y Ceaușescu era solo cuestión de tiempo.

Todos los venezolanos «ta’barato» eran grandes viajeros, cosa que no solo no excluía a los comunistas sino que solía tenerlos en primera fila

Esta primera foto puede hallarse en Internet de forma relativamente fácil; en particular, se recomiendan las páginas Comunismul în România y la Fototeca en Línea del Comunismo Rumano, del Instituto para la Investigación de los Crímenes del Comunismo en Rumania. La foto manifiesta esa reconciliación del Estado que acababa de derrotar a la guerrilla con el campo comunista, que llegó a su punto culminante con el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba en 1974. Por supuesto, tampoco puede estirarse esta foto más allá de sus justos límites. Ni Caldera apartó esencialmente a Venezuela de Occidente ni la visita de Ceaușescu se limitó a Caracas. Fue una gira por toda América Latina que incluyó a Cuba, Costa Rica, Colombia, Ecuador y Perú. Chile estaba en la agenda, pero se atravesó el golpe del 11 de septiembre. Al año siguiente, en otro viaje, la pareja Ceaușescu visitó Argentina.

La cortesía que se aprecia en las dos parejas presidenciales dibuja la atmósfera de la pacificación guerrillera. Excarcelados, retornados de sus exilios dorados —política iniciada por un Leoni generalmente desacreditado como «asesino» por la izquierda— o incorporados a la vida civil, la mayor parte de aquellos guerrilleros tendría un ambiente pacífico para seguir su vida. Hay que admitir que muchos se volvieron sinceros demócratas, como Teodoro Petkoff o Américo Martín; pero otros buscaron el modo de continuar con su proyecto. El mundo universitario resultó el entorno ideal —aunque no el único— para ello.

La segunda fotografía apareció inicialmente en el número 20 de la Gaceta de Pedagogía, de marzo de 1972. En esta publicación del Instituto Pedagógico de Caracas, destinada a difundir avances de la pedagogía entre los educadores del país, se ve en su página 111 una nota ilustrada con una foto de la visita que la doctora Didina de Barbulescu, esposa del embajador rumano en Venezuela, dispensó al Departamento de Pedagogía de la institución. Barbulescu era pedagoga —en Internet aparece un par de trabajos de pedagogía comparada firmados por una persona del mismo nombre, muy probablemente ella— y quería establecer convenios de intercambio con el Pedagógico. Para entonces ya había comenzado la ofensiva diplomática de Ceaușescu en Latinoamérica, se había firmado un acuerdo de Cooperación Cultural y Científica entre los dos países en 1970 y, con su gira del año siguiente, se estableció una Comisión Mixta Rumano-Venezolana (hubo otras en la región, como la Rumano-Peruana), un Acuerdo de Cooperación Económica e Industrial y un Convenio Básico de Cooperación Tecnológica. La visita de Barbulescu puede considerarse dentro de este marco y, de hecho, al Pedagógico llegaron algunos profesores rumanos, aunque el autor desconoce bajo qué figura lo hicieron. En cualquier caso, no es necesario sobredimensionar la importancia de Rumania, escogida acá por el azar de haber dado con dos fotografías especialmente representativas, sino usarla como muestra de algo que en el caso de Cuba y la URSS fue infinitamente más amplio.

Becas e intercambios de profesores, que para el resto de la sociedad venezolana solo se hicieron claros después de la llegada de Hugo Chávez al poder, fueron un asunto constante desde la década de 1970. Todos los venezolanos «ta’barato» eran grandes viajeros, cosa que no solo no excluía a los comunistas sino que solía tenerlos en primera fila. Como el whisky y la ropa de moda, también se importaban los libros de editoriales como Grijalbo (¡aquellos manuales de la Colección 70! ¡Vaya nombre que expresa una época!) o Progreso, de uso cotidiano en las aulas. Es imposible pensar que eso no haya tenido influencia en el socialismo bolivariano; sobre todo en lo que pasó con las personas formadas en centros educativos producidos por la masificación, pero sin demasiado orden. En efecto, la masificación de liceos e institutos universitarios no siempre fue acompañada de personal suficientemente capacitado para gestionarla.

En el Pedagógico de la década de los noventa se estudiaba a Aleksei Leontiev y a Alexander Luria; aunque, sorprendentemente, sin Lev Vygotsky ni mucho menos con referencia a lo muy mal que les había ido con el estalinismo. Estudiarlos no tiene nada particular, sobre todo cuando los tres han sido muy reivindicados y, como ocurría en el Pedagógico, también se estudiaban muchas otras cosas (el verdadero dios entonces era David Ausubel). Pero no puede decirse lo mismo de todas las universidades, colegios universitarios y liceos regados por el país, generalmente con profesores de menor preparación, en los cuales la vulgata marxista de Martha Harnecker cumplía una función parecida a la del Corán en ciertas madrasas. Al final de cada tomo publicado por la Editorial Progreso, de Moscú, había un verdadero syllabus en el que se indicaba el sentido correcto de determinados términos, según lo considerara la Academia de Ciencias de la URSS. Había profesores que se regían estrictamente por esto. La interciencia, como definían, no sin pompa, a una versión particularmente marxista de la geohistoria, era considerada por sus impulsores un conocimiento capaz de abarcar casi todas las cosas. El viaje ritual a los congresos académicos en Cuba —llenos de mojito y rumba— era común entre los profesores, así como la invitación de colegas cubanos que, hay que admitir, muchas veces tenían un nivel alto. Aunque no puede asegurarse que los cursantes del profesorado en biología estudiaran a Trofim Lysenko, ante este panorama no está de más rezar para que sus teorías no hayan sido enseñadas como verdades irrefutables.

En 1975 Ceaușescu volvió a Venezuela. Eran los días del auge petrolero y el presidente rumano había decidido iniciar un conjunto de planes que, cambiando lo cambiable, tenían el aliento del Quinto Plan de la Nación. Como Carlos Andrés Pérez despuntaba como un líder del Tercer Mundo y, además, gobernaba a un país petrolero, la búsqueda de una alianza que tuviera como eje lo energético parecía un camino lógico. Se supo lo que discutieron por un informe elaborado entonces por el Departamento de Estado y filtrado en WikiLeaks. Al parecer, ante la inminencia de la nacionalización de la industria petrolera, Ceaușescu pensó en participar de algún modo en la empresa estatal venezolana que se formaba. No hay noticias de que se haya avanzado mucho más en el asunto. Pérez, según se lee en el informe, declaró a la prensa que el desarrollo de Venezuela y Rumania era similar, que ambos luchaban por un orden mundial más justo y que, además, tenían afinidad lingüística. En algún grado acertó al ver coincidencias: a los megaproyectos de los años setenta siguió el desplome del precio del petróleo en los ochenta que tanto en Venezuela como en Rumania terminaron por llevarse consigo a sus respectivos regímenes políticos, o al menos ayudaron mucho a que eso ocurriera.

La crisis venezolana pudo ser administrada durante un período relativamente largo, pero la rumana se convirtió de inmediato en una hecatombe. Parecida, de hecho, a la que Venezuela está viviendo hoy: apagones, escasez de comida y medicinas, colapso del transporte, inflación. Cosas de los socialismos reales cuando son sostenidos por petrodólares y se les reducen los ingresos. En esas circunstancias, Ceaușescu dejó de ser la figura fresca y renovadora, para convertirse en un mandatario cada vez más tiránico; en el hombre patético al que calla la multitud con un abucheo, que no tiene empacho en mandar a masacrar a su pueblo y es fusilado ante las cámaras de televisión. Pero para el álbum puede colocarse una foto suya con Pérez en aquellos tiempos felices, en los que ninguno podía imaginarse su final político. En la prensa de ambos países hay varias, pero para facilidad del lector se recomienda la ya citada página Comunismul în România. Es una foto del viaje de 1973. Evidentemente, Ceaușescu estaba enterado de que era el candidato con más chance en las elecciones, y le había dispensado una visita. Si con Caldera se aprecia la cordialidad de los actos oficiales, con Pérez hay más camaradería y relajación.

El álbum puede cerrarse dignamente con una imagen de Eduardo Gallegos Mancera, cuyas memorias aparecieron póstumamente en 2015 con el título De quereres y militancia, bajo el auspicio de la Fundación de Altos Estudios Bolívar-Marx. Sería injusto decir que Gallegos Mancera haya sido un «ta’barato» en toda la dimensión del término. Apparatchik legendario del Partido Comunista de Venezuela, parlamentario, intelectual, médico e hijo de una familia con dinero, sus viajes fueron probablemente sufragados por otros partidos y gobiernos comunistas o se los pagó con su esfuerzo (hasta sus adversarios le reconocieron siempre honorabilidad). Pero no por eso las fotos dejan de mostrar las peregrinaciones de muchos comunistas en los años de paz y libertad que gozaron después de 1969: a Gallegos Mancera se le ve hablando con un Fidel Castro que lo ve embelesado (sí, era una leyenda capaz de embelesar a Fidel), con Ho Chi Minh, Mao, Brehznev, incluso con Kim Il Sung, quien también parece estar fascinado con él. Hay una foto cuya leyenda dice que está con Ceaușescu, pero es un error evidente porque el líder rumano no aparece en ella. Con todo, no es descartable que haya ido a Rumania y se haya entrevistado con él. Aunque no como personajes de la misma estatura, debe haber muchos álbumes similares: de cuando estuvo en un Congreso en La Habana o Varsovia, de los días de estudiante en la Universidad Patricio Lumumba, de la participación en el Festival Mundial de la Juventud en Budapest o Pionyang, de cuando se ganó una medalla en Dresde o se fue de visitante a una Espartaquiada. ¡Qué felicidad! ¡Qué tiempos aquellos! ¡La noviecita rusa o polaca, tan rubia, como la de la canción Nathalie, que creó una generación de niñas llamadas así! ¡Tan complaciente a lo que podían comprar los imperiales petrodólares venezolanos! ¡La seguridad de estar del lado correcto de la historia! ¡Todo lo que se perdió con la caída del Muro de Berlín! Es fácil imaginar a uno de esos comunistas «tá’barato» revisar, suspirando, su álbum.

Son álbumes con vivencias y recuerdos que marcaron las vidas de muchas personas, y que tan pronto pudieron delinearon la de todo el país. Que no hayan sido las de la mayor parte de los venezolanos no obstó para que el grupo que las tuvo se convirtiera en una vanguardia e influyera al resto de la sociedad. A este álbum le faltan muchas otras fotos, sobre todo las de Cuba y su habilidad para mantener viva la llama de un sector de la guerrilla que no se pacificó, y que en la década de los setenta diseñó esencialmente el plan que Chávez pondría en práctica: el Partido de la Revolución Venezolana (PRV), al cual se debe, entre otras cosas, el bolivarianismo marxista en el sentido que se impondría después de 1999. Pero las fotografías consignadas muestran, en uno de sus capítulos menos conocidos, el sentido general de la singular historia reciente de Venezuela, que llevó al país de uno de los grandes éxitos de Occidente en la Guerra Fría al más radical de los ensayos socialistas de Latinoamérica medio siglo después. Una vez que el sistema democrático colapsó y, por obra de Chávez, muchos de aquellos comunistas llegaron al poder, sintieron llegado el momento de seguir llenando sus álbumes, de seguir soñando con Nathalie, de volver a lo que había sido tanta felicidad. El boom petrolero les permitió decir, de cara a sus sueños que ya creían muertos: no hay problema, olvidémonos de las prevenciones de Rafael Correa o de Evo Morales. ¡Tá’barato, dame dos!


Tomás Straka, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello e individuo de número de la Academia Nacional de la Historia.