El descontrol de precios

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Fotografía: Prensa Sundde.

Los efectos inflacionarios ocasionados por desequilibrios fiscales y monetarios no pueden ser contrarrestados con medidas administrativas. Es necesario un conjunto amplio de medidas, muy diferentes de las regulaciones y restricciones que contribuyeron a causar la crisis económica más devastadora y profunda ocurrida en América Latina.


Aunque las previsiones de inflación en Venezuela superan la barrera de diez millones por ciento para 2019, todavía hay quienes creen que los controles de precios ofrecen una solución «novedosa» para los problemas inflacionarios. Lo cierto es que tales controles forman parte de la historia de la humanidad desde los tiempos de Hammurabi y del antiguo Egipto (Butler y Schuettinger, 1979).

Latinoamérica cuenta con una larga experiencia en materia de congelamiento de precios y eliminación de la libre convertibilidad de divisas. Un ejemplo muy cercano es el amargo sabor que dejó entre los venezolanos el sistema Recadi durante el gobierno de Luis Herrera Campins. Décadas de historia han permitido a los economistas entender mejor el peligro letal que resulta abrigar la ilusión del control total de los precios.

Si bien es cierto que economistas de talla mundial como Taussig, J. K. Galbraith, Pigou, J. M. Keynes y Kalecki defendieron políticas de control de precios en sociedades sacudidas por las guerras mundiales, no lo es menos que sus opiniones diferían tan pronto sus estudios se centraban en sociedades bendecidas por tiempos de paz. Más aún, ninguno concibió el control de precios en los mismos términos de un líder autoritario o populista: como mecanismo de coerción política.

En febrero de 2003 aparece en la Gaceta Oficial el primer decreto del chavismo en materia de controles. Transcurridos quince años de la regulación, y pulverizado el ingreso familiar por una irrefrenable hiperinflación, todavía hay quienes piensan que los controles de precios pueden resolver el problema inflacionario en Venezuela; eso sí, siempre y cuando sean complementados con acciones más punitivas y más novedosas. Más voluntad ―se piensa― es lo que se precisa; mayor amedrentamiento a los especuladores y acaparadores es lo que se necesita; más personas con buena fe y elevada moral es lo que hace falta. Pero está comprobado que los controles de este tipo crean nuevos incentivos que afianzan aún más la inestabilidad de los precios.

La tentación es atribuir a la «naturaleza egoísta de las personas» o a la falta de compromiso con las políticas públicas el fracaso de las políticas antiinflacionarias

Vencer la hidra de la hiperinflación no es tan sencillo como redactar y promulgar decretos, o solicitar en cadenas televisivas poderes especiales vía leyes habilitantes. Salir de un fenómeno monetario de gran inestabilidad y causante de expectativas negativas requiere un conjunto amplio de medidas, muy diferentes de las regulaciones y restricciones impuestas a los venezolanos, que han dado lugar a la crisis económica más devastadora y profunda de la que se tenga registro en América Latina.

¿Por qué no funcionan los controles?

Pretender que unos empleados públicos eliminen las prácticas de arbitraje mediante controles policiales, mayor vigilancia y leyes más estrictas equivale, en la práctica, al despropósito de exigir a un ingeniero civil construir una represa con palillos de dientes y goma de mascar. Quizá el «adefesio ingenieril» funcione durante un tiempo, pero no se precisa mayor conocimiento en física de materiales para saber que la presión del líquido terminará por quebrar la precariedad de la estructura.

Grandes desviaciones de precios con respecto al nivel de mercado estimulan el denominado «bachaqueo», o la práctica de aprovechar las diferencias de precios entre mercados. En cuanto a los efectos del control cambiario, con el crecimiento de la brecha —la diferencia entre la tasa de cambio oficial y la del mercado paralelo— en la práctica resulta imposible contener el contrabando de extracción, la sobrefacturación de importaciones o la subfacturación de exportaciones, con independencia de la cantidad de recursos destinados al control.

En los modelos teóricos planteados para analizar las economías con mercados paralelos suelen asociarse las actividades de arbitraje que se incrementan con la magnitud de la brecha cambiaria. La relación es sencilla: a mayor brecha mayor la probabilidad de fuga de capital, contrabando, soborno y distorsión. De esta consideración no se desprende la inexistencia de gente honrada o incorruptible: esa es otra discusión.

La relación entre la magnitud de los incentivos y la asignación de recursos significa, simplemente, que las acciones de quienes intentan obtener ganancias extraordinarias siempre sobrepasarán los esfuerzos institucionales para evitarlo. ¿Por qué? Porque en muchos casos la rentabilidad asociada con estas actividades supera la obtenida en negocios ilícitos como la droga o el tráfico de armas. De allí que tarde o temprano, y sin desmeritar la inquebrantable voluntad de funcionarios incorruptibles, es fácil y muy razonable vaticinar que los bienes y servicios subsidiados irán a parar a manos de los consumidores, mercados o individuos dispuestos a pagar más por ellos. Con pesquisas, alcabalas, trabas legales o castigos lo único que se consigue es incrementar los costos de comercialización del bien subsidiado (o «bachaqueado»); costos que luego serán trasladados a los clientes. Tales medidas nunca constituirán una barrera infranqueable.

La tentación es atribuir a la «naturaleza egoísta de las personas» o a la falta de compromiso con las políticas pública el fracaso de las políticas antiinflacionarias. En la analogía de la represa, la situación equivalente sería que el encargado de la obra, tras cerciorarse del colapso de la «instalaciones» por la presión del agua, se dedique a declarar a los medios de comunicación que los palillos de dientes y la goma de mascar fueron saboteados por sus enemigos políticos; en lugar de proceder a efectuar los cálculos correctos o adquirir mejores materiales.

El control de precios como utopía

Los responsables de formular políticas públicas que creen en los controles como utopía tienden a interpretar la economía como una sucesión de preceptos morales, al estilo de las tablas de Moisés. Estas personas no reconocen la existencia de fuerzas económicas y sociales que actúan a contracorriente de su estructura de valores o su visión del mundo.

Las recetas económicas de carácter normativo ―basadas en «el deber ser» y no en «el poder ser»― funcionan idealmente en condiciones de coordinación, autocontrol y altruismo que más bien parecen extraídas del reglamento interno de un monasterio de monjes benedictinos que del marco de una estrategia económica funcional. A pesar de ello, prevalidos de una «teórica» superioridad moral de la nueva burocracia (el «hombre nuevo», la «ética socialista» o cualquier otra especie similar), los defensores de las políticas de intervención estatal en los mercados creen, por ejemplo, que es posible establecer un control de cambios sin que aparezca un mercado paralelo de divisas o sin filtraciones. Confían en que los encargados del monopolio de la asignación de divisas, por ser probos y austeros socialistas, no incurrirán en sobornos o corruptelas que los transformen en multimillonarios de la noche a la mañana. Imaginan también que, al asignar a los importadores las divisas a precios irrisorios, estos, de un modo desinteresado, o acaso en atención a los fines del Estado, se limitarán a trasladar el subsidio a los consumidores en forma de bienes más baratos. Los consumidores, por su parte, se abstendrán de revender los productos en la frontera y se limitarán a demandar la cantidad necesaria para su subsistencia, sin reparar en que el menor precio les permite comprar una mayor cantidad de bienes regulados.

Existe un «sesgo prodemagógico» que conduce a la demanda de malas políticas económicas

Finalmente, para lograr «la consistencia necesaria», esta utopía confía en que esos consumidores al recibir mayores saldos monetarios ―producto del financiamiento monetario del déficit― procederán a guardarlos bajo la almohada o dejarlos depositados ad infinitum en el banco; es decir, inhibirán el impulso de comprar bienes adicionales, porque ello podría incrementar los precios o aumentar el tipo de cambio. Así, preocupados por el posible incremento de la demanda agregada, actuarán como si ese ingreso monetario adicional jamás hubiese ocurrido, y atesorarán el dinero de forma solidaria y consistente con la política económica.

Pisar tierra

Este es un mundo que solo funciona si todos se autorregulan y no les importa perder el valor de su riqueza… Si todos actúan en contra de sus preferencias, para evitar la escasez o la inflación… Si todos, aun a costa del bienestar propio, restringen su consumo para que otros individuos puedan acceder a los productos más económicos… En resumen, si todo fuese… como no es.

Porque la efectividad de las medidas depende de los incentivos que producen. Los resultados de las políticas públicas están condicionados por los precios relativos y la calidad de las instituciones. Existen restricciones financieras y tecnológicas, e incluso culturales. Y estas consideraciones deben ser tomadas en cuenta por cualquiera que pretenda legislar en materia de política económica en el mundo terrenal, y no en el país de «Nunca Jamás».

Lo cierto es que a precios menores aumenta la demanda. El incremento de los costos reduce la oferta. Si el precio es fijo, cuando la demanda supera la oferta aparece la escasez (es decir, una demanda que a ese precio excede la oferta). Los controles y las prácticas administrativas discrecionales inducen corrupción y «bachaqueo», no al revés; es decir, los «bachaqueros» no surgen como consecuencia de un maléfico plan para sabotear el control. Finalmente, por si alguien dudaba de la validez de experiencias similares, un persistente y elevado déficit fiscal financiado monetariamente ocasiona inflación. De nada sirve crear por decreto un sistema de «precios justos», si en la práctica los productos nunca estarán disponibles. De nada sirve imaginar políticas «correctas y éticamente superiores», si solo pueden funcionar en el plano de la fantasía o con más daños que beneficios.

El círculo vicioso del populismo

Quizá señalar los impactos macroeconómicos de mediano y largo plazo que se derivan de la destrucción del sistema de precios no sea la aproximación teórica más ilustrativa para entender la aceptación por parte de algunos sectores de la sociedad del populismo radical, ese populismo que subestima el efecto inflacionario del financiamiento monetario del déficit, aplaude las expropiaciones a diestra y siniestra, y favorece la adopción indiscriminada de controles cambiarios y de precios. Después de todo, resulta perfectamente comprensible que las mayorías acepten de buena gana el anuncio de cualquier política de corte populista, cuando los salarios son de hambre y se sobrevive con la incertidumbre de saber si se comerá al día siguiente.

Esta situación tiende a crear un «sesgo prodemagógico» que conduce a la demanda de malas políticas económicas (Rodrik, 2018), entre ellas el control de precios, una oferta concreta muy apreciada entre quienes no perciben oportunidades de otro tipo (laborales o de negocio). Así, los controles suelen ser bien recibidos, aunque a largo plazo terminen por minar la productividad, reducir el crecimiento económico o incluso aumentar la inflación. Expresiones como «caída del PIB», «tasa de desocupación» o «desaceleración económica» pueden sonar demasiado lejanas, confusas y abstractas para gran parte de la población.

Gran parte de la población abriga la convicción de que les iría peor sin la intervención del Estado

Lo trágico es la lógica perversa de esta historia. Aunque el subsidio se reduzca continuamente, la tarjeta de racionamiento rinda menos, el cupo de dólares preferenciales se elimine y el inventario de mercancías desaparezca, gran parte de la población abriga la convicción de que les iría peor sin la intervención del Estado. De este modo se cierra el círculo vicioso: los ciudadanos perciben como necesarias y se hacen dependientes de las políticas que los empobrecen.

Un ejemplo es la práctica abusiva del «financiamiento monetario del déficit», que al principio puede crear una ilusión de mayor ingreso, pero que termina por inducir procesos inflacionarios. La inflación deteriora la posición fiscal (entre otras cosas, por reducción de la actividad económica) y parece hacer justificable y necesario un nuevo financiamiento monetario (en términos técnicos se puede afirmar que el dinero «se vuelve endógeno»). Los controles de precios y de cambios también actúan en dirección contraria a la prevista; es decir, no solo son inefectivos sino que además favorecen las presiones inflacionarias (Vera, 2018). El círculo vicioso del pensamiento populista se cierra cuando se percibe que la inflación solo puede ser contenida mediante los mismos controles que la catapultaron.

La paradoja de sostener consumo presente con destrucción de riqueza, menor productividad y pérdida de fuentes de trabajo (es decir, con consumo futuro) solo puede comprenderse en función de incentivos populistas de corto plazo, o de previsiones miopes con respecto al rumbo de la economía. Ahora bien, en nombre de esas promesas siempre incumplidas de desarrollo, resulta urgente preguntarse en qué medida la retórica populista ―simplista y paternalista― sigue anidada en el ADN del imaginario colectivo. Solo el tiempo dirá si la sociedad venezolana es capaz de aprender las lecciones de su historia.

Referencias

  • Butler, E. y Schuettinger, R. (1979): Forty centuries of wage and price controls: how not to fight inflation. Washington: The Heritage Foundation.
  • Rodrik, D. (2018): «Populism and the economics of globalization». Journal of International Business Policy. Vol. 1. No. 1: 12-33.
  • Vera, L. (2018): «Discurso de incorporación a la Academia Nacional de Ciencias Económicas». Prodavinci: https://prodavinci.com/lea-el-discurso-de-incorporacion-de-leonardo-vera-a-academia-nacional-de-ciencias-economicas-y-sociales/

Francisco Sáez, profesor del IESA. Pedro Cadenas, profesor de la Universidad Denison, Estados Unidos.