Esquilo fue testigo y protagonista de grandes cambios sociales: la instauración de la democracia, la consolidación del arte dramático y la invasión persa contra la libertad de Atenas y Grecia. Peleó en las batallas de Maratón y Salamina, donde los griegos derrotaron a los persas, y representó en sus tragedias el drama de su época.
A finales del siglo VI a. C. y comienzos del V a. C. sucedieron en Grecia varios acontecimientos que constituyen el basamento o las raíces de la historia y de la identidad de la civilización occidental, con independencia de los linderos geográficos con los que, por lo general, se habla de Occidente. Esos acontecimientos fueron la instauración de la democracia por Clístenes alrededor de 510 a. C., la invasión de los persas y la guerra para independizarse de ellos hasta cerca de 480 a. C. y las Grandes Dionisias instauradas por Pisístrato en 532 a. C., que hicieron posible el surgimiento del arte teatral y su institucionalización en una ladera de la Acrópolis alrededor de 500 a. C. Esquilo, nacido en 525 a. C., creció en y con esos acontecimientos.
El tirano Pisístrato dio rango oficial a los festivales en honor a Dionisos, en los que se representaban ditirambos. La razón fue política porque, ante la oposición de algunos sectores aristocráticos, buscó y obtuvo el apoyo popular al darle a esos festivales el respaldo y la organización del Estado, con lo que de paso hizo de Atenas el epicentro nacional de esas celebraciones. Un cuentacuentos llamado Tespis obtuvo el primer premio y se convirtió en el fundador, si se puede decir así, del género trágico, por presentarse como actor singular y dialogar con el director del coro que interpretaba textos por él escritos.
Cuando Esquilo nació, los festivales estaban institucionalizados y su realización en marzo era fecha principal en Atenas. A medida que se aproximaba el fin de siglo, Atenas se llenó de experiencias teatrales que estarían acompañadas de la grave situación de la invasión de los persas y las amenazas a su joven democracia y a su libertad.
El teatro de Esquilo es, sin la menor duda, la mejor representación del espíritu de libertad forjado por la democracia de Clístenes.
Esta coincidencia histórica no tardó en expresarse en los festivales en los textos representados, cuyos contenidos tradicionales se referían a Dionisos y a héroes locales e históricos. Pero las urgencias por la amenaza persa no tardaron en expresarse. En 494 Frínico representó Caída de Mileto, sobre la caída y la destrucción por los persas de esa colonia griega en las costas de Asia Menor. Frínico instaló en el corazón de la vida de los griegos un teatro con contenidos agónicos que les concernían, con el consiguiente compromiso político que supuso. Pero los resultados fueron inmensos: los espectadores tuvieron reacciones desesperadas al ver la representación de aquel desastre y los temores de padecer algo similar. Entonces, prohibieron la obra de Frínico y lo multaron. En esos años el joven Esquilo iniciaba su obra dramática.
Pocas décadas antes, Clístenes había acentuado los procesos sociales republicanos iniciados por Dracón y Solón, al formalizar el régimen democrático con la isonomía, gracias a la cual todos los demos de Atenas tenían igual representación en la asamblea de ciudadanos. Este derecho formó una nueva mentalidad nacional, porque los ciudadanos atenienses tomaron conciencia de que ellos decidían su destino, pues libremente lo asumían en la asamblea.
Cuando la amenaza persa se hizo presente, los helenos se percataron de que esa libertad estaba en riesgo. En las batallas de las Termópilas, Maratón, Salamina y Platea, los griegos y, en particular, los atenienses, defendieron con sangre la democracia y la libertad instauradas por Clístenes. En Maratón y Salamina Esquilo fue un soldado más. Temístocles, quien lideró las fuerzas griegas en la batalla naval de Salamina en 480, que hizo irreversible la derrota persa, fue preciso en su decreto antes de la batalla:
Los tesoreros y las sacerdotisas deben permanecer en la Acrópolis, guardando las posesiones de los dioses. Todo el resto de los atenienses y de los extranjeros que hayan llegado a la edad militar deben embarcar en los doscientos barcos preparados y luchar contra los bárbaros por la libertad de sí mismos y de los demás griegos, junto a los lacedemonios y corintios y eginenses y los otros que desean compartir el peligro.[1]
El decreto de Temístocles no fue coyuntural. Expresó una visión que perduró en la mentalidad de los griegos las décadas siguientes. No puede ser casualidad que hoy el nombre de Grecia en su idioma sea Elleniké Democratía. Tampoco lo fue el discurso de Pericles recogido por Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso (libro II, capítulo 37):
Pues tenemos una Constitución que no envidia las leyes de los vecinos, sino que más bien es ella modelo para algunas ciudades que imitadora de los otros. Y su nombre, por atribuirse no a unos pocos, sino a los más, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en las disensiones particulares, mientras que según la reputación que cada cual tiene en algo, no es estimado para las cosas en común más por turno que por su valía.[2]
En esos años de tensiones políticas y militares los festivales teatrales no se suspendieron. Poetas trágicos y cómicos competían anualmente y el joven Esquilo consolidó su discurso, con el que compitió en los festivales anuales. Además del de Tespis, varios nombres están en los documentos históricos anteriores y contemporáneos a Esquilo, autores de dramas satíricos, comedias y tragedias: Arión, Pratinas y Quérilo, entre otros. Había en Grecia, y en particular en Atenas, un florecimiento del arte dramático para ser representado en los festivales anuales organizados y patrocinados por el Estado.
La ideología de la libertad
El teatro de Esquilo es, sin la menor duda, la mejor representación del espíritu de libertad forjado por la democracia de Clístenes y por su militancia en las batallas de Maratón y Salamina. Desde el espacio escénico de la colina de la Acrópolis, Esquilo apoyó y legitimó el proyecto de Clístenes. Por ello, el teatro nació comprometido con un proyecto civilizatorio inspirado en la libertad, consciente de las implicaciones del ejercicio del poder y con capacidad para comunicarse con los espectadores.
Es una feliz coincidencia que la más antigua obra de Esquilo conservada lleve por título Los persas, en la que representa su visión histórica y política de la agónica defensa de los griegos para conservar su libertad, amenazada por la invasión de los bárbaros orientales. Pero no se limitó a exaltar el triunfo militar; lo representó en el contexto del conjunto de valores y creencias de los griegos en contraste con el de los persas. En adelante, la tragedia griega presentó religión y política cual dos caras inseparables de una misma moneda: religión política y política religiosa. Era una necesidad agónica fortalecer la ideología de la libertad, defendida con sangre y sacrificio, y Esquilo fue su principal promotor. Algo comprendieron los atenienses cuando decidieron que sus obras podían representarse después de haber muerto, tarea que asumió su hijo.
La acción de Los persas ocurre en Susa, capital persa a miles de kilómetros de Atenas, donde la reina-madre y sus cortesanos están expectantes porque no saben qué ha ocurrido en la lejana Grecia, donde Jerjes y el ejército persa tienen el propósito de dominar y someter a esclavitud a los griegos. En la obra todos los personajes son persas. Cuando llega la noticia de la derrota, la consternación es tal que la sombra de Darío, padre de Jerjes, se hace presente. Por su parte, la reina se interroga sobre qué pueblo es ese que derrotó al poderoso ejército de su hijo. Entonces recibe la respuesta cuidadosamente preparada por Esquilo, con la que define su posición política:
REINA: ¿Qué caudillo les manda?
CORIFEO: No se llaman esclavos ni vasallos de nadie (versos 241-242)
Momentos después un mensajero confirma la sospecha: «¡De un solo golpe ha sido destruida / nuestra prosperidad! ¡La flor de Persia / aniquilada!» (255 y ss.)
¿Quiénes fueron los espectadores de Los persas? Los mismos que ocho años antes habían derrotado a Jerjes y eran héroes históricos reales, no míticos. Al final de la obra, Esquilo consolida su visión, cuando Jerjes entra en escena hecho harapos y derrotado: «Heme aquí, lastimero; / ruina de mi patria / y de mi pueblo he sido» (931).
Pero Esquilo no se solaza con la derrota del invasor bárbaro. En sus propósitos está aleccionar a su espectador, porque la guerra que inició Jerjes fue una guerra injusta, razón por la cual los dioses lo sancionan. Política y religión de manera indisoluble están presentes. El nuevo espíritu ático se había forjado en torno a la libertad como principio de la vida en la polis, cuya defensa había sido agónica. ¿Resultado? El espíritu heroico no era un relato mítico: era una experiencia existencial. Werner Jaeger resume así la tragedia esquílea: «Es la resurrección del hombre heroico dentro del espíritu de la libertad».[3]
Con calculada precisión, Esquilo representa el proceso histórico del cambio de modelos sociales inspirado en profundas creencias religiosas.
Propósitos y estrategias parecidas expresará el primer trágico en todas sus obras, teniendo siempre presente un intenso sentimiento religioso. Ser héroe histórico tiene un precio, porque la existencia humana es un campo difícil de transitar. De ahí la expresión de los ancianos en Agamenón: «Por el dolor a la sabiduría» (177). Es la experiencia del primer gran personaje de la tragedia griega, Etéocles, en la defensa de su polis en Los siete contra Tebas. El ataque enemigo liderado por su hermano Polinices es inminente, por lo que el compromiso es agónico: «Cuando una ciudad es conquistada / los dioses salen de ella y la abandonan» (218).
De manera consecuente con el mito ambos hermanos mueren en combate singular. Esquilo no podía distorsionar ese hecho. Pero Polinices, al actuar «contra tu patria y los dioses paternos» (584), pecó de hýbris, desmesura, el más grave de los delitos, como hizo Jerjes. Pero la polis se salva. Esquilo insiste en la dramática existencia de la democracia y la libertad, y las consecuencias de una guerra injusta. Siempre, política y religión indisolubles.
Esta concepción esquílea es representada en forma irrefutable en Las suplicantes. Si en la obra anterior la libertad fue defendida con sangre y se salvó la polis, ahora es una demostración de que la democracia es la expresión de sus dos términos griegos: démos (pueblo) y krátos (poder). Así Esquilo se confirma, una vez más, como el gran teórico de la democracia de Clístenes.
Las danaides piden asilo y se acogen a unos altares e imágenes religiosas. Son perseguidas por unos egipcios a quienes rechazan porque no quieren relaciones con hombres. Por eso huyen, no por razones políticas. Es un planteamiento que no se sabe cómo se desarrolló en las otras obras de la trilogía, pero en esta primera queda claro el dilema que se desarrollará hasta el final. El rey de la ciudad, ante el dilema de dar o no asilo, reconoce que no puede tomar una decisión sin oír al pueblo reunido en asamblea: una reafirmación democrática, a sabiendas de que habrá que enfrentar un conflicto.
Con las danaides, suplicantes ante estatuas de los dioses, Esquilo representa una situación que trasmite seguridad al espectador. Dice el rey: «El pueblo os ha de ver con buenos ojos, / y siempre hay compasión para el más débil» (488). Así Esquilo prepara la continuación de su trilogía. Más aún, cuando el rey se va reafirma el compromiso: «Los ciudadanos todos, y yo mismo, / garantes somos de lo que, con votos, / aprobó la ciudad. ¿Otros más dignos / esperas encontrar que esos que os digo?» (965 y ss.).
La superación de la barbarie
La instauración de la democracia y el triunfo sobre los bárbaros persas significó la superación de la barbarie y de sus normas y leyes. Es la idea profunda que Esquilo representa en la Orestía, aprovechando la historia de la familia de los Atridas y la participación de Agamenón en la guerra contra Troya. La trilogía es un recorrido histórico de una sociedad bárbara que cobra la sangre con sangre, a otra civilizada regida por los principios del derecho inspirado y creado por los dioses para regular con justicia las acciones humanas. En cierto sentido recoge la experiencia personal de Esquilo, nacido en el régimen de los tiranos y espectador y protagonista de la instauración de la democracia, su defensa contra la barbarie y su consolidación con el régimen de Pericles.
La sangre está presente siempre en Agamenón, la primera obra de la trilogía. Agamenón profana el bosque de Artemisa, quien lo castiga al imponerle el sacrificio de su hija Ifigenia como requisito para que el ejército griego continúe hasta Troya. Clitemnestra, su esposa, no acepta este sacrificio, y espera el regreso de su marido para asesinarlo con la ayuda de su amante Egisto. Es ella quien mejor encarna el principio bárbaro de la sangre lavando la sangre, por el gozo que tiene cuando descuartiza a Agamenón: «Ya caído, / su espíritu vomita; exhala, entonces, / un gran chorro de sangre, y me salpica / con negras gotas de sangrante escarcha. / Y yo me regocijo cuan las mieses /ante el agua de Zeus, cuando está grávida / la espiga» (1.388 y ss.).
Con calculada precisión, Esquilo representa el proceso histórico del cambio de modelos sociales inspirado en profundas creencias religiosas. Para eso emplea a Casandra, princesa troyana traída por Agamenón como amante. Por no aceptar los requerimientos de Apolo, está condenada a predecir sin ser comprendida. Y eso hace ante el coro de ancianos.
Como es una trilogía, Esquilo anuncia al final de Agamenón la obra siguiente, Coéforos, y pone en boca de Casandra: «Y con todo, no han de dejarme impune / los dioses: vendrá otro, sí, un tercero, / un vengador, asesino, retoño / de su madre, y que pedirá las cuentas / por la muerte del padre» (1.280 y ss.). Es decir, la ley del talión continuará vigente, pero con un cambio cualitativo que Esquilo introduce para representar el paso de la barbarie al derecho. Es su posición política e ideológica para avalar y legitimar los cambios políticos habidos en las décadas anteriores.
En Coéforos, portadores de libaciones, la situación tiene lugar en y alrededor de la tumba de Agamenón, ante la cual cumplen un intenso ritual mortuorio. Orestes llega, en efecto, para vengar a su padre y matar a Clitemnestra, su madre. Pero es una tarea indicada y ordenada por Apolo, por lo que Orestes está avalado por la divinidad, un aval que no tuvo Clitemnestra. Es un ritual para darle a Orestes el derecho de sucesión que lo legitima como jefe de la familia Atrida; en consecuencia, Esquilo avanza en la significación de su trilogía. El acto que se cometerá tiene el aval de Apolo, dios de los oráculos. Y para acentuar la tensión dramática de la situación, Esquilo enfrenta a madre e hijo, una mujer dispuesta a defender su sangre a cualquier precio: «Perderemos la vida arteramente / tal como maquinamos. Dadme un hacha / homicida bien presto» (889), dice para enfrentar a su hijo, quien en el momento culminante duda de matar a su madre y pregunta a su amigo Pílades qué hacer y este le responde: «¿Qué será del oráculo de Loxias / en Delfos proclamado? ¿Y qué del santo / juramento? Mejor tener enfrente / a todo el mundo que a los dioses, cree» (900 y ss.).
Es un perfecto cambio cualitativo el que representa Esquilo para anunciar un nuevo orden jurídico, no sujeto a caprichos individuales. Por eso, cuando Orestes tiene visiones de entidades extrañas, metáfora de una crisis de conciencia por haber matado a su madre, le recomiendan que vaya al templo de Apolo para tener protección. Ya ha comenzado el paso de una sociedad bárbara a otra en la que las acciones humanas tienen legitimidad divina. Antígona, en la obra de Sófocles, actuará de acuerdo con leyes no escritas y eternas dictadas por los dioses ante la imposición de leyes humanas.
Leyes divinas que trascienden al ser humano
Dos años antes de Esquilo escribir la Orestía, Efialtes hizo una reforma radical que redujo las atribuciones del Areópago solo a crímenes de sangre: redujo los espacios de la aristocracia en beneficio de la ciudadanía en general. En la última tragedia de la trilogía, Las Euménides, ese hecho es un trasfondo de la situación central de la obra, cuyos protagonistas son deidades. Esta obra tiene la proposición de una sociedad regida por el derecho y la justicia, con lo que desaparece la barbarie y se instaura una organización social democrática; es decir, Esquilo insistió en legitimar la democracia instaurada por Clístenes medio siglo antes.
Esquilo plantea la importancia del pacto social para vivir en paz, asunto que urgía en esos años debido a las disputas por el poder.
Pero es teatro, por lo que las situaciones están sostenidas con imágenes escénicas en las que sigue predominando la sangre. Es lo que la Pitia ve en el altar de Apolo: «Diviso sobre / el mismo ombligo a un hombre aborrecido / por los dioses, las manos chorreando / sangre, y portando una recién sacada /espada de la herida» (40 y ss.), rodeado de Gorgonas, «negras totalmente, y execrables. / Roncan con un resuello horripilante, / y odioso humor destila de sus ojos» (52 y ss.). Son las Erinias, vengadoras de la sangre del antiguo régimen, quienes insisten en cobrarle a Orestes el asesinato de Clitemnestra. Con ellas plantea Esquilo una disputa definitiva entre divinidades antiguas y nuevas. Intenta establecer que hay leyes divinas que trascienden al ser humano. Hoy se diría principios intangibles que prevalecen sobre leyes escritas, como los derechos humanos, por ejemplo.
En esta primera parte las Erinias discuten con Apolo, quien acoge y protege a Orestes. Ante la presión de las vengadoras de la sangre, Apolo eleva la situación a Atenea, para que sea ella quien la resuelva. Esquilo, político con profunda formación religiosa, crea la instancia inapelable cuando estaba fresca la reforma de Efialtes y su asesinato, aunque el régimen del talión intenta imponerse con la presencia del fantasma de Clitemnestra, porque «ni un solo dios se indigna por mi suerte, / degollada por manos matricidas» (101).
Atenea es la diosa protectora de Atenas. Esquilo coloca la situación final de su trilogía en Atenas, la ciudad en la que habrá verdadera justicia. Y ante ella, Orestes suplica:
Diosa Atenea,
heme aquí por las órdenes de Loxias.
Acoge con piedad a este maldito,
que no es un ser manchado, ni es impuro:
quebrantado y gastado a fuerza de
pisar la casa ajena y recorrer,
cruzando mar y tierra, mil caminos,
a tu templo he llegado, obedeciendo
los preceptos proféticos de Loxias (235 y ss.).
El asunto es, pues, de deidades, en el que el ser humano no tiene por qué participar. La decisión de Atenea es salomónica, consciente de que no puede maltratar a las Erinias porque le pueden causar desdichas. Por eso decide escoger «jueces atados por gran juramento / y luego en un augusto tribunal / lo tomaré, que dure para siempre» (482 y ss.). Es la instauración del derecho en vez de la justicia de la venganza. Es una situación dramática en la que Orestes es espectador, quien sale de escena ofreciendo alianzas con Atenas.
Lo que plantea Esquilo es la importancia del pacto social para vivir en paz, asunto que urgía en esos años debido a las disputas por el poder. Por eso hace una oferta y una promesa a las Erinias, a cambio de aceptar el nuevo orden jurídico: «Yo os prometo / cosa enteramente justa / en esta tierra un asiento / legítimo, do sentadas / en un trono esplendoroso / junto al altar, los honores /recibiréis de esta tierra» (801 y ss.). Es una transición histórica sin violencia ni sangre. Las Erinias se transustancian en Euménides, deidades propiciatorias de bienes y protección para Atenas.
Cuando el tribunal vota y el resultado es tablas, Atenea hace prevalecer su autoridad divina y absuelve a Orestes. De esta manera, Esquilo representa su visión de la historia de Grecia, desde los tiempos de la Edad Oscura hasta la plenitud democrática del siglo V: una visión, sin duda, con propósitos políticos para legitimar el régimen instaurado por Clístenes. Esa visión implica crisis y solución de períodos históricos, con la integración de formas antiguas de convivencia en nuevos marcos sociales. Atenea es quien controla la situación, por lo que ofrece a las Erinias un nuevo statu quo social.
El final es gozoso. Las Erinias desean lo mejor a Atenas. La naturaleza la privilegiará; no habrá discordia civil; las doncellas tendrán una vida feliz. Si la trilogía comenzó en pesares, porque una mujer varonil gobernaba, ahora un cortejo conduje a las Euménides al lugar santo en el que morarán. No es de extrañar, entonces, que los atenienses aprobaran representar las obras de Esquilo después de muerto.
Conflicto de libertad y tiranía
Prometeo encadenado ha gozado de mucho interés del público. Prometeo es el mártir salvador de la humanidad por darle el fuego, acción por la que Zeus, feroz tirano, lo condena para que los cuervos coman sus entrañas, que se renuevan siempre. Pero Prometeo no es un ser humano: es una deidad, por lo que la confrontación es pareja. Prometeo sabe que llegará el tiempo cuando sea liberado de tal suplicio. Permanecen las dudas sobre la autoría de esta obra, por el estilo de su escritura. En todo caso, lo importante es que, de nuevo, está planteado el conflicto de libertad y tiranía, cuya solución en las otras dos obras de la trilogía seguramente fue en favor de la libertad.
Esquilo siempre se consideró un guerrero por la libertad. No sobrestimó su obra dramática y así constó en el epitafio de su tumba:
Esquilo, hijo de Euforión, ateniense, yace aquí, en la tierra de Gela, fértil en trigo, sepultado. Su valor, el bien famoso recinto sagrado de Maratón puede decirlo, y el medo de espesa barba lo conoce.[4]
Leonardo Azparren Giménez, crítico de teatro y profesor de la Universidad Central de Venezuela.
Notas
En este artículo se empleó la edición de las Tragedias completas de Esquilo, traducción de José Alsina Clota, Cátedra, 1983.
[1] Murray, O. (1981). Grecia antigua. Taurus, p. 266.
[2] Tucídides. (1989). Historia de la guerra del Peloponeso. Traducción de Antonio Guzmán Guerra. Alianza, p. 156.
[3] Jaeger, W. (1957). Paideia. Fondo de Cultura Económica, p. 225.
[4] Miralles, C. (1968). Tragedia y política en Esquilo. Ariel, p. 27.