Homo loquens, mono sapiens

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Ilustración: Geralt Altmann / Pixabay.

¿Son los animales no humanos capaces de hablar? No, la facultad de lenguaje es exclusiva del llamado homo sapiens. Pero la posibilidad de que algunas especies adquieran sistemas simbólicos sigue atrayendo irresistiblemente a algunos científicos y cautiva el imaginario popular.

Víctor Rago A. / 16 de noviembre de 2020


 

Una investigadora del Departamento de Antropología Física de una prestigiosa institución académica venezolana muestra una especial simpatía por los primates no humanos. Les reconoce dotes intelectuales extraordinarias, así como inclinaciones afectivas que en los humanos raramente dan lugar a los efusivos sentimientos que en aquellos se observan. Pero las capacidades comunicativas que le parecen notables en los parientes simios —sus favoritos son los bonobos, una especie pigmea del género chimpancé jubilosamente lúbrica— se deben precisamente a que son monos y no personas. En estas últimas, tales capacidades son comunes y ordinarias, por lo cual no despiertan asombro alguno.

¿Se extraña la gente de que tiernos niños aprendan en poco tiempo a comunicarse en la lengua de sus padres o en la hablada por la comunidad humana en la que se desenvuelven? Por el contrario, a todo el mundo le parece perfectamente natural que pasen del mutismo al estado parlante, sin percatarse de que ese proceso constituye una verdadera proeza intelectual. En cambio se maravillan ante las formas rudimentarias de comunicación que se observan entre los monos y otros animales.

Que homo sapiens hable, mientras que ninguna otra especie zoológica lo haga, ha sido ciertamente un recurso decisivo en la caracterización bipartita del mundo animal: los seres humanos y el resto de las especies. Probablemente otras características exclusivas contribuyen a fundamentar la distinción, pero sobre todo el lenguaje introduce una diferencia fundamental y sirve de asiento al antropocentrismo históricamente dominante. En estos tiempos es acerbamente cuestionado por un movimiento sui generis llamado «animalismo», así como por ciertas tradiciones culturales zoológicamente niveladoras hostiles al descollamiento de homo.

No cabe duda de que muchos animales no humanos se comunican entre sí. Son capaces de transmitirse información útil para diferentes fines, casi siempre ligados a la preservación de la integridad física (seguridad, reproducción, alimentación, etc.). En ciertas ocasiones se observan también intercambios comunicativos, al parecer desprovistos de toda función destinada a la conservación de la existencia (conductas afectivas, lúdicas, etc.).

En el caso de animales tales como perros, delfines o grandes primates —chimpancés, orangutanes y gorilas— la comunicación exhibe cierta complejidad relativa y se produce no solo entre congéneres sino también entre especies diferentes, típicamente con seres humanos. ¿Qué amante de los perros no ha experimentado en algún momento efusiva fascinación por su forma tan reveladora de dar a entender lo que desean o esperan de sus dueños? Delfines y monos son mascotas bastante infrecuentes, pero gozan también de muy buena prensa en lo que respecta a sus habilidades comunicativas con los seres humanos, además de las que en su vida ordinaria de relación despliegan para la comunicación intraespecífica.

Lo que parece distinguir en forma neta a homo sapiens de estas especies no es la capacidad de comunicar, que en mayor o menor grado está presente en ellas, sino el hecho de que solo el primero habla; es decir, emplea la forma excepcional de comunicar que se conoce como lengua, junto con otros expedientes de transmisión de información que forman parte del repertorio más o menos común a varias especies. El reconocimiento de esta singularidad humana se encuentra implícito en la declaración del amo que elogia la «inteligencia» de su perro cuando dice: “lo único que le falta es hablar”. Hacerlo lo proyectaría allende los límites de su «perrunidad» y lo asimilaría, por el solo efecto de la posesión del habla, al universo supracanino de los humanos.

En el caso de los grandes primates hay un hecho adicional que obra en favor del punto de vista defendido por la fervorosa investigadora: la similitud externa, debida a la minúscula distancia genética —un dos por ciento apenas— que los separa de homo sapiens. Tal semejanza, antes de que la información genética estuviera disponible, dio lugar a la extendida y falsa creencia de que «el hombre desciende del mono», difundida casi universalmente a raíz de la publicación de la obra de Charles Darwin El origen del hombre y la selección sexual en 1871.

Para una amplia mayoría de las personas —incluidas muchas de las que podrían considerarse “cultas”— es difícil desde entonces sustraerse a la idea de que aquellos primates son sus predecesores y se diferencian de ellas no tanto por la profusión pilosa sino, sobre todo, por la carencia de lenguaje. En realidad, el registro fósil muestra claramente que los primates humanos y no humanos tienen un ancestro común del que se desprendieron líneas evolutivas diferentes.

Entre los científicos que los estudian existe una voluntariosa tradición experimental, que se ha propuesto conocer del mejor modo posible las capacidades comunicativas de los primates no humanos, tanto en el laboratorio como en su hábitat silvestre. Casi conmueve evocar los ingentes esfuerzos comprometidos en el proceso de enseñar a los monos el uso de signos para transmitir mensajes, con contenidos determinados, o interpretar los que los laboriosos investigadores les dirigen. En ningún caso, empero, los protagonistas de estas interesantes experiencias —la chimpancé común Washoe, los chimpancés bonobos Kanzi y Panbanisha, la gorila Koko— adquirieron un dispositivo de comunicación cuya riqueza y potencia fuera comparable a la del lenguaje humano, tal como esta facultad se concreta históricamente en las numerosas lenguas particulares.

El obstáculo no puede atribuirse a una cuestión de pura pedagogía, como si la causa de que estos simios no desarrollen habilidades lingüísticas, en algún sentido relevante similar a las homo, radicara en los procedimientos didácticos empleados por los primatólogos y no en limitaciones inherentes a sus alumnos. Se impone, pues, la conclusión de que la distinción entre homo sapiens y los parientes antropoides es no de grado sino de naturaleza.

Pero el contencioso parece lejos de hallarse zanjado para una gran porción de gente, entre la que no faltan destacados científicos. A estos, sin duda, les despertará muy poca simpatía la afirmación de Noam Chomsky —quizá el lingüista vivo más famoso del mundo— de que es irracional aspirar a que los monos —los risueños y concupiscentes bonobos incluidos— adquieran destrezas lingüísticas. Es un punto de vista que comparto sin reservas, pero procuro no insistir demasiado en él cuando converso con mi apreciada colega para evitar el riesgo de que se engorile.


Víctor Rago A., profesor de la Universidad Central de Venezuela.