La eterna lucha entre la influencia y el poder

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Imagen de Andrew Martin en Pixabay

La tendencia natural del poder a concentrarse en pocas manos explica la preeminencia de la jerarquía como forma histórica de gestión de recursos y tramitación de demandas. La red, una forma alternativa de organización, siempre ha pretendido disputar tal dominio, pero ve mermadas sus expectativas de éxito por su tradicional dificultad para encauzar esfuerzos por un objetivo común.

Rafael Jiménez Moreno / 1 de marzo de 2021


 

Reseña de La plaza y la torre. El papel oculto de las redes en la historia: de los masones a Facebook, de Niall Ferguson (Debate, 2018).

 

Niall Ferguson es un especialista en historia económica y financiera, pero también un hombre de redes personales: profesor en las universidades de Oxford, Cambridge, Nueva York, Harvard y Stanford, invitado permanente a las deliberaciones anuales del Foro Económico Mundial y el grupo Bilderberg e integrante de los consejos de administración de tres organizaciones. Una vida cónsona con la afirmación de que «la alternativa a la interrelación profesional es el fracaso» (p. 33).

Ferguson resume en una pregunta el dilema que enfrenta toda persona obsesionada con el dominio: ¿qué es lo verdaderamente conveniente: formar parte de una red (que brinda influencia) o de una jerarquía (que confiere poder)? En el intento de disipar esta duda, emprende una revisión fragmentaria de la tensión histórica entre la red y la jerarquía, un binomio antinómico que bien puede servir de motor dialéctico. El resultado es un ensayo que lleva por nombre La plaza y la torre: la plaza como metáfora de la asociación y la torre como representación de la jerarquía. La casa editora aminora la apuesta por la erudición con un agregado comercial: «El papel oculto de las redes en la historia: de los masones a Facebook».

En opinión de Ferguson la plaza y la torre son dos formas de acceder y ejercer el poder:

 

Cuando la jerarquía está a la orden del día, el poder de cada uno depende del peldaño que ocupa en el escalafón organizativo de un Estado, empresa o institución similar verticalmente ordenada. En cambio, cuando las redes obtienen ventaja, el poder de cada uno deriva de su posición en uno o más grupos sociales horizontalmente estructurados (p. 14).

 

La tesis central del ensayo mantiene que en la historia universal solo en dos ocasiones las redes han tenido mayor poder que las jerarquías: en el siglo XV, con la invención de la imprenta, los descubrimientos geográficos y la expansión de los circuitos comerciales; y en el siglo XX ―a partir de la década de los setenta― con las innovaciones tecnológicas de Silicon Valley. La causa de la prevalencia de la jerarquía radica en que las redes, por sí solas, no proporcionan un marco institucional estable para el desarrollo económico y el orden político. «Las redes son creativas pero no estratégicas, porque les resulta muy difícil dirigirse a un objetivo común» (p. 71).

Los hallazgos de su revisión llevan a Ferguson a secundar la intuición fundamental de los padres de la teoría política clásica: el poder se concentra en menos manos, y de manera natural, a medida que aumenta el tamaño de la unidad política. Pero nada es eterno. En el siglo V el Imperio romano fenece en Occidente como consecuencia de «tres amenazas provenientes por redes humanas»: la migración (los pueblos germánicos), la religión (el cristianismo) y los contagios (las epidemias de los años 160 y 251).

En un punto importante de sus reflexiones Ferguson echa por el suelo la falsa dicotomía entre la jerarquía y la red. Lo hace cuando aclara que «una jerarquía es solo un tipo de red especial» (p. 68).

 

Antes de caer en las redes de la historia

Ferguson no resiste la tentación de indagar los orígenes de la teoría de las redes. Una de las disciplinas del conocimiento humano con mayores aplicaciones en el mundo actual está vinculada con la solución de un viejo acertijo. A mediados del siglo XVIII en la ciudad prusiana de Königsberg, hogar de Immanuel Kant, siete puentes atravesaban el Pregolia y comunicaban sus orillas a las dos islas que se alzaban en medio de este río, e incluso unían a las islas entre sí. En ese entonces, a los habitantes del lugar les fascinaba sorprender a los visitantes con un desafío: intenten pasar por los siete puentes sin cruzar más de una vez por ninguno de ellos. La historia cuenta que nadie lo logró. La razón: era imposible. Y tal imposibilidad obsesionó al científico suizo Leonhard Euler al punto de buscarle una explicación matemática. La obtuvo y, además, estableció las bases de lo que actualmente se conoce como «teoría de redes».

Al relato de esta anécdota le siguen los capítulos más densos del libro de Ferguson, donde expone las categorías conceptuales que harán posibles los análisis posteriores. El lector se informa acerca de los grafos, o mapas que muestran la geometría de posición; los nodos o vértices que ―en la representación de redes― son los puntos de origen de las distintas ramificaciones; las aristas, que son las conexiones entre los nodos; mientras que un núcleo (hub) es cualquier nodo que excede la media de conexiones. Se explican también los diferentes tipos de centralidad: grado (el número de aristas que salen de un nodo mide la sociabilidad e influencia), intermediación (la cantidad de información que pasa por un nodo mide la relevancia), cercanía (la cantidad de pasos para llegar a un nodo específico) y vector propio (proximidad a nodos populares o prestigiosos).

El núcleo es el nodo que tiene mayor centralidad de grado y de intermediación. Una agrupación (cluster), en el contexto de un mapa de geometría de posición, es el conjunto de nodos que poseen mayor densidad o coeficiente de agrupamiento (un criterio para medir la conectividad). Cuando las agrupaciones presentan mucha disparidad solo pueden unirse mediante vínculos débiles, tal como sostiene la Ley de Granovetter. En este punto Ferguson anota: «Para los pobres son más importantes los vínculos fuertes que los débiles, lo que sugiere que las redes estrechamente unidas del mundo proletario podrían tender a perpetuar la pobreza» (p. 58). Una vez expuesta la terminología y su poder explicativo comienza la interpretación de la historia a partir de la teoría de redes.

 

Las redes y las teorías conspirativas

Es mucho el peso que ejerce en las expectativas del lector promedio la promesa de desentrañar el papel oculto de las redes en la historia. Ferguson no desea que sus investigaciones se confundan con el enésimo intento de explotar la veta más comercial de la aproximación popular a las redes: la teoría de la conspiración. Por ello se apresura a cuestionar la seriedad histórica de las teorías conspirativas, y afirma que sus promotores siempre malinterpretan y tergiversan el modo como funcionan las redes. En un pasaje del ensayo consigna la siguiente reflexión:

 

En la mayor parte de la historia los éxitos se encuentran excesivamente representados pues el relato de los vencedores se superpone siempre al de los vencidos. En la historia de las redes suele ocurrir lo contrario: las redes de éxito escapan a la opinión pública, mientras que las que fracasan la atraen y la notoriedad las sobrerrepresenta (p. 228)

 

Con apego a la documentación existente, Ferguson analiza dos de las sociedades secretas más famosas: los iluminados y los masones. Analiza su funcionamiento interno y principales características: ritos iniciáticos, escalafones y simbología. Al presentar su balance, las despacha como redes idealizadas, tanto en sus repercusiones como en los alcances de su poder.

En el caso de la Orden de los Iluminados, surgida en Baviera, señala una paradoja: una red que anhelaba ser una elaborada estructura jerárquica. En páginas posteriores mostrará que tal contradicción es aparente, dado que una jerarquía es un tipo especial de red «en la que se maximiza la centralidad del nodo dominante» (p. 118).

Los masones tienen sus orígenes en la francmasonería que, a su vez, encuentra sus antecedentes en Escocia, en la Edad Media, cuando los stonemasons (albañiles) se organizaban en logias y establecían grados de jerarquía entre sus miembros. Un análisis de la independencia estadounidense da cuenta del impacto de la masonería: de los 241 padres fundadores 68 eran masones; de los 56 firmantes de la Declaración de Independencia ocho eran masones. Benjamin Franklin, George Washington y Robert Livingstone fueron maestres.

Ferguson califica la Ilustración de red de conocimiento que tuvo sus grandes nodos en París (con sus salones de aristócratas), Edimburgo (con sus clubes y sociedades de debate) y el norte de Italia. El análisis de las correspondencias personales de los intelectuales de la época revela que los tres grandes nodos eran Voltaire (se carteaba con 1.400 personas), Rousseau y D’Alembert. «En la red de la Ilustración había pocos científicos. Era una república de las letras más que una república de los números, una red de ensayistas más que una red de investigadores» (p. 139). En un breve capítulo sobre la viralidad de las enfermedades comenta que la «peste negra» tardó cuatro años en extenderse desde su origen en Asia hasta el extremo occidental de Europa. Pensar que al covid-19 le bastaron unos pocos meses…

 

El primer triunfo de las redes

Ferguson reconoce que antes del siglo XV la imprenta existía en China, pero subraya que ningún impresor chino alcanzó el logro de Johannes Gutenberg: crear un sector económico completamente nuevo. Para Ferguson, la revolución de la imprenta y la Reforma protestante en el siglo XV causaron un impacto económico mayor que la revolución informática de los años 1977-2004.

Las revoluciones basadas en redes (la Reforma, la revolución científica y la Ilustración) transformaron de manera profunda la civilización occidental. Ferguson conjetura que sin Gutenberg y su invento Martín Lutero no hubiese sido más que otro hereje en la historia del cristianismo. Y añade que las autoridades católicas no pudieron frenar la Reforma ―aunque apelaron a la violencia― debido a la gran cantidad de religiosos protestantes con elevada centralidad de intermediación. Pero cuando una red choca contra una jerarquía consolidada e institucionalizada no se salva de la derrota. En este sentido, la paz de Westfalia (1648) representa el triunfo de la jerarquía tras la conmoción de la guerra de los treinta años.

Otro gran momento de triunfo para la jerarquía vino con el Congreso de Viena (1815), que estableció el orden posnapoleónico: la pentarquía de Austria, Gran Bretaña, Francia, Rusia y Prusia. Tras el apaciguamiento de las revoluciones de 1848, influidas por las redes inspiradas en doctrinas socialistas, la familia real Sajonia-Coburgo relegitima la institución de la monarquía al aceptar manejarse de acuerdo con los principios del gobierno constitucional.

La crisis financiera de 1873 ocasionó el desplazamiento de 150 millones de personas, y el surgimiento de redes de populismo y xenofobia en los países receptores de emigrantes. Décadas después, el orden europeo colapsaría con la caída en desgracia del canciller Otto von Bismarck y el abandono del Tratado de Reaseguro suscrito en secreto entre Alemania y Rusia.

 

Redes efectivas en diversos ámbitos

Ferguson muestra su conocimiento de las raíces históricas del sistema financiero internacional, cuando traza el origen de los míticos Rothschild en un gueto de Frankfurt. El patriarca del clan familiar, Nathan Rothschild, comenzó como empresario en Gran Bretaña con la compra y reventa de telas; más tarde subcontrató telares y fabricantes de productos terminados. Su fortuna se debió a las innovaciones en el mercado internacional de deuda pública; la expansión de operaciones a los mercados de letras de cambio, oro, materias primas y seguros; la política de matrimonios endogámicos; la creación de una red de socios financieros y la financiación de campañas políticas (p. 177).

El golpe maestro fue el desarrollo de una red propia de información y comunicaciones que ofrecía como un sistema de correos a los clientes. El objetivo era sacar provecho comercial a las primicias noticiosas. La estrategia fue imitada, e hizo que el sistema financiero internacional y los medios informativos llegasen a tomar la forma de una red sin parámetros de escala, con la riqueza concentrada en unos pocos núcleos financieros.

En 1914 colapsa el orden político europeo diseñado en 1815 por Klemens von Metternich. En medio de las hostilidades surge una idea novedosa: el fomento de redes como arma de guerra. El imperio alemán alienta redes antiimperiales en Francia y Rusia para propiciar revoluciones que convulsionen el orden político. Es muy conocido el episodio del viaje en tren de Lenin de Zúrich a Petrogrado, para subvertir la madre Rusia prevalido de un financiamiento alemán de cincuenta millones de marcos. El káiser Guillermo llegó incluso más lejos: azuzado por el diplomático Max von Oppenheim, fantaseó con millones de súbditos musulmanes de la corona inglesa levantados contra el Imperio británico, a raíz de una convocatoria de la yihad. El primer imperio que tuvo éxito con este tipo de estrategias fue Gran Bretaña al propagar el virus del nacionalismo árabe, que terminaría por minar y desmembrar al imperialismo otomano.

En los años de Guerra Fría el imperio británico experimentó el poder de las redes como vehículo de infiltración extranjera, cuando la Unión Soviética logró que cinco espías se colaran en las agrupaciones estudiantiles de Cambridge y posteriormente en los servicios de seguridad: Guy Burguess, Donald McLean, Kim Philby, Michael Straight y John Cairncross.

En La plaza y la torre se dedica un capítulo a un tipo especial de red: la mafia, definida por el historiador Diego Gambetta como un cartel de empresas de extorsión privada. El origen de la palabra «mafia» aparentemente es árabe, y comenzó a circular a partir de 865 en Sicilia. Ferguson llama la atención sobre el carácter descentralizado de la mafia, que se comporta más bien como una red mantenida por un código de honor y secretismo.

 

La jerarquía vuelve a amenazar

El 29 de octubre de 1969 una computadora se comunicó por primera con otra mediante un mensaje incompleto enviado a través de Arpanet entre el Instituto de Investigación de Stanford y la Universidad de California, Los Ángeles. Fue el primer paso de lo que años después desembocaría en internet. Ferguson advierte que internet «más que la causa de la crisis del siglo XX… parece ser una consecuencia del poder jerárquico» (p. 319).

La concepción del ciberespacio como territorio de nadie y la percepción de que «la ciberdefensa va con diez años de retraso con respecto al ciberataque» (p. 476) sirvieron de coartada para una contramedida de las jerarquías: el advenimiento del Estado administrativo, concentrado en producir una regulación pública cada vez más compleja, que en los hechos acaba casi siempre por propiciar situaciones contrarias a los deseos del regulador. Para Ferguson representa la última versión de la jerarquía política: un sistema que escupe normas, produce complejidad y socava la prosperidad y la estabilidad: «A medida que se incrementa el nivel de complejidad de un sistema de regulación se incrementa el riesgo de inestabilidad, porque muchas veces las nuevas leyes reducen la capacidad de las autoridades de enfrentarse a los problemas de contagio» (p. 409).

Quien supo leer las contradicciones nacidas del Estado administrativo, que alcanzaron una versión hipertrofiada en la federación de Estados que forman la Unión Europea, fue el hombre de finanzas George Soros. Al defenderse de la acusación de sepulturero de la libra esterlina manifestó: «Las crisis financieras no la desencadenan los individuos. Las causan las manadas» (p. 381). Y las manadas son la forma más primitiva de una red de individuos.

Ferguson sintetiza las potencialidades y limitaciones de las redes: tienden a recuperarse, adaptarse y aprender con rapidez; pero les cuesta llegar a acuerdos negociados, porque no hay una persona o un pequeño grupo que esté al mando (p. 397). De allí que, en este animado duelo histórico, la perspectiva de victoria la sigue teniendo la torre.


Rafael Jiménez Moreno, comunicador social y egresado del IESA.