Líderes y pendejos: dicotomía fatal

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Gran parte de la discusión actual sobre la gerencia exalta tanto el papel del liderazgo que termina ocultando un hecho incontrovertible: los resultados que obtiene una organización son consecuencias de la acción de un conjunto de personas y no tanto de unos seres «especiales» llamados líderes. El reto es asegurar que todos los integrantes de una organización desarrollen las conductas que realmente contribuyen a que ésta sea sólida y perdure en tiempos difíciles.


Por líder se entiende, según el Diccionario de la Real Academia Española, aquella «persona a la que un grupo sigue reconociéndola como jefe u orientadora». ¿Y a qué se refiere la gente en sociedades como la venezolana cuando, por ejemplo, de una organización se afirma «le falta un líder» o cuando del país se dice «necesitamos líderes»? Posiblemente la gente tenga en mente que esa organización o el país necesitan personas a las cuales se reconozca como jefes o como orientadores. ¿Y qué significará que la gente «reconozca» a alguien como jefe u orientador? Posiblemente signifique que la gente siga las órdenes del jefe o las orientaciones del orientador. Pero una persona a quien un colectivo reconoce como jefe u orientador es definitivamente alguien especial que se distingue de los demás. Por eso es inevitable preguntarse qué distingue a las personas que merecen ser calificadas como líderes. La pregunta puede concretarse de la siguiente manera: ¿cuáles rasgos tiene en mente la gente cuando piensa en personas reconocidas como jefes u orientadores? Esta interrogante, en rigor, debería ser respondida empíricamente, mediante algún método de indagación. Sin embargo, con fines de reflexión, es pertinente hacer algunas consideraciones sobre el tan actual tema de los líderes y el liderazgo.

 

Los líderes como seres especiales

Si se presentan a un conjunto de personas las palabras seguridad, dinamismo, respuesta, dirección, influyente, solución, serenidad, pregunta, duda, observador, subordinación, influenciable, angustia, ¿cuáles serían asociadas con líder o liderazgo? Muy probablemente las cinco primeras y, también muy probablemente, las cinco restantes sean asociadas con liderado o seguidor. Tal predicción no es difícil, porque simplemente refleja la concepción enraizada en la cultura de que las palabras líder y liderazgo se refieren a seres especiales, especiales porque tienen rasgos que los distinguen de las personas comunes. Tan es así que hoy ser líder constituye una virtud. No es raro escuchar que de alguien con responsabilidades de dirección en una empresa se diga: «Es buen gerente y, además, es líder». Tampoco es raro escuchar a un padre orgulloso decir de un hijo: «Apenas tiene cinco años y ya es muy líder». ¿Qué parece ser apreciado en ese gerente o ese niño? Ser decididos, decir lo que hay que hacer, distinguirse por influir en los demás, ser el eje de la acción, llamar la atención.

Creer que un líder no debe ocuparse de la carpintería es dañino.

La admiración por los líderes llega a tal punto que con frecuencia se contrastan los rasgos supuestamente diferenciadores de líderes y gerentes, en detrimento de estos últimos. Así, por ejemplo, el sitio de Internet Changing Minds —autodenominado «el mayor sitio del mundo sobre todos los aspectos de cómo cambiamos lo que otros piensan, creen, sienten y hacen»— destaca que los gerentes tienen subordinados, un estilo transaccional acorde con el ejercicio de la autoridad que se deriva de su posición, se les paga para que las cosas se hagan y buscan el confort. Los líderes, en cambio, tienen seguidores, tienen carisma que inspira, su estilo es transformacional y asumen riesgos. Estas apreciaciones generales se recogen en un cuadro comparativo de atributos de líderes y gerentes que dramatiza el contraste.

De tal contraste es inevitable concluir que los líderes son seres, más que especiales, superiores. Son superiores por su manera de ver las cosas, su sabiduría y su capacidad para impactar la realidad y transformarla. Por ello, merecen ser seguidos. Se podría concluir también que los gerentes, si bien pueden desempeñar funciones socialmente útiles, ante todo son operarios que siguen las orientaciones de otros, la visión de otros que saben o intuyen hacia dónde debe dirigirse una organización o un colectivo.

Ante tal contraste quién va a decir que prefiere ser gerente que líder, qué padre va a negar que le encantaría que su hijo, cuando crezca (y de ser posible desde niño), sea quien inspire con una visión de largo plazo, imparta dirección, tenga seguidores por su carisma, sea quien alcance grandes metas y se atreva a romper reglas en el camino hacia el éxito. Y al pensar o soñar de tal manera es probable que se imagine a ese hijo-líder con muchos gerentes-seguidores trabajando para él. Un padre con tal preferencia está expresando percepciones y valores típicos de esta cultura. Por esa razón, es inevitable que al pensarse en líder se piense en «triunfador» y, de acuerdo, con la misma óptica, quien triunfa es un aventajado, alguien despierto, alerta, entrador, agudo, «con las pilas puestas». Nadie piensa en un líder como alguien callado, lento, tímido, alguien que muchos llamarían «pendejo».

Algunos lectores podrían argumentar que el párrafo anterior exagera y hasta ridiculiza un contraste que tiene como intención presentar una comparación didáctica entre líderes y gerentes. ¿Exageración? No parece, porque el hecho es que, tal vez sin intención, al tratarse de recalcar el papel significativo de la visión de largo plazo y la capacidad para inspirar y motivar a una organización o cualquier otro colectivo, se ha minimizado la importancia de la gerencia. Al respecto es significativo hoy cómo unas escuelas de negocios o administración proclaman tener como objetivo la formación de líderes más que de gerentes. Tanto se enfatiza la importancia de los líderes contrastándolos con los gerentes que pareciera que buena gerencia y buen liderazgo fueran cualidades independientes que no se necesitan mutuamente.[1]

 

¿Líderes avispados y seguidores pendejos?

Al presentarse a los líderes como seres especiales y hasta superiores, se arman, al mismo tiempo, dos trampas mortales: una que mina la práctica de la democracia, o la participación, y otra que inhibe el surgimiento de buenos líderes. En una democracia —o en una organización participativa— se reconoce la diversidad de personas y grupos, y se hace de esa diversidad una fortaleza. Por ello se reconoce también que todas las personas sirven para algo, que nadie sirve para todo y a todos se les debe ofrecer la oportunidad de servir al colectivo. Si alguien tiene algunos rasgos —como capacidad de empatía y comunicación— que le permiten desempeñar funciones como la de dirección en una empresa, un partido político, una universidad o el gobierno de una nación, muy bien. El colectivo lo reconocerá y tratará de sacar provecho de esos rasgos, pero con plena conciencia de que para alcanzar los objetivos de la empresa, el partido, la universidad o el gobierno, se precisa de la cooperación de una vasta diversidad de cualidades que nadie humanamente puede tener.

La calidad del liderazgo depende, en buena medida, de las características de los seguidores.

La creencia en que quien dirige tiene virtudes muy especiales que le hacen más importante que el resto de las personas, atenta contra las nociones de democracia y participación. En un sistema democrático, las decisiones surgen de la interacción en el colectivo cuyos integrantes expresan su parecer, certero o equivocado, de acuerdo con el supuesto de que cada cual merece vivir, sirve para algo y tiene derecho a ser escuchado, aunque puede estar equivocado, tan equivocado como el líder. En este supuesto se fundamenta la convicción de que quien disiente debe ser respetado, aunque sea minoría, porque en la disidencia puede estar la luz, el parecer que permite identificar errores y rectificar oportunamente. Cualquiera puede tener razón, hasta los «pendejos» que nunca serán designados para posiciones de dirección, porque titubean, no son convincentes y no tienen una corte de seguidores. Pero los «pendejos» —como muchos llamarían a las personas menos educadas, los intelectuales, los artistas, los excéntricos, dependiendo de los sesgos de quien discrimina— pueden tener intuiciones interesantes y útiles, además de capacidad para ver lo que otros no ven. Desde este punto de vista, la noción del llamado «empoderamiento» puede entenderse como abrirle a los supuestos «pendejos» la posibilidad de que opinen y que su voz cuente en las decisiones.

La segunda trampa se refiere a que la visión de los líderes como personas especiales y decisivas, para alcanzar los objetivos de un colectivo, conduce a exagerar también la importancia de su formación en detrimento de la formación de los seguidores.[2] Esto tiende a tener consecuencias nefastas, entre otras cosas, porque el liderazgo es una estructura antes que una persona o una cúspide de líderes y un gran grupo de seguidores. En una organización, por ejemplo, hay liderazgos en distintos ámbitos, como el técnico y el administrativo en una empresa de ingeniería. Con frecuencia, sin esos liderazgos especializados o parciales, una organización no puede actuar efectivamente por muy sólido que sea el supuesto liderazgo en la cúspide. En este sentido, no es raro que los partidos políticos sufran gravemente las consecuencias de la ausencia de líderes regionales o locales, a pesar de contar con prestigiosos y bien preparados líderes en la dirección nacional.

Es fundamental reconocer que la calidad del liderazgo depende, en buena medida, de las características de los seguidores; entre ellas, la disposición a ser exigentes con los líderes. Lamentablemente, los recuentos históricos no ayudan mucho a comprender esta relación entre líderes y seguidores. Casi siempre la historia presenta a los líderes de una nación, y hasta de una organización, como personas que fueron capaces de elevarse por encima del colectivo para orientar como un hábil perro pastor a un torpe rebaño de ovejas. Las ovejas no paren perros pero los seguidores sí paren líderes.

Hollywood tampoco ayuda. Con excepciones, las películas se regodean en personajes históricos o ficticios que actúan como verdaderos portentos para transformar la realidad. La película Invictus, que resalta las virtudes de Nelson Mandela para llevar a Sudáfrica por buen camino, alejando a la población negra de la revancha y la destrucción de sus viejos opresores, es un ejemplo muy actual. Por supuesto que Mandela más de una vez en su vida demostró ser una persona muy valiosa, pero qué lástima que poco se han explorado las características de la población sudafricana que permitieron a Mandela llevar a su país por buen camino. Claro, más fácil es exaltar a un líder que a un colectivo, cosa que hace muy bien un director de la calidad de Eastwood.

Las sociedades o las organizaciones sólidas —que alcanzan sus objetivos y son capaces de sobrevivir en circunstancias muy difíciles— tienen buenos líderes, pero no por ello son sólidas. Son sólidas porque fueron capaces de generar seguidores exigentes, comprometidos, lo que les permitió aprender de la experiencia y responder efectivamente en situaciones adversas e inesperadas.

 

De nuevo, gerentes y líderes

La dicotomía entre líderes y gerentes en la cual éstos últimos quedan mal parados es, en el mejor de los casos, desorientadora. Un gerente efectivo no puede limitarse a dar órdenes a subordinados que trabajan por un simple salario. La experiencia y la investigación muestran, hasta la saciedad, que un buen gerente se ocupa de la gente y la motiva con algo más que dinero, trata de construir cultura y de ver el mediano y largo plazo. Ver nada más el presupuesto anual, centrarse en los detalles de un plan, evadir el conflicto, apegarse a las reglas y medrar en la estabilidad, por nombrar sólo unos elementos con los que se ha puesto de moda caricaturizar a la gerencia, no son rasgos típicos de la gerencia sino de la mala gerencia o, si se quiere, de la gerencia incompetente. De igual manera, podría decirse que el líder que arrastra voluntades y lleva a un grupo a donde él o ella quiera, sin propiciar dudas ni hacerse vulnerable permitiendo que sean bien articuladas las posiciones divergentes, no es otra cosa que un mal líder.

Así como hay malos gerentes hay malos líderes. Por eso, la polarización de los rasgos de líderes y gerentes no pasa de ser un simplismo majadero. Pocas veces los simplismos y las majaderías conceptuales merecen mayor atención, excepto cuando causan daño porque confunden. La dicotomía líderes-gerentes es una necedad que desorienta a la gente que se esfuerza por ser eficaz cuando actúa en ámbitos tan diferentes como una empresa, un ministerio, una alcaldía, una organización religiosa o un club deportivo. Por ejemplo, con la famosa frase «eso no es más que carpintería» se quiere decir, al menos en Venezuela, que hay cosas en las cuales no vale la pena pensar, porque de ellas se ocuparán los operarios.[3] Las implicaciones de tal aseveración están a la vista: la gente que toma las decisiones que cuentan no deben ocuparse de cosas prácticas, de «pequeñeces»; eso se le deja a otros que no tienen la responsabilidad de pensar, trazar lineamientos estratégicos, optar por un camino. De nuevo, la carpintería es asunto de pendejos, no de quienes deciden, de quienes lideran.

Creer que un líder no debe ocuparse de la carpintería es dañino. Parafraseando una vieja expresión podría decirse que, para un buen líder o un buen gerente, «el diablo está en la carpintería». En la Venezuela de estos días es imposible exagerar la importancia de la carpintería porque, con la tendencia a pensar en «lo macro», la ejecución, el estar pendiente de cómo se hace lo que se decidió hacer, suele pasar a un segundo plano. Por ello, no es raro que los líderes o gerentes no demuestren, con obras y no con simples amores, auténtica preocupación por el bienestar, la motivación y las condiciones de trabajo del vasto mundo de empleados y obreros públicos y privados que, en definitiva, son quienes se ocupan de que las visiones, las misiones y los correspondientes planes, programas y proyectos, se hagan realidad. Cuando en una sociedad se falla con tanta frecuencia en la ejecución o en cosas tan importantes como el mantenimiento (considérese, por ejemplo, lo que ha ocurrido con el deterioro de las plantas termoeléctricas generadoras de energía), los buenos líderes o los buenos gerentes no pueden descuidar lo que despectivamente se llama «la carpintería», para significar lo fácil, lo que casi ocurre naturalmente, aquello de lo que se ocupa la gente que no se ocupa de lo importante; es decir, los pendejos.

 

Rasgos deseables en líderes, gerentes y seguidores sin distinción

La noción de líder, tal como hoy se propaga y encumbra, es peligrosa porque, de una u otra manera, desdibuja nociones como la de organización, que expresan la importancia de la acción colectiva para alcanzar determinados objetivos. Este riesgo es tal vez mayor en sociedades, como la venezolana, propensas históricamente a glorificar personas como héroes o demiurgos a quienes se debe lo logrado, o a responsabilizar de los fracasos a individuos, ocultando así el esfuerzo o la acción negativa de muchos. Así se ha perdido mucho tiempo soñando con la aparición de líderes salvadores, para el país o para organizaciones específicas. Por ello hay que concentrar la atención en la acción del grupo, en todo aquello que le imparte eficacia a esa acción.

Lo que cuenta es, en definitiva, lo que ocurre con el colectivo a lo largo del tiempo, después de que esas personas inteligentes, visionarias, elocuentes y convincentes han dejado de actuar.

Con la organización en mente se puede delinear un esquema de conductas deseables en todas las personas que trabajan en conjunto para el logro de un objetivo. Tal esquema gira en torno a la noción de que el elemento clave en el desempeño de una organización es su capacidad para identificar errores, innovar y rectificar oportunamente, lo que autores como Peter Senge calificarían como capacidad para aprender.[4]

  • Capacidad para aprender: cultivo de la duda, búsqueda de información u opiniones que pudieran contradecir las opiniones propias, disposición a reconocer errores, rectificar oportunamente e innovar.
  • Capacidad para contribuir al aprendizaje del grupo: propiciar la comunicación efectiva, lograr que se practique la tolerancia de opiniones divergentes aunque sean compartidas por muy pocos, contribuir a que el grupo se haga preguntas que tienden a ser evadidas por traumáticas.
  • Excelencia: tratar de hacer las cosas de la mejor manera posible y propiciar que otros busquen la excelencia.
  • Visión: pensar más allá de lo inmediato, percibir tareas o funciones específicas como parte de un todo y contribuir a que otros tengan tal percepción.
  • Compromiso: disposición a dar lo mejor de sí para el logro de los objetivos del colectivo y motivar a otros para que hagan lo mismo.
  • Tenacidad: sostener el esfuerzo, incluso en contra de circunstancias adversas y cultivar ese esfuerzo en los demás.

El esquema propuesto es normativo, sirve de norte. Muy adrede se aleja de los modelos basados en la observación de lo que hacen los líderes, porque no necesariamente lo que ellos o ellas hacen fortalecen a la organización. La historia está llena de líderes exitosos que llevaron sus organizaciones al mayor éxito, para después conducirlas al más estruendoso fracaso. El caso de Enron es un elocuente ejemplo. De acuerdo con las concepciones usuales de liderazgo, muchos dirían que esa empresa tenía líderes brillantes, de hecho así se dijo. Si Enron hubiese sido una organización sólida, no hubiese tenido el trágico final que tuvo. Enron llegó a ese final porque no fue capaz de aprender. Desde temprano creó una «inteligente» espiral de engaños en la cual no cabía la disidencia. Cabía una banda de personas muy bien preparadas técnicamente que buscaban el beneficio personal, sin pensar en el daño que causaban a la organización y a quienes sí pensaban en ella. En verdad, como argumentó Malcolm Gladwell, no había organización.[5]

El esquema es normativo, porque cumple el propósito de servir de marco de referencia para contrastar el comportamiento de personas y grupos. Muy pocas son las personas que merecen el calificativo de «santas»; pero, si de religión se habla, también puede afirmarse que el comportamiento humano debe juzgarse por sus «frutos», no por buenas intenciones, promesas o apariencias. Hay personas que son llamadas líderes porque impresiona su manera de hablar, de inspirar, influir y convencer. Parecen virtuosos, pero lo que cuenta es, en definitiva, lo que ocurre con el colectivo a lo largo del tiempo, después de que esas personas inteligentes, visionarias, elocuentes y convincentes han dejado de actuar. ¿Habrán contribuido a fortalecer a ese colectivo con el cual se vincularon? El tiempo lo dirá, pero algunas ideas pueden ayudar a moldear las expectativas, a ser exigentes con personas y organizaciones, y a no ser inocentes víctimas de personas u organizaciones.


Ramón Piñango, profesor del IESA y director de Debates IESA.

Este artículo se publicó originalmente en la edición enero-marzo de 2010.

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Notas

[1] Mintzberg, H. (2009). Managing. Berrett Koehler Publishers.

[2] Piñango, R. (2004). Granos de sal contra el endiosamiento de los líderes. Debates IESA (IX)2.

[3] Naím, M. y Piñango, R. (1984). El caso Venezuela: una ilusión de armonía. En M. Naím y R. Piñango (eds.), El caso Venezuela: una ilusión de armonía. Ediciones IESA.

[4] Senge, P. (1998). La quinta disciplina. Granica.

[5] Malavé, J. (2003). El mito del talento: una creencia peligrosa. Debates IESA (VIII)4.