La idea de meritocracia puede lucir atractiva para un país como Venezuela que ha padecido los efectos de una mezcla de autoritarismo, populismo, nepotismo y clientelismo. Pero la experiencia internacional aconseja cautela: esa idea puede prometer más de lo que cumple y justificar privilegios y desigualdades despiadadas y denigrantes.
José Malavé / 28 de octubre de 2019
Difícilmente puede rechazarse la idea de que gobiernen los mejores (por su habilidad y talento) y la gente sea recompensada por sus logros (resultantes de su capacidad y su esfuerzo): aporta un criterio justo y funcional para asignar recursos, estatus y papeles. Aunque pueda rastrearse hasta la antigüedad, tal idea identifica al mundo moderno: a partir de la Revolución francesa se convirtió en anhelo colectivo. Ahora bien, la palabra «meritocracia» fue acuñada por un sociólogo británico, Michael Young (1915-2002), estudioso de la clase trabajadora inglesa y promotor de su mejoramiento, en una obra satírica —una distopía— publicada en 1958 con el título The rise of meritocracy.
En el año 2033 el narrador hace un recuento del desarrollo de la nueva sociedad británica, cuya clase dominante estaba constituida por la fórmula «mérito = inteligencia + esfuerzo». La obra pretendía llamar la atención hacia los disparates e injusticias de la vida meritocrática; por ejemplo, segregación basada en pruebas de inteligencia para reducir la mediocridad y padres que trataban de asegurar ventajas inmerecidas para sus hijos. Pero, con el tiempo, el sentido peyorativo de la palabra se fue perdiendo y meritocracia pasó a designar un ideal compartido e invocado por las élites en los más diversos ámbitos (política, economía, educación, deportes, artes). «Meritocracia representa una visión en la cual el poder y el privilegio serían asignados por mérito individual, no por origen social» (Appiah, 2018). Para Mijs (2016: 15), la idea de que el éxito esté determinado por el talento y el esfuerzo del individuo puede ser «reforzadora para quienes tienen talento y, quizá, consoladora para quienes no lo tienen (al menos tuvieron la misma oportunidad)».
Una idea atractiva
Muchas personas —particularmente las élites políticas y económicas— ven en la meritocracia un modelo deseable, en lugar de una distopía como pretendió su creador. En efecto, el concepto proporciona criterios operativos funcionales para las sociedades modernas y formas de resolver —justificar, legitimar, racionalizar— el perenne problema de la desigualdad social. En lugar de nepotismo, clientelismo político o cualquier forma de corrupción, la meritocracia ofrece el criterio de competencia (y su evaluación o medición) para la selección de quienes ocuparán los cargos disponibles o serán admitidos en el sistema educativo (o cualquier otra institución capaz de conferir títulos o privilegios).
Conceptual y moralmente, la meritocracia se presenta como el opuesto de sistemas tales como la aristocracia hereditaria, en el cual la posición social de uno es determinada por la lotería del nacimiento. En una meritocracia, riqueza y ventaja son justas compensaciones al mérito, no bendiciones fortuitas de eventos externos (Mark, 2019).
La idea de meritocracia se relaciona con la clásica oposición de la sociología entre adscripción y adquisición, y le insufla un nuevo vigor. Un rasgo distintivo de las sociedades modernas es que las personas se ganen sus recompensas y estatus (adquisición) no que las hereden o reciban de cualquier otra forma (adscripción). Un corolario de este principio es que las diferencias en adquisición —logro— se traducen en diferencias en recompensas; de allí el criterio para asignar recursos —capacidad y esfuerzo— y la justificación de la desigualdad en términos de eficiencia funcional: a mayor mérito mayor estatus. Así, además de una regla ética para asignar recursos, la meritocracia proporciona un estímulo para el esfuerzo: es posible lograr recompensas y posiciones sociales que serían inalcanzables en un sistema basado en privilegios de clase o herencia.
Una idea problemática
La entusiasta recepción de la idea de meritocracia ha impedido apreciar lo que tiene de problemático. El primer crítico de la idea fue su creador, Young, quien advirtió que si ya es penoso ser un perdedor por mala suerte, peor es serlo porque no se le reconozca mérito alguno. En otras palabras, a la humillación se añade el insulto. Para colmo, como señala Mark (2019), la diferencia entre éxito y fracaso es, en muchos casos (sobre todo en entornos competitivos), resultado de la suerte más que del mérito (en sí mismo evento fortuito, porque depende de dotación genética, crianza y circunstancias azarosas). Además, los rasgos que se consideran meritorios han cambiado a lo largo de la historia y dependen de los intereses y las necesidades de las instituciones que los definen; es decir, el mérito es socialmente construido. Mijs (2016) ilustra esto con una selección de «rasgos meritocráticos» desde la Grecia antigua hasta la sociedad estadounidense contemporánea.
La «lotería del nacimiento» no distribuye de manera uniforme algunos factores clave para el éxito en la vida
Mijs (2016) argumenta que, en el ámbito educativo, la determinación del mérito —combinación de esfuerzo y capacidad— no se deriva de factores meritocráticos, lo cual pone en tela de juicio la justicia de tal criterio para asignar recursos o seleccionar candidatos. Por ejemplo, es bien sabido que el esfuerzo dedicado al estudio no garantiza una buena calificación y que un estudiante brillante puede, con poco esfuerzo, obtener una nota alta. La «lotería del nacimiento» no distribuye de manera uniforme algunos factores clave para el éxito en la vida (inteligencia, condición física, atractivo…); por lo tanto, «la carrera meritocrática arranca de posiciones de salida desiguales y no meritocráticas» (Mijs, 2016: 19), que, además, resultan inmerecidas. Mijs reporta datos para mostrar el peso de los privilegios socioeconómicos en la admisión a una universidad como Harvard: «los hijos de los (super) ricos van a Harvard a una tasa de 3 a 14 veces mayor que la esperada si el ingreso familiar y la admisión no estuvieran relacionados» (Mijs, 2016: 21). En general, las universidades elitescas «reclutan más estudiantes del 1% superior de la distribución del ingreso que del 60% inferior»; así, en lugar de «mecanismo de movilidad», la educación se convirtió en «fortaleza de privilegio», donde no hay espacio para otros, como pudo constatar Michael Young al final de su vida (Appiah, 2018).
Diversos estudios han mostrado que, aun cuando se apliquen procedimientos estrictamente meritocráticos (decisiones basadas en resultados de exámenes de admisión), los estudiantes provenientes de hogares con mayores ingresos y niveles educativos terminarán en los salones con mejores recursos y estándares más exigentes (Mijs, 2016). En general, la procedencia social del estudiante sigue siendo un predictor del nivel y la calidad de la educación que alcance. El papel de los padres es clave tanto directa (dotación genética, crianza y contexto social que conducen al logro educativo) como indirectamente (motivación, apoyo y presión ante la elección de opciones educativas).
La idea de meritocracia no ha estado exenta de críticas, particularmente en la comunidad científica. Pero eso no ha disminuido la fe de políticos, empresarios o educadores en su virtud como fundamento ético para asignar recursos escasos (posiciones de autoridad, promociones remuneradas o cupos en instituciones educativas). Mijs (2016: 14) argumenta que «la propagación de políticas meritocráticas en educación amenaza con desplazar la necesidad y la igualdad como principios de justicia». Esto puede no solo impedir la implantación de prácticas requeridas para la igualdad de oportunidades, sino también facilitar la justificación de desigualdades. En las declaraciones de políticas educativas de Estados Unidos, Europa y organismos internacionales (como la OECD), Mijs (2016: 24) encuentra argumentos «funcionalistas» destinados a «legitimar diferencias, estimular esfuerzos y, de esa manera, optimizar la asignación de recompensas». La noción de justicia subyacente pone el acento en la racionalidad económica (más que en la igualdad o la necesidad): la lógica del retorno de la inversión favorece a quienes son considerados más aptos o se les atribuye mayor potencial.
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Una idea peligrosa
Mark (2019) alerta, con base en hallazgos de psicología y neurociencia, que la creencia en la meritocracia puede volver a la gente más egoísta, menos autocrítica y más dispuesta a actuar de manera discriminatoria. En una serie de experimentos basados en el «juego del ultimátum», precedido de un juego falso de destreza, se encontró que una simple etiqueta de «ganadoras» hacía a las personas más tolerantes de distribuciones desiguales de recursos. Otros estudios mostraron que recordar el efecto de factores externos que contribuyeron a su éxito en la vida —suerte o ayudas, por ejemplo— hacía a unas personas más generosas que otras a quienes se pidió recordar factores internos como capacidad y esfuerzo.
La creencia en la meritocracia parece influir en conductas discriminatorias, como reveló un estudio que comparaba compañías que adoptaban la meritocracia como valor central y otras que no: en las primeras los gerentes otorgaban recompensas mayores a los hombres que a las mujeres con idéntico desempeño. Los investigadores explican esta «paradoja» como un efecto de superioridad moral derivada de adoptar la meritocracia, que hace a las personas menos dispuestas a evaluar sus decisiones y conductas. Por último, para Mark (2019), la meritocracia constituye una forma de autoalabanza: «Su alquimia ideológica transmuta propiedad en alabanza, desigualdad material en superioridad personal… Asimismo, los fracasos terrenales devienen signos de defectos personales, que explican por qué quienes se encuentran en la base de la jerarquía social merecen permanecer allí».
Una educación guiada por criterios meritocráticos corre el riesgo de convertirse exclusivamente en entrenamiento para el trabajo, y descuidar la formación de ciudadanos responsables
La puesta en práctica de la idea de meritocracia puede tener consecuencias socialmente indeseables y éticamente inaceptables. Un resultado de la aplicación de su principio fundamental es que, si las recompensas van a los individuos que se esfuerzan, quienes no las reciben son culpables de su fracaso (desempleo, desnutrición, pobreza). Esto equivale a «culpar a la víctima», uno de los mecanismos de desconexión moral descrito por Bandura (2016), que permite racionalizar el daño infligido a otro; ejemplo clásico es el de la víctima de una violación, que termina acusada de incitar el acto («ella se lo buscó»). En este caso la justificación adopta la forma de infortunio merecido por un defecto personal (falta de voluntad o cualquier otra disposición individual), lo cual desplaza la responsabilidad y la búsqueda de solución de la sociedad al individuo; y en consecuencia, invalida la protesta u otras formas de acción colectiva. Irónicamente, la sátira de Young (1958) termina con una revuelta y el asesinato del ficticio autor.
Una persona admitida en una universidad, seleccionada para un empleo o ganadora de la lotería obtiene, en cada caso, el resultado de la aplicación apropiada de una regla. No lo «merece» porque tenga una dignidad o un valor intrínseco de los cuales carece quien no obtenga alguno de esos resultados. Ninguno de los elementos de la fórmula del mérito —talento y esfuerzo— son cosas que la gente se «gane», sino consecuencias de la lotería genética o de circunstancias históricas que favorecen a unos y no a otros (Appiah, 2018).
La experiencia en el ámbito educativo muestra que hay una gran distancia entre el ideal y la práctica de la meritocracia (Mijs, 2016). Las oportunidades son determinadas por factores ajenos a ella y, sea cual fuere la definición de mérito, algunos grupos resultan favorecidos (los etiquetados como más aptos) y otros perjudicados (los etiquetados como menos aptos). Además, una educación guiada por criterios meritocráticos corre el riesgo de convertirse exclusivamente en entrenamiento para el trabajo, y descuidar la formación de ciudadanos responsables (lo que solía llamarse en Venezuela «formación social, moral y cívica»).
¿Hay salida?
Hellen Andrews (2016) llama la atención hacia el hecho de que los críticos de la meritocracia no sean tan productivos para proponer soluciones a los problemas que identifican: apenas «pellizcos» al sistema para hacerlo más eficiente o menos discriminatorio. El epígrafe de su artículo es elocuente: «Nuestros autores fallan como críticos de la meritocracia porque no pueden sacar sus cabezas fuera de ella». No llegan a cuestionar su validez. Ello requiere, sugiere Andrews, reconocer que tal idea fue inventada, forjada. ¿Cuándo, cómo y por qué ocurrió? En la Inglaterra de mediados del siglo XIX, la idea de implantar un sistema de exámenes para el reclutamiento de funcionarios del servicio civil fue recibida con adhesiones y rechazos, como cualquier otra idea. A pesar de las abundantes críticas y sombrías expectativas, el nuevo sistema se impuso: «El principio del mérito fue como un virus en el código del gobierno británico; la clase que creó estaba perfectamente diseñada para barrer todo a su paso» (Andrews, 2016). La vieja aristocracia cedió ante la nueva burocracia.
En Estados Unidos la meritocracia encontró un terreno fértil. Sus críticos han llegado incluso a documentar y medir sus efectos: una nueva clase aristocrática que atenta contra la movilidad social y el sistema democrático. No es solo que algunas universidades exclusivas recluten estudiantes provenientes de familias de altos ingresos sino que, además, los integrantes de la élite meritocrática viven en los mismos vecindarios, se casan entre ellos y sus hijos siguen la misma trayectoria hacia el éxito, como en cualquier sistema hereditario (Deresiewicz, 2014; Murray, 2012). Así, en lugar de remedios que pueden resultar peores que la enfermedad por sus efectos inesperados, Andrews (2016) propone que la nueva aristocracia asuma su verdadero nombre y su papel, tratando de presentar su mejor cara, reconociendo sus defectos y virtudes. No parece exactamente una «solución», pero al menos sincera las cosas.
En el ámbito específico de la educación Mijs (2016) plantea una posible alternativa al énfasis meritocrático: ofrecer a todos los estudiantes las mismas oportunidades independientemente de su aptitud (principio de igualdad) o incluso «compensar» la menor aptitud con mayor inversión en recursos educativos (principio de necesidad). Su argumento es que el principio de igualdad de oportunidades es congruente con la idea de meritocracia, pero no con su práctica, debido a las desigualdades genéticas, familiares, sociales e institucionales. Por ello es necesario implementar mecanismos de compensación: educación prescolar para niños en desventaja y escuela comprehensiva, por ejemplo. Mijs (2016) propone una agenda de investigación dirigida a entender cómo llegan a imponerse las creencias meritocráticas (procesos de socialización e institucionalización), cómo se distorsiona la idea de la meritocracia en las escuelas (procesos de admisión y evaluación), cómo se construye un discurso justificador de desigualdades en la política educativa (procesos de racionalización) y cuáles son los efectos (procesos de percepción y autopercepción) de las etiquetas impuestas a ganadores y perdedores.
Ya no parece posible —tampoco deseable— eliminar las jerarquías ni dejar de premiar a quien lo merece. Ahora bien, Appiah (2018) rescata la lección que intentó dejar Young en su sátira. Aunque todos quisieran asegurar las mejores condiciones sociales y financieras para sus niños, no deberían hacerlo perjudicando a los niños de otros. Todos tienen derecho a la autoestima y a una educación decente. Son bien conocidas las formas de democratizar las oportunidades de progreso y mantener bajo control la influencia de la herencia. Finalmente, es necesario hacer un esfuerzo para evitar el menosprecio hacia los menos favorecidos por procesos de selección y promoción basados en los criterios meritocráticos y sus distorsiones.
Referencias
- Andrews, H. (2016): «The new ruling class». The Hedgehog Review. Vol. 18. 2: https://hedgehogreview.com/issues/meritocracy-and-its-discontents/articles/the-new-ruling-class
- Appiah, K. A. (2018): «The myth of meritocracy: who really gets what they deserve?». The Guardian: https://www.theguardian.com/news/2018/oct/19/the-myth-of-meritocracy-who-really-gets-what-they-deserve
- Bandura, A. (2016): Moral disengagement. Nueva York: Worth Publishers.
- Deresiewicz, W. (2014): Excellent sheep: the miseducation of the American elite and the way to a meaningful life. Nueva York: Free Press.
- Mark, C. (2019): «A belief in meritocracy is not only false: it’s bad for you». Aeon: https://aeon.co/ideas/a-belief-in-meritocracy-is-not-only-false-its-bad-for-you
- Mijs, J. (2016): «The unfulfillable promise of meritocracy». Social Justice Research. Vol. 29. No. 1: 14-34. DOI: 10.1007/s11211-014-0228-0
- Murray, C. (2012): Coming apart: the state of white America 1960-2000. Nueva York: Crown Forum.
- Young, M. (1994): The rise of the meritocracy. Nueva York: Transaction Publishers.
José Malavé, profesor del IESA y editor de Debates IESA.