Las lenguas cambian junto con el universo real e imaginario, material e intangible que expresan y ayudan a constituir a la vez. Casi siempre las innovaciones reflejan la creatividad de la comunidad de habla y el idioma gana. Pero a veces son transgresiones debidas a factores que erosionan en el hablante el sentimiento de la lengua.
Víctor Rago A. / 27 de febrero de 2021
En los ya lejanos tiempos en que se celebraban elecciones de autoridades en la Universidad Central de Venezuela, tuvo lugar un foro entre los diversos candidatos. En un determinado momento del animado debate, uno de los participantes caracterizó los antagonismos entre adherentes de un mismo grupo académico como luchas «intestinales». Quiso decir intestinas, claro está, sirviéndose de un adjetivo un poco anticuado y de raro empleo hoy, a no ser en textos arcaizantes o castizamente rebuscados. El caso es que «intestinal» ha de haberle parecido más gráfico para metaforizar la eventualidad, afortunadamente improbable, de que los cordiales contrincantes se sacaran las tripas unos a otros.
Valga esta insignificante anécdota para hacer referencia a lo que hace que tantos hablantes, muchos de ellos pertenecientes a los estratos llamados cultos, incurran en yerros, no siempre pintorescos y divertidos, al elegir ciertos vocablos para dar curso a sus afanes comunicativos. Cualquiera puede equivocarse alguna vez, pero no parecen esporádicos lapsus léxicos, pues no se extenderían tan fácilmente como parece ocurrir en ciertos casos, cuando resultan adoptados —esto es, cometidos— al principio por pocas personas hasta que adquieren estabilidad de uso en capas más o menos extensas de hablantes. Agréguese que los medios de comunicación tradicionales y las ya no tan novedosas «redes sociales» contribuyen a ello decisivamente.
Las causas son variadas, como es de prever, dado el carácter omnipresente de la lengua en los negocios humanos. A veces el origen se remonta a la influencia que una lengua ejerce sobre otra, como modalidad específica de la gravitación cultural, económica, política, etc., que una sociedad en determinadas condiciones históricas tiene sobre sus vecinas (físicamente cercanas o no, que para algo sirve la globalización). Puede ocurrir entonces que los hablantes de la segunda toman de la primera un vocablo que consideran necesario, por no tener uno propio que responda eficazmente a una nueva necesidad de comunicación. Pero, ¿es un caso de carencia absoluta o más bien de ceder al atractivo de que el nuevo término goza precisamente por su prestigiosa oriundez?
He aquí un ejemplo. La palabra «experticia» se usa hoy ampliamente para designar el conocimiento profesional o especializado que posee alguien en determinado campo del saber. Es un préstamo del inglés, lengua en la que expertise significa «habilidad o conocimiento especial o de un experto» (según el diccionario Merriam-Webster). Así castellanizado —al principio se empleaba la voz inglesa como un xenismo (vocablo extranjero) distinguido— ha ido conquistando partes de territorios semánticos de otras palabras del léxico hispano, como conocimiento, experiencia, pericia, sapiencia, sabiduría, erudición, maestría, etc.
Entre hablantes venezolanos «experticia» significaba peritaje o examen técnico, sentido que se conserva en ámbitos ocupacionales determinados (policial, seguros de automóviles…). El Diccionario de la Real Academia Española y de la Asociación de Academias de la Lengua Española (según la edición de 2014, actualizada en 2020) recoge la palabra como venezolanismo sin registrar otra acepción. Por su parte el Diccionario de Americanismos (2010) de la misma corporación, junto a la acepción venezolana ofrece dos más propias de diferentes países hispanoamericanos (Costa Rica, Cuba, Colombia, Perú, Chile, Ecuador, si bien no Venezuela) que concuerdan con el significado de la voz inglesa, e indica esa obra que es un préstamo. Hoy también en Venezuela ese es el significado prevaleciente para la mayoría de los hablantes, aunque aquel repertorio lexicográfico no lo diga expresamente.
No es, por cierto, un caso de expansión del significado de una palabra del léxico propio —recurso legítimo y frecuente para responder a la incesante demanda comunicativa— sino de una importación que ha producido una polisemia, fenómeno por el que dos significados diferentes, pero entre los que se intuye alguna conexión, se asocian a un mismo significante, para decirlo en terminología de Saussure. No es difícil observar, por otro lado, cuál ha sido el estímulo fonético para el movimiento semántico, dada la similitud audible y gráfica entre «experto» y «experticia» —uno de los varios tipos de lo que los lingüistas llaman etimología popular— favorecido concomitantemente por la influencia de la voz inglesa.
Un purista condenaría el hecho aduciendo que se afinca doblemente en la preterición ignorante de lo propio y la seducción de lo extranjero. Pero los dioses del lenguaje (el polifacético Hermes, el temible Thot, el babelizador Yahvé…) protejan al curioso observador de incurrir en semejante exabrupto: los contactos interlingüísticos dan lugar a procesos complejos que no conviene despachar en tono de censor aspérrimo. Las adopciones lexicosemánticas y fraseológicas (y en menor escala fonológicas y sintácticas) entre lenguas diferentes son frecuentísimos a todo lo largo de la historia lingüística de la humanidad. Tanto que a veces los estudiosos no saben si dos lenguas están genéticamente emparentadas —es decir, si provienen de una anterior y común— o si los parecidos que exhiben resultan de una prolongada convivencia en un espacio geográfico compartido.
Las afinidades sonoras están en el origen de otros casos que no han recibido el favor académico y tal vez no lo reciban nunca, porque no perseveran, desaparecen al cabo de un corto lapso o no adquieren la carta de ciudadanía que otorga la extensión de empleo. Tómese como ejemplo algo oído en la riada de noticias sobre la pandemia que aflige al planeta. Decía un reportero que las excepcionales medidas implementadas en cierta metrópoli para la protección de la ciudadanía eran la causa de que insólitamente sus turísticas calles estuvieran «desérticas». Con faltas de ese calibre cabe temer a corto plazo la saharización de la lengua, dicho sea sin sentimiento trágico de la vida idiomática.
Puede concederse que los apremios coronavíricos favorezcan tamaños dislates, pero en el sosiego de tiempos anteriores tampoco escaseaban. Uno que goza en el medio venezolano de dilatada aceptación compromete al verbo «abrogar». Como transitivo significa «suspender, abolir o dejar sin efecto una ley o una costumbre», casi siempre por medio de un instrumento normativo. Sin embargo, en su forma pronominal ha terminado por ingresar al uso de capas presumiblemente instruidas de hablantes con el significado de arrogarse, o sea «atribuirse indebidamente alguien o algún cuerpo una atribución», con menoscabo del derecho, el bienestar ajeno o ambos.
Un connotado representante de lo que se da en llamar clase política ofrece una reveladora muestra de este peculiar uso: «Es un deterioro que no se ha interrumpido, sino que por el contrario tiende a agravarse por los propósitos y funciones que se ha “abrogado” la Asamblea Nacional Constituyente…». El mencionado órgano ciertamente se arrogó múltiples y excesivas atribuciones —es la opinión de calificados constitucionalistas— y abrogó lo que le vino en gana en detrimento de la Asamblea Nacional democráticamente electa en 2015. Pero en cuanto a «abrogarse» a sí mismo, como quien dice en plan de «autosuicidio», el pasaje citado yerra de medio a medio.
Otros especímenes se dejan fácilmente cazar en la abigarrada selva del coloquialismo nacional. Colectivo («conjunto de personas agrupadas en función de comunes intereses») designa por antonomasia en el habla nacional a las organizaciones identificadas con el proyecto político gubernamental. Con el pretexto de promover actividades culturales y ejecutar programas sociales, ejercen al margen de la ley funciones parapoliciales en algunas zonas populares urbanas y agreden a manifestantes opositores. Pero ahora el término ha comenzado a usarse para designar a los integrantes individuales de esas agrupaciones. Así, cuando alguien dice que en un determinado incidente participaron dos o tres colectivos puede estarse refiriendo a dos o tres individuos y no a otros tantos grupos. Análogamente, convoy, para cada vez más hablantes designa no la caravana de vehículos militares sino cada uno de estos.
Tales fenómenos —sin purismo pueden tenerse por impropiedades flagrantes— son sobre todo propios del habla popular. Pero el discurso culto o semiculto de hablantes con formación profesional es también pródigo en ellos. Los noticiarios de otros países se refieren a menudo al creciente número de inmigrantes venezolanos que cruzan sus fronteras. La denominación es correcta desde el punto de vista del ámbito receptor. No lo es en cambio cuando periodistas venezolanos, en Venezuela, emplean la misma palabra para referirse a sus coterráneos desplazados, pues los que de aquí salen son emigrantes. Y el éxodo que protagonizan no puede llamarse inmigración cuando los que informan sobre él están en el punto de origen del desplazamiento y no en su destino. ¿Descuido o distracción involuntarios? La frecuencia sugiere ignorancia. Involuntaria, quién sabe.
A esa conclusión tentativa es igualmente difícil no llegar frente a casos como los dos siguientes, pescados al azar en grupos de Whatsapp. En el primero, una de las personas que chatea remite un texto escrito por alguien que dice ser especialista en psicología clínica: «Estimados pacientes, buenos días. El presente es para darles algunas recomendaciones importantes en cuanto a la situación que todos estamos atravesando en nuestro país y que no “exenta” a nadie». El segundo hace referencia a los padecimientos infligidos a la capital del Zulia por perpetradores consabidos: «Si alguien tiene dudas de la vocación destructiva del régimen, solo tiene que darse una vuelta por Maracaibo para que experimente el colosal caos en el que estos forajidos han “sucumbido” a la segunda ciudad del país».
La crisis nacional venezolana es de tal magnitud que cuando se intenta calificarla, para mejor asirla conceptualmente, se experimenta una especie de astenia adjetival, como si ninguna significación totalizante, literal o metafórica, fuera suficiente: crisis integral, sistémica, global, holística, general, metastásica… Vaya uno a saber si distorsiones gramaticales como las reseñadas en último lugar son la sintomatología idiomática de aquella desmesura. Pero ya eso es algo para lo que se necesitaría demasiada «experticia».
Víctor Rago A., profesor de la Universidad Central de Venezuela.