Bernardo Guinand: «Sería imposible trabajar con un equipo de personas sin transmitirles pasión por lo que hago»

Fotografía: Laura Morales Balza

Conversación con Bernardo Guinand, presidente de la Fundación Impronta.


En los últimos veinticinco años, Bernardo Guinand ha dirigido organizaciones sin fines de lucro de servicio social. Para este experimentado gerente, entre las claves de la buena gestión de estas organizaciones se encuentran la rendición de cuentas y el estricto control de los costos.


 

Bernardo Guinand (Caracas, 1973) es un apasionado del trabajo con las comunidades. De hecho, toda su trayectoria profesional ha estado vinculada a la gestión de organizaciones sin fines de lucro, desde el mismo momento en que se graduó de administrador en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB).

En efecto, entre 1999 y 2015 formó parte del equipo que diseñó e inició las operaciones del Centro de Salud Santa Inés, la organización sin fines de lucro adscrita a la UCAB que actualmente ofrece servicios en 41 especialidades médicas y odontológicas y cuyo público objetivo inicial eran las parroquias populares del suroeste caraqueño (Antímano, La Vega, Macarao y Caricuao). Guinand fue el primer gerente administrativo de Santa Inés y, posteriormente, su gerente general.

Después de una exitosa gestión al frente de Santa Inés, Bernardo Guinand creó en 2017 la Fundación Impronta, una organización centrada en la promoción de la educación y el deporte que actúa principalmente en Caucagüita, una zona popular en el este de Caracas.

Para repasar su trayectoria profesional al frente de organizaciones de servicio social, reflexionar sobre los retos financieros y humanos de estas organizaciones y explicar el trabajo de la Fundación Impronta, Guinand conversó con Frank Briceño Fortique, Ramón Piñango y Virgilio V. Armas, miembros del equipo responsable del proyecto «Gerencia hecha en Venezuela», del IESA.


Por muchos años estuviste al frente del Centro de Salud Santa Inés. Normalmente se tendería a pensar que para dirigir un centro de salud hay que ser médico, pero tú eres administrador.

Efectivamente, me gradué como administrador en la Universidad Católica Andrés Bello. Administración no es otra cosa que gerencia, y se puede gerenciar un banco, una trasnacional, una empresa de servicios, de productos o una ONG. Trabajé en la universidad para pagar mis estudios, y eso me puso en contacto con dos personas claves en mi vida y en mi vocación: una, el padre Luis Azagra, que era un complemento estupendo de la otra persona clave, el padre Luis Ugalde. Ugalde, como rector, estaba en lo suyo, centrado en el objetivo de que la universidad creciera. Azagra era una maravillosa mano derecha que estaba pendiente de la gente. Muchos de los programas sociales de la Universidad Católica, muchos de los planes de apoyo a los empleados, de las becas a los estudiantes, vienen de Luis Azagra. Yo, para pagar mis estudios, trabajaba en la Universidad. En mi último año de la carrera, Azagra me contactó. «En lo que te gradúes queremos que vengas a trabajar con nosotros en el proyecto social más ambicioso que tiene la Católica: el Parque Social Manuel Aguirre y, dentro del Parque, el Centro de Salud Santa Inés».


«La búsqueda de fondos para una organización sin fines de lucro tiene que ver con aproximarse a la gente».


 

¿Y por qué un gerente para dirigir un centro de salud? ¿Eso no es asunto de médicos?

Porque una cosa es la medicina y otra la gerencia. Un excelente médico puede que no sea un excelente gerente de un centro de salud. La primera gerente general de Santa Inés fue una socióloga, y luego le sucedí yo, que soy administrador. Para Azagra y Ugalde la gerencia era clave para hacer de las organizaciones sin fines de lucro organizaciones competentes. Recuerdo las primeras palabras de Ugalde cuando me ofreció trabajo: «Bernardo, a la universidad no le compete resolver los problemas de salud del país. No va a pretender que con un centro de salud lo va a hacer, pero sí podemos demostrar que podemos crear un modelo de atención en salud». La idea era demostrar que una ONG podía llegar a la gente más vulnerable y hacerlo con un modelo general sostenible, eficiente y con excelente calidad de servicio.

 

¿De qué año estamos hablando? ¿Qué edad tenías?

Era 1999. Yo tenía en ese momento 24 años y estaba a punto de graduarme de la universidad. Trabajé 16 años con la Católica desde la gestación del Parque Social. Fui gerente administrativo del Centro Santa Inés y luego, desde 2004, gerente general, hasta el año 2015, cuando me abrí otro camino.

Un grupo de niños participan en el programa «Lectura sobre ruedas», de la Fundación Impronta, en la escuela Don Bosco, parroquia Caucagüita, estado Miranda, Venezuela. Fotografía: Laura Morales Balza.

 

¿Y en qué estado estaba el Parque Social?

Se estaba terminando de construir. Trabajaban solo dos personas: Azagra directamente en el planteamiento de ponerlo en funcionamiento, sobre todo el centro de salud que era lo más novedoso para la universidad. Junto a Azagra estaba María Matilde Zubillaga, una socióloga que le tocó diseñar el primer plan estratégico, la propuesta de cómo debería funcionar un centro de salud como una ONG de una universidad que además no tenía una facultad de medicina. Yo entro en la parte administrativa, y con Azagra y María Matilde Zubillaga comenzamos a contratar a la gente, a arrancar. En septiembre del 99 abrimos el centro de salud.

 

¿Se trataba de un modelo novedoso o había experiencias que podían tomar como ejemplos?

Sí, por supuesto, había experiencias. El Ortopédico Infantil, el Hospital San Juan de Dios. Es decir, como cuando se estudia gerencia, identificamos los modelos exitosos y las claves de su éxito. Y ahí surgió nuestra propuesta; primero en un papel, que luego se convirtió en una espléndida realidad. Como me dijo Ugalde cuando me retiré: «A diferencia de lo que ocurre en Venezuela, donde a veces los sueños están lejos de la realidad o solo se puede llegar hasta cierto punto, con Santa Inés la realidad superó al sueño».

 

¿Es complejo gestionar una organización de servicio?

Sí, porque se necesita manejar recursos económicos, recursos tecnológicos, gente de distintas características, desde la cristalera de un laboratorio, que es una persona de limpieza, hasta médicos especialistas como un gastroenterólogo o un cardiólogo.

 

Pero esos son los retos de cualquier organización.

Por supuesto, manejar cualquier organización es complejo y los servicios de salud son complejos, pero nosotros teníamos el desafío adicional de que éramos una organización no gubernamental. En una clínica privada hacerlo mal o bien se va a ver reflejado en las utilidades. Un hospital público está generalmente mal gestionado y el financiamiento del Estado disimula las ineficiencias. En una ONG o lo haces bien o desapareces, porque trabajas en la raya. El reto es equilibrar ingresos y costos para que el servicio sea asequible, pero también para pagarle a la gente, para tener personal de calidad. Como siempre decíamos: «No por ser un centro de salud para pobres queremos ser un pobre centro de salud». Los desafíos financieros de las ONG son permanentes.

 

¿Cómo se financiaban?

Esa es otra diferencia con una clínica privada. Las ONG tenemos el reto de buscar recursos donados, el reto del fundraising, que es como se le llama en inglés. En este sentido hay una condición muy importante: se necesita que los países sean prósperos, porque para que las personas y las empresas puedan donar hay que promover la creación de riqueza. En un país donde se promueve la pobreza no se tiene nada que compartir. Y teníamos la circunstancia de que estábamos en Venezuela, donde no se promovía la riqueza y más bien se atacaba a las empresas.

 

¿Cuáles fueron tus principales logros en Santa Inés?

Creo que de arrancar de cero a no tener un solo año en el que no creciéramos en número de servicios prestados. Y, sobre todo, en mantener la calidad del servicio a la gente, independientemente de donde viniera. Llegó un momento en que a Santa Inés empezó a llegar gente de clase media; no teníamos pensado que la clase media fuese nuestro público, pero como ofrecíamos un servicio de buena calidad comenzó a llegar gente con mayores ingresos. Es decir, no éramos un organización para gente pobre que lo hacía más o menos bien, sino que nuestro estándar daba para que profesores universitarios, para que los jesuitas, para que la gente de Montalbán y El Paraíso pudieran compartir el mismo espacio, porque era limpio, porque era digno, porque lo que ofrecíamos se cumplía.

 

¿Cuáles fueron tus primeras frustraciones? ¿Qué quisiste hacer y no lograste?

Me hubiese gustado construir un nuevo edificio; me hubiese gustado tener más servicios de diagnóstico, más servicios de cirugía menor o algún tipo de quirófano. Pero ya en los años 2012-2013 las cosas en el país se estaban complicando. En la universidad también habían cambiado las autoridades. Entonces, las cosas comenzaron a hacerse un poco cuesta arriba y a mí se me empezó a poner el techo más bajito. Ahí fue cuando dije: voy a abrir espacio a otro.

Fotografía: Laura Morales Balza

 

¿Crees que cometiste algún error en el camino?

Sin duda, muchos. Quizás perdí al final un poco el contacto con mi equipo humano más cercano, por el deseo de hacer más cosas, cuando la gente estaba pidiendo más bien estabilidad. Empecé a impulsar las cosas un poco de manera atorada, por decirlo de alguna forma. Y eso produjo roces o incomodidades que terminaron por poner las condiciones para que me abriera otro camino. A la distancia veo las cosas y me doy cuenta de que todo pasó para terminar hoy en día en Fundación Impronta, una organización que creé en el 2017 y a la que hoy me dedico.

 

¿Se cobraba en el centro de salud?

En Santa Inés se cobraba, pero con tarifas asequibles, no lo que cobraba, o cobra, una clínica privada. En los últimos años de mi gestión, entre un 90 y un 95 por ciento de los ingresos del Centro de Salud venían de lo que pagaban los pacientes.

 

Si no cobran como una clínica privada, controlar los costos debe ser un reto importante.

Así es. El control de costos es aún más importante que en una clínica. Una consulta de ginecología y obstetricia, por ejemplo, es mucho más costosa que una consulta de medicina interna. ¿Por qué? Porque se necesita una enfermera, se necesitan unos insumos especiales. Ahora, nuestra decisión en Santa Inés era cobrar la misma tarifa, pero eso no quiere decir que no supiera que los costos eran mayores aquí que allá. Unas consultas subsidiaban a otras porque era una estrategia más de mercadeo.

 

El personal que trabaja en una ONG, o específicamente en Santa Inés, ¿es distinto al que trabaja en una empresa privada, en cuanto a valores y actitudes?

Sí y no. En muchas cosas es gente tal cual como la que puede trabajar en cualquier empresa o en una oficina pública. Pero, en general, es gente con una mística muy particular. Lo comparo con lo que sucede en las escuelas públicas. Los maestros son como de otro planeta, porque trabajan con ímpetu a pesar de todas las adversidades. Así que creo que la motivación fundamental de la gente que trabaja en Santa Inés no es lo económico. Ojo, esto no quiere decir que nos aprovechemos de esa mística para pagar mal. De hecho, en algún momento en Santa Inés nuestras enfermeras ganaban igual que en las mejores clínicas de Caracas. Creo que trabajar en Santa Inés da algo adicional que llena a la gente.

 

¿Con cuántas especialidades comenzaron?

Santa Inés arrancó solo con cuatro especialidades: pediatría, ginecología y obstetricia, medicina interna y cardiología, que era la única subespecialidad. Yo dejé Santa Inés con casi treinta especialidades.

 

¿Y el número de empleados?

De veinte iniciales a ciento y tantos; creo que llegaron a ciento treinta, entre médicos contratados por honorarios profesionales y personal empleado.

 

Háblanos de tus fortalezas como gerente y de tus debilidades. Sabemos que es difícil, porque nadie se conoce bien a sí mismo.

¿Fortalezas? Creo que el sentido de logro. Esto lo digo porque sería imposible trabajar con un equipo de personas sin transmitirles pasión por lo que hago. Creo que ese es un plus que he tenido. Se me ha acercado gente porque quiere trabajar conmigo. Además, en un país donde todo como que se hunde, es importante tener un sentido de esperanza que no niega la realidad.

 

Eso es una fortaleza, ¿y las debilidades?

Debilidades, muchas. Creo que más que las fortalezas. Creo que una es que, por la misma pasión que le pongo a las cosas, quiero que las cosas vayan más rápido de lo que efectivamente se puede. También a veces me engancho con detalles o me quedo demasiado tiempo dándole vueltas a algunas cosas. O sea, creo que debería ser más ágil, aunque quizá sea una autocrítica muy exigente. Lo que sí hago es que complemento la pasión que le pongo a las cosas con personas de mi equipo que sean más estructuradas. Es el caso de nuestra directora ejecutiva de Impronta, María Teresa Cedeño. En Santa Inés, María Matilde Zubillaga y yo éramos totalmente distintos, pero cuando se tiene un objetivo común, complementarse no solo me beneficia a mí, sino al equipo. Los miembros de la junta directiva de Impronta son distintos entre sí. Por ejemplo, uno es decano en la Universidad Metropolitana, y es experto en interpretar estadísticas. A mí me apasionan las estadísticas, pero no soy un experto. Es decir, necesito complementarme con otros.


«Impronta es ese padrino, esa gente que acompaña, que empuja. Esa gente que motiva, que hace que las personas crean en ellas mismas».


 

Hablaste de tu experiencia en recaudar fondos, en buscar donaciones para organizaciones sociales, educativas, culturales. ¿Qué tiene de especial esa actividad?

La mayoría de la gente, sobre todo en Venezuela, que trabaja en el mundo de lo social, ve la procura de fondos como un mal necesario. «Queremos hacer esto, queremos cambiar el mundo, nos encantaría tal cosa, pero hay que pasar por el trago grueso de pedir dinero». Y la verdad es que cuando uno le empieza agarrar el gusto, se da cuenta de que la búsqueda de fondos para una organización sin fines de lucro tiene que ver con aproximarse a la gente. Cuando se estudia fundraising, una de las preguntas es por qué la gente dona dinero. Una respuesta es que hay un sentimiento de culpa tras bastidores. Hay casos de grandes filántropos que han donado porque, por ejemplo, tenían una fábrica que causaba daños al medioambiente, y entonces donan a organizaciones ecológicas. La habilidad está en descubrir esas motivaciones para dar en el clavo.

Fotografía: Laura Morales Balza

 

¿Hay métodos estudiados para buscar fondos?

Sí, sí, es una cosa interesantísima. En 2009, Alejandro Bilbao y el padre Ugalde me financiaron un diplomado en Cartagena de Indias que tenía el aval de la Universidad de Indiana, de Estados Unidos. El diplomado era sobre captación de fondos. Ese diplomado me cambió completamente lo que pensaba sobre la recaudación de fondos. Cuando en cualquier organización social venezolana preguntas por el encargado de buscar fondos te remiten al gerente de proyectos. En cambio, en Estados Unidos es el director de desarrollo institucional; es una palabra mucho más amplia, porque las maneras de buscar fondos son muchísimas. Además, en el mundo lo más común es buscar fondos entre las personas. En cambio, yo asistí al diplomado pensando en el big money. Entonces una profesora mexicana presentó una lámina que hoy utilizo mucho, y que muestra de dónde vienen los fondos donados en Estados Unidos. Cuando veo la lámina, el 78 por ciento de esos fondos vienen del bolsillo de individuos. En este sentido, el diplomado me cambió la perspectiva sobre las donaciones. En Fundación Impronta trabajamos por fomentar la cultura de donar; siento que allí hay mucho por hacer. De hecho, Fundación Impronta se financia básicamente con pequeñas donaciones individuales.

 

¿Qué hace la Fundación Impronta?

Fundación Impronta es muy distinta a Santa Inés, porque no tiene una universidad ni una empresa que la respalde. Se trata de fondear solo. Nuestro foco está en los niños y en los adolescentes. Nuestra actividad está centrada en dos líneas de acción. La primera es el bienestar. El objetivo de Impronta es crear un modelo que ayude a superar la pobreza basado en el desarrollo de personas autónomas. Nosotros no le resolvemos el problema a nadie, sino que brindamos oportunidades para que las personas exploten sus talentos, los muchos o los pocos que tengan, para que intenten salir de la pobreza con sus propias competencias. Ahora bien, ¿qué significa bienestar en niños y adolescentes? Recreación y deporte. En este sentido, hemos remodelado canchas y hemos fortalecido la red de los entrenadores que viven en el barrio. Tenemos también un plan vacacional para niños para el que hemos formado adolescentes como guías y recreadores, que para muchos es su primer trabajo.

 

¿Cuál es la segunda línea de acción?

La educación. Trabajamos con las escuelas. Nosotros no queremos fundar una escuela, sino ayudar a mantener la infraestructura de las escuelas, a mejorar la calidad de la educación. Eso significa que nos acercamos al Ministerio de Educación para que nos permita ofrecer nuestra contribución. Mejorar la lectura y la escritura, mejorar la gerencia escolar y la motivación del docente: esos son ejes fundamentales para nosotros. Pero lo hacemos «bailando pegado» con las escuelas que están allí. Y en este sentido, la receptividad de los directores y docentes es una cosa para quitarse el sombrero. Acabamos de realizar una especie de retiro al día siguiente de que terminaron las clases. Mi equipo convocó a un grupo de 35 docentes para fortalecer sus estrategias de enseñanza de lectura y escritura. El espacio nos lo dio la Asociación Venezolana de Educación Católica, en La Pastora, con dos días de pernocta. Yo le decía a mi equipo: «Esta gente está saliendo de vacaciones, cobra un salario ínfimo, quiere descansar, ¿y la vamos a invitar a un taller con dos días de pernocta?». Pues bien, faltó uno solo de los maestros. Estos maestros estaban ávidos de mejorar sus estrategias de enseñanza de la lectura. Ahí es donde veo que, a pesar de todos los terribles indicadores macroeconómicos, de todas las necesidades, hay esperanza. La gente está motivada para avanzar. También tenemos un programa de enseñanza de la lectura con la Universidad Metropolitana y otro gracias al apoyo de la familia De Sola que se llama «Lectura sobre ruedas», en el que invitamos a los niños dos tardes a la semana a leer e incluimos elementos lúdicos, recreativos, para que ningún niño abandone el programa.


«La idea es transformar Caucagüita, ese pedacito de Venezuela, y que luego otros pregunten: “¿Cómo puedo hacer para replicar en otras partes lo que hizo Impronta?”».


 

¿Dónde ejecutan ese programa?

En una pequeña escuela en Turumo, una escuela que se llama Don Bosco creada por iniciativa de los salesianos. Yo pensaba que eso de enseñar a leer ya lo habíamos dado por visto en Venezuela. Pero no. Como dicen los expertos: primero hay que aprender a leer y después leer para aprender. Y, efectivamente, parte del problema de que la gente no aprende es porque no sabe leer. La mayoría de los niños no están preparados para el bachillerato. ¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos con la queja o actuamos así sea en una pequeña escuela en Turumo? ¿Qué podemos hacer para empezar a cambiar esa realidad que a veces es tan gigantesca que es abrumadora?

 

¿Y cuáles han sido los resultados?

Hemos descubierto que a los chamos les gusta la lectura. Ahora compiten por leer más, por leer más palabras por minuto, por llevarse más cuentos. Son 113 niñitos que salieron del programa. Cuando escucho a un papá decir que cuando la familia sale a pasear el niño no le pide un helado sino ir a una librería para que le compren El principito, me digo: «Algo hicimos». Me empiezo a creer lo que dice nuestra misión: «Generamos oportunidades que transforman vidas».

Fotografía: Laura Morales Balza

¿De qué tamaño es el equipo de Impronta?

En Impronta somos diez personas, pero tenemos la capacidad de movilizar alrededor de trescientos voluntarios al año. Como en Santa Inés trabajaba con profesionales y gente contratada, al voluntariado lo veía como algo circunstancial. Hoy es un motor fundamental de Impronta. Casi la mitad de los trescientos voluntarios son personas de la propia comunidad, sobre todo mujeres. También hemos logrado fortalecer la junta directiva. Un desafío de las ONG es que las juntas directivas realmente se involucren y que te ayuden a buscar recursos. Las donaciones individuales son el núcleo de nuestra recaudación, aunque ahora se están sumando algunas empresas y hacemos algunas otras cosas. Para conseguir fondos la clave es la confianza; hay que ser transparente, hay que rendir cuentas, hay que mostrar lo que se hace, hay que seguir con esa pasión que nos caracteriza.

 

¿Dónde trabajan?

En Caucagüita. Llegamos por invitación de un líder comunitario, el mismo año en que se fundó Impronta, en julio de 2017. Me enteré de que hacía falta apoyo para la comunidad de Caucagüita y fui como ciudadano, como Bernardo Guinand. En mi vida había ido a Caucagüita. Conseguí dinero para comprar unos refrescos y otras cosas más. Lo importante es que ese día conocí a un señor, Henry Vivas, un líder comunitario. Impronta estaba haciendo algo en Antímano; también intentábamos algo en Petare. Y Henry Vivas me llama para que visite su casa, donde Alimenta la Solidaridad había instalado su primer comedor. Henry era enfermo renal. Mientras en otros lados era difícil que nos abrieran las puertas, con Henry Vivas en Caucagüita teníamos toda la cancha. Lamentablemente, murió el año pasado.

 

¿Cómo es Caucagüita?

Caucagüita debe estar por el orden de los setenta mil u ochenta mil habitantes. Ahora debe haber menos por la emigración y hay muchas historias de niños cuyos padres se fueron y quedaron al cuidado de una tía. Caucagüita comenzó en los años setenta con unas barracas para unos damnificados y en los ochenta el Instituto Nacional de la Vivienda construyó bloques de apartamentos. Es decir, la gente tiene más de cuarenta años viviendo en Caucagüita.

 

¿Sientes atracción por la política?

Para nada. Más que falta de atracción, creo que no tengo vísceras para la política. Creo que puedo reconocer en qué soy útil y en qué puedo hacer alguna diferencia. A mí no me quita el sueño eso de «yo quiero hacer cosas grandes». A veces las mejores organizaciones sociales son aquellas que pueden decir: «Este es mi foco y yo comparto mi modelo». Queremos cambiar las cosas a base de esfuerzo ciudadano. Lo que hacemos en Caucagüita es una manera de decir: «¿Por qué la gente vive mejor aquí? ¿Qué hicimos? ¿Qué elementos pusimos en esta ecuación para que aquí los chamos quieran estudiar en la universidad?». La idea es transformar Caucagüita, ese pedacito de Venezuela, y que luego otros pregunten: «¿Cómo puedo hacer para replicar en otras partes lo que hizo Impronta?». Eso es lo que ahora creo factible, posible, realizable. Consolidar nuestro modelo supone mucho trabajo con la gente, y eso es una cosa compleja, difícil.

 

Dijiste que ustedes no le resuelven los problemas a nadie, sino que brindan oportunidades.

Así es, porque en los barrios hay una gran cantidad de personas que esperan una oportunidad, alguien que crea en ellos. Creo que Impronta es un poco esa figura. Mucha gente que viene de un barrio y que ha surgido en la vida es porque se encontró a alguien que creyó en ellos, alguien que identificó que tenía talento o que le dio una beca. Yo a veces veo que Impronta es ese padrino, esa gente que acompaña, que empuja. Esa gente que motiva, que hace que las personas crean en ellas mismas. Como me dijo una muchacha que estudió para aeromoza, una de nuestras primeras becarias: «Bernardo, créetelo. Desde que ustedes llegaron a Caucagüita, nos han cambiado la vida». Entonces, siento que ha valido la pena, que el saldo es positivo.


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