Contrariamente a la ingenua suposición de que se agotan en la frontera de lo inefable, las lenguas se revelan como ingenios productores y proveedores de significado en una medida incesante: todo es decible. Como el universo de los astrofísicos, hay un universo de sentido en perpetua expansión.
Víctor Rago A. / 26 de julio de 2021
Cultos y legos —en considerable número a lo largo de la historia— se han mostrado inconformes con la aptitud comunicativa del lenguaje; o sea, de las lenguas que hablan. Esta insatisfacción es obvia en el tópico de que «no hay palabras» para expresar determinada idea o sentimiento; también en las reiteradas críticas de filósofos y científicos a la inexactitud congénita de las lenguas naturales, que las haría impropias para la ciencia y la reflexión sistemática. A despecho de estas críticas, las sociedades humanas sacan constante provecho de una propiedad característica de las lenguas: procuran extender la capacidad de significación del sistema de signos para tomar posesión de nuevos mundos, reales o imaginarios, en un proceso de incesante apropiación referencial que hace palidecer las capacidades de conquista del más avasallador de los imperios.
Un imperio ensancha sus límites al ejercer un dominio de pocos a expensas de muchos; mientras que la lengua, en la persona colectiva de sus innumerables hablantes, asiste a su propia dilatación cuando distribuye entre ellos en forma equitativa —al menos potencialmente— los frutos de su movimiento. De allí que tal vez resulte una mejor imagen —más poética y menos onerosa— la de equiparar la distensibilidad de la lengua con la expansión del universo, dicho sea con prudencia para no incomodar a los astrofísicos. Ciertamente, el universo lingüístico está como el cosmos en permanente expansión, sin que sea posible adivinarle confines precisos. Pero, ¿qué quiere decir esto en realidad?
Los sistemas lingüísticos son conjuntos finitos de entidades y reglas. En todos sus niveles estructurales se encuentra esta finitud mensurable. Los fonemas, por ejemplo, que se realizan en el hablar concreto pueden enumerarse exhaustivamente, del mismo modo que se dejan contabilizar las unidades morfológicas y sintácticas, si bien bastantes más numerosas. Incluso el léxico, constituido por millares de palabras, admite una cuantificación razonablemente completa. Análogamente, puede inventariarse el conjunto de reglas que preside la combinatoria funcional de las unidades de aquellas estructuras.
Pero la productividad de estos sistemas no es finita. ¿Cuántos enunciados nuevos, nunca antes proferidos, se emiten a diario? ¿Y qué decir de la capacidad de comprensión de quienes los oyen por primera vez en el curso de las interacciones verbales cotidianas? Un lingüista descollante en la primera mitad del siglo pasado, hoy indebidamente olvidado, el danés Louis Hjelmslev, expresaba esta idea con límpida elocuencia al afirmar que el quid de la ciencia del lenguaje y las lenguas es reducir las clases abiertas a clases cerradas.
Esta propiedad característica de los seres humanos, y solo de ellos, es asombrosa. La semántica es la ciencia de este asombro. Constituye la rama de la teoría lingüística general que aspira a proporcionar un modelo explícito de la capacidad innata de homo loquens para transmitir significación codificada en el sistema de la lengua, así como nueva significación producida durante el intercambio comunicativo con sus congéneres, y para interpretar correctamente la que estos ponen a su disposición. No existe, sin embargo, una teoría semántica de universal aceptación.
Hay unas cuantas propuestas teóricas de alcance diverso que, coincidiendo parcialmente, difieren en muchos respectos. Tal fragmentación es, previsiblemente, consecuencia de la complejidad de los procesos de significación. Pese a tal complejidad, esos procesos ocurren ordinariamente en el uso de la lengua, y los hablantes no necesitan ser lingüistas para ponerlos en acción, así como tampoco requieren conocimientos profesionales de fisiología para respirar.
Pero es hora de hacer una precisión. Si el sistema lingüístico es un conjunto finito de medios relativamente estable, considerado en un determinado momento de su existencia (principio de sincronía), ¿qué es lo que se expande continua e incesantemente? El universo semántico, el espacio de la significación.
La lengua es un dispositivo destinado a producir significado; y la comunicación, un intercambio de significados entre los hablantes. Empero, a diferencia de lo que ocurre con muchos recursos naturales, el semántico es inagotable en condiciones socioculturales viables.
Cuando se observa lo que hacen los hablantes —la actuación lingüística— es posible describir los mecanismos operativos que intervienen en la movilización del material semántico. Una parte de este se encuentra almacenada en el sistema (por ejemplo, en el léxico, aunque no solo en él); otra parte brota del intercambio y lo alimenta con innovaciones que requieren de los interlocutores la puesta en práctica de destrezas creativas e interpretativas específicas. Como es de suponer, tales dotes forman parte del arsenal de competencias de que disponen todos los hablantes normales.
En la dimensión macroscópica los problemas de la teoría semántica plantean grandes dificultades de conceptualización y sistematización. Por el contrario, las microsemánticas descriptivas (los varios enfoques que componen el paisaje fragmentado mencionado líneas atrás) aportan un gran volumen de datos interesantes. Los industriosos lingüistas suelen ocuparse de estos y dejan aquellos problemas de telón de fondo, con la expectativa de que el vaivén de unos a otros conduzca a una solución teórica general aceptable para la comunidad científica.
En tiempos recientes ha surgido en Venezuela, y tal vez en otros lugares del dominio hispanohablante, un incordioso empleo del verbo «colocar», hoy en boga a expensas de «poner», «echar» y otros. Así, se dice que los ciudadanos padecen interminables colas para «colocarse» la vacuna contra el coronavirus (esto es, «ponérsela» o sencillamente «vacunarse»). Y hay muchos que con la misma resignada paciencia soportan las que deben hacer en las estaciones de servicio para «colocar» (poner, echar, cargar…) gasolina. ¿Se justifica ese «colocacionismo» impropio que deja descolocadas palabras más precisas y no fatigadas por el uso general?
Parecido protagonismo ha adquirido «soportar». Su boga actual está acarreando, en crecientes capas de hablantes, el abandono de vocablos indispensables para hacer más específico o matizado el pensamiento que se desea comunicar. Entretanto, este intrusivo «soportar» sustrae de aquellos los componentes de significado con los que invade sus ámbitos designativos. A menudo se oye decir que tal denuncia se «soporta» en sólida evidencia o que un trámite requiere ser «soportado» por estos o aquellos recaudos. En ambos casos habría sido perfectamente lícito y conforme al uso vigente emplear los verbos basar(se), sustentar(se), sostener(se), descansar, fundamentar y varios otros. Correlativamente, el sustantivo soporte sustituye a recaudo, anexo o adjunto: Me rechazaron el currículum porque no tenía los «soportes».
Tan insoportable como el anterior es el fenómeno del mismo tipo que se produjo hace ya varios años, prácticamente entre los hispanoparlantes de las dos orillas continentales, con el verbo «generar». Teniendo una extensión relativamente reducida (avecindada a las de engendrar, concebir, etc.) comenzó a ganar terreno perteneciente a otros verbos a los que terminó por desplazar de sus contextos habituales, sin aportar la especialización semántica de aquellos (causar, producir, obtener, provocar, acarrear, etc.), que se hicieron infrecuentes, sobre todo en el habla coloquial e informal. Con arrogante ubicuidad, el flamante «generar» ha campado a sus anchas desde entonces en detrimento de la expresión matizada en lo conceptual y elegante en la expresión material, sin que se le atisben signos de cansancio.
Los factores que estimulan estos procesos de transferencia de rasgos semánticos del plano del contenido de una palabra al de otra son variados y no siempre de fácil determinación. Producen (acarrean, provocan, traen como consecuencia… y hasta pudieran generar) una impresión de empobrecimiento en la expresión, como si el hablante abrumado por una disponibilidad léxica abundante (y necesaria para el matiz preciso o el giro sugestivo) renunciase a ella y prefiriese la comodidad de un vocablo único, pero de recortadas aptitudes para la agudeza, la exquisitez o la gracia.
Se podrían hacer consideraciones relativas al principio de economía con arreglo al cual funcionan los sistemas, o a los factores subjetivos o mentales que intervienen en los procesos lingüísticos (Saussure afirmaba en su Curso de lingüística general que esta ciencia formaba parte de la psicología social y más recientemente Chomsky ha insistido en que el estudio del lenguaje se inscribe en el vasto programa de investigación de la mente humana). Pero basta con constatar la existencia de esas dinámicas microsemánticas producidas en determinadas regiones del léxico, y conjeturar que sobre ellas actúan fuerzas de orden sociocultural —ya contingentes, ya de relativa duración y profundidad— manifiestas en actitudes valorativas asumidas por los hablantes de forma más o menos inconsciente.
En alguna que otra ocasión el propósito estimativo resulta patente, aunque la causa de que el juicio se produzca, cualquiera que sea su valor, exija una atenta búsqueda en el contexto sociocultural. Tal es el caso de la palabra «verdugo» en el habla popular actual del venezolano. Incorporó en años recientes el significado de persona poseedora en máximo grado de una habilidad, conocimiento o competencia específica. Cualquiera que estuviera adornado de un atributo gracias al cual sobresaliera en su medio (clase, grupo, categoría…) se convertía en un «verdugo» y se granjeaba por lo tanto general admiración. Tan «verdugo» es el arpista llanero sin rival entre sus pares, como el tenorio que aventaja a sus colegas en éxitos galantes; el delantero que más goles anota, como el arquero que no deja entrar ningún balón; el estudiante cum laude y el comerciante próspero cuando la crisis económica causa la quiebra de sus competidores; y así sucesivamente.
Claro que en los diferentes registros del sistema (informal, culto, vulgar, técnico…) hay términos que denotan habilidad suprema, calidad excepcional, virtuosismo. Se agrupan, como otras unidades integrantes del vocabulario, en conjuntos o campos léxicos que se renuevan de continuo, incorporando términos y condenando a otros a una segundona marginalidad o a la extinción por desuso. No es por consiguiente el hecho mismo de su aparición lo que confiere interés al nuevo significado de «verdugo», sino la positiva valoración social que lo sustenta. Ha tenido lugar un verdadero cambio meliorativo, gracias al cual la acepción común con su lúgubre connotación —Verdugo: «Encargado de ejecutar una pena de muerte o los castigos corporales dictados por la justicia», define el diccionario académico— convive, al menos en el discurso coloquial del español de Venezuela, con la que sirve para atribuir excelencia suma.
Este clemente «verdugo» no ajusticia materialmente a sus víctimas, sino que las condena a una inferioridad relativa al elevar a determinado individuo hasta la cumbre de la pericia máxima. Lo cual por implicación equivale a una muerte figurada, como cuando se dice —metáfora mediante más complementos hiperbólico y eufemístico— que en tal o cual desempeño no hay contrincantes para Fulano: no se le salva nadie, no tienen vida, los raspa, se los come, los deja fríos, no le ven luz, etc.
Medios finitos y significación inconmensurable. Así está hecho el expansivo universo semántico del homo loquens.
Víctor Rago A., antropólogo y profesor de la Universidad Central de Venezuela.