Teatro y democracia: la nueva dramaturgia venezolana

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Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas y Román Chalbaud. Fuente: El Nuevo Grupo.

La democracia que arranca en 1958 significó para el teatro venezolano desarrollo en libertad. Los dramaturgos renovaron sus lenguajes para representar el país que comenzaba a construirse. Con nuevos directores y actores, el teatro ocupó un sitial distinguido en la cultura venezolana.


La afirmación de la inexistencia de una historia y una tradición teatral antes de 1945, incluso antes de 1958, tiene su explicación, aunque no justificación, en los cambios que experimentaron la educación teatral, la dramaturgia y la puesta en escena a mediados del siglo veinte. Se ignoró, a propósito o por ignorancia, un pasado propio.

El conocimiento del teatro de Estados Unidos y Europa de la segunda posguerra, y de una nueva pedagogía teatral, y los inicios de la renovación de la puesta en escena operaron el cambio y llevaron a más de uno a identificar su historia personal con la del teatro venezolano, complejo adánico que hizo mucho daño. El cambio estuvo relacionado con el proceso de modernización apresurado —y no bien asimilado— del país y la formación de una sociedad crecientemente urbana y democrática, con la hegemonía de la metrópolis caraqueña. Además, la cultura teatral de los pioneros de la nueva práctica teatral de mediados de siglo poco o nada dialogó con la dramaturgia nacional de las décadas anteriores.

La nueva dramaturgia reflejaba el cambio en la visión sociopolítica del país. La representación amable del sainete de la vida venezolana y la visión ingenua de los dramaturgos posgomecistas perdieron su capacidad de comunicación, pues el espectador con conciencia democrática percibió al país con más agudeza crítica. El barrio dejó de ser el espacio público donde los personajes convivían en situaciones simpáticas, para convertirse en el lugar de encuentro de seres desarraigados, marginados por el progreso y en conflicto con el entorno y consigo mismos; igual ocurrió con el espacio privado de la familia. En ambos emergieron poco a poco el Nosotros y el Yo con sus conciencias.

El dramaturgo se hizo crítico respecto de sí y de las instituciones sociales. La existencia en su sentido pleno, más allá de sus condicionamientos sociales inmediatos, fue tema de preocupación. Esa dramaturgia representaba en la escena una comprensión crítica y nueva del ser humano. Comprendió críticamente las relaciones sociales y descubrió sus mecanismos ocultos, a los que quiso desentrañar.

Algunas obras de los años cuarenta y los cincuenta habían vislumbrado los nuevos tiempos. En La casa (1945), Ramón Díaz Sánchez representó el drama de la modernización y la crisis de algunos valores tradicionales. Caín adolescente (1955), de Román Chalbaud, desveló temprano la vida marginal en la ciudad sin nostalgia por el campo, y se adentró en zonas de la vida urbana nunca antes representadas, al hacer de la marginalidad un mundo social capaz de tener un sistema de valores y creencias propio. Arturo Uslar Pietri mostró, en El Dios invisible (1958), la incertidumbre y el desconcierto agnósticos del ser humano ante una instancia trascendente imposible de conocer y dialogar con ella.

La dramaturgia superó el costumbrismo y el realismo ingenuo con el que había representado la vida venezolana, e inició la búsqueda de una visión de la vida más real y de un discurso moderno que la expresara. Así superó el estilo discursivo y el lenguaje con los que había sido representada la vida diaria, para adentrarse en nuevas formas simbólicas con lenguajes apropiados. Comenzó a emplear un discurso crítico que, en vez de reflejar la vida social e individual, la describió, interpretó y explicó para comprender sus mecanismos ocultos. De esta manera intentó emplazar al espectador, plantearle preguntas y exigirle compromisos consigo mismo y con su entorno.

 

El realismo crítico

A partir de los años sesenta, el realismo crítico fue el principal discurso del nuevo teatro, casi su emblema con independencia de los propósitos y las estrategias empleadas. A diferencia del realismo ingenuo, cuya visión amorosa de la realidad le impidió representarla en su complejidad, el nuevo discurso teatral construyó una representación de la realidad, en cualquiera de sus zonas, que puso de manifiesto el compromiso histórico, social y personal del escritor, gracias al empleo de un lenguaje inquisitivo equiparable con el de los nuevos discursos europeos y estadounidenses.

Consciente de ser un sujeto y un agente social, el nuevo dramaturgo también lo estaba de que su obra no era ni podía ni debía ser indiferente, que había lenguajes teatrales e ideológicos apropiados para hacer eficaces los procesos de producción, recepción y circulación de su obra, y que su trascendencia dependía de ellos. Comenzó a ser consciente del valor y la función de sus textos. Con palabras de György Lukács, en el nuevo drama venezolano «ֿya no chocan solo las pasiones sino las ideologías, las intuiciones del mundo»[1]. El sentimiento dramático de país del grupo La Alborada, a comienzos del siglo veinte, resurgió para consolidar en la dramaturgia una sintonía nacional necesaria. A partir de los años sesenta, en la práctica teatral venezolana las ideologías políticas y teatrales comenzaron a ser dinámicas; y las intuiciones personales, comprometidas con las relaciones sociales y con el Yo de la persona.

Las condiciones de producción explican esa preeminencia. Quienes nacieron en la década de los treinta y se formaron en el teatro desde finales de los cuarenta tuvieron una actitud opositora a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez; y en los sesenta algunos de ellos se solidarizaron con la izquierda radical y las guerrillas. Los grupos de teatro privilegiaron obras realistas, influidos principalmente por el teatro estadounidense de la segunda posguerra y las teorías de Bertolt Brecht y Antonin Artaud al comienzo. En la década de la dictadura fue impedida la representación de Soga de niebla, de César Rengifo, y en noviembre de 1957 Román Chalbaud fue hecho preso, próximo a representar Réquiem para un eclipse. Ambas obras fueron los primeros textos venezolanos estrenados después de derrocada la dictadura el 23 de enero de 1958. En 1959, el grupo El Duende, de Gilberto Pinto, tuvo un gran éxito con Escuadrón hacia la muerte, de Alfonso Sastre.

Es, pues, el realismo crítico el discurso principal y casi hegemónico de la nueva dramaturgia. Los lenguajes verbal y no verbal empleados para representar la realidad dieron forma a arquetipos discursivos, situaciones y personajes enraizados en la estructura de las situaciones sociales y personales de los autores; en especial, por la representación de la marginalidad social y existencial. Por ello, el realismo crítico de la nueva dramaturgia venezolana no es comprensible sin relacionarlo con la dinámica y las contradicciones del modelo social a partir de los años sesenta. Esto no implica que las obras hayan sido solo documentos sociales y reflejos pasivos de la realidad; pero sí una respuesta simbólica que la describe, interpreta y explica con sus marcos sociales.

El Yo como centro crítico del ámbito social de los dramaturgos se acentuó y dio origen a la autorreflexión en la medida en que el modelo maduró. Este último cambio ocurrió junto con una desacralización social, política, ética y estética, gracias a la cual la dramaturgia venezolana ha discutido, casi sin limitaciones, los principales aspectos de la vida nacional pública y privada.

La reivindicación de la libertad y la independencia del individuo ante el anonimato de las masas, sin negar su cualidad social sino acentuándola, aportó otra dimensión a la nueva dramaturgia con el protagonismo de la persona. Su consagración, después de un siglo de aspiraciones, se tradujo en escrituras y discursos personales afinados y perfeccionados. El resultado fue un repertorio personal de modos de escritura, situaciones paradigmáticas, hablas individuales y estructuras sintácticas consolidadas.

Esto ocurrió en los cuarenta años transcurridos entre los estrenos de Soga de niebla, de César Rengifo, y Réquiem para un eclipse, de Román Chalbaud, a comienzos de 1958, y Tap dance de Isaac Chocrón en 1999. Los cambios con respecto al medio siglo anterior fueron tan radicales que, al fortalecer sus correlaciones con el país, la nueva dramaturgia superó las preceptivas y estilos del realismo ingenuo. Esas cuatro décadas muestran el desarrollo de la nueva dramaturgia venezolana, en el que la visión crítica fue compartida por el discurso social, radical y subversivo, en algunos autores, y, en poco tiempo, el subjetivo y reflexivo cuyo centro de atención estaba en las situaciones personales del Yo de cada quien, una dialéctica que no escapó a los tiempos posmodernos. Una nueva generación nacida en la segunda mitad del siglo ensayó y ensaya un discurso más abierto y menos determinado por sus antecesores.

 

Del realismo crítico a la autorreflexión

Las obras de César Rengifo y Román Chalbaud, estrenadas en los primeros meses de 1958, indican las dos dimensiones críticas principales de la dramaturgia emergente en democracia: la revisión social del país a partir de los relatos sobre su historia, por parte de Rengifo, y una indagación sobre la vida personal alienada y marginal por conflictos privados y morales en Chalbaud. Ambas se integrarán en varios autores.

Rengifo y Chalbaud representaron situaciones dramáticas y teatrales basadas en estructuras discursivas abiertas, con habla y personajes libres de cánones y normas políticas y morales tradicionales. Si bien la producción dramática de Rengifo comenzó en los años del posgomecismo, su inserción en el nuevo teatro hizo de este dramaturgo un autor de dos épocas y una figura importante en el cambio operado a partir de 1958. Por su parte, Chalbaud, aunque se dio a conocer muy joven en los años cincuenta, todas sus obras, en particular las producidas en los años sesenta (Sagrado y obsceno, 1961; La quema de Judas, 1964; Los ángeles terribles, 1968; y El pez que fuma, 1968) son representantes ejemplares de la nueva dramaturgia.

José Ignacio Cabrujas, sin mayor resonancia en los sesenta, encontró en la historia el universo temático adecuado para su militancia política y teatral: Baile detrás del espejo (1957), Juan Francisco de León (1959), Los insurgentes (1961) y En nombre del rey (1962) fueron sus obras de temas históricos, antes de su cambio radical con Venezuela barata (1965), Fiésole (1967) y Profundo (1971). Isaac Chocrón con sus primeras obras, en las que se interrogó sobre su reencuentro con el país después de más de diez años fuera (Mónica y el florentino, 1959; El quinto infierno, 1961; Animales feroces, 1963; y Asia y el Lejano Oriente, 1966), sentó las bases de una escritura rigurosa y uniforme que fue, más allá de sus circunstancias sociales, hacia una exploración muy personal sobre los mecanismos ocultos del Yo.

En su madurez Rengifo innovó su lenguaje y alcanzó una comunicación más eficaz, con un discurso basado en narraciones históricas y temas petroleros, siempre según los patrones de la ideología marxista. Además, el humor y la ironía fueron nuevas estrategias para su denuncia social e ideológica: La fiesta de los moribundos (1967) y Una medalla para las conejitas (1979), entre otros títulos.

En la década de los sesenta otros dramaturgos, Manuel Trujillo y Ricardo Acosta, ampliaron los linderos del realismo crítico aunque sin mayor resonancia; de hecho, cayeron en un injusto olvido. Ambos escribieron un teatro contestatario, con humor y, en algunos aspectos, experimental. En El gentilmuerto (1967), Trujillo parodia La cantante calva de Ionesco, en cuyos diálogos intercala asuntos políticos de la época, y en Movilización general (1962-1968) presenta una farsa contra el capitalismo en tres episodios. Ricardo Acosta, vinculado al Partido Comunista, hecho preso y con estudios teatrales en Nueva York, se paseó por varios temas, siempre con referencias políticas a la actualidad.

Desde temprano los dramaturgos comenzaron a trabajar en sus textos con mayor propiedad las estructuras abiertas. Los cambios más significativos fueron perceptibles en el tratamiento del espacio y el tiempo dramáticos; también en la desarticulación del perfil psicológico tradicional de los personajes. Hicieron explícito el mecanismo de la construcción dramática de la fábula y la intriga para estimular la participación crítica del espectador, en particular cuando los temas tenían componentes políticos. Le propusieron al espectador participar en la recodificación del orden natural del tiempo y el espacio de la fábula, organizados en el texto en función de su eficacia escénica, como probaron Chocrón en Animales feroces (1963) y Chalbaud en La quema de Judas (1964).

Levy Rossell fue la revelación y el entusiasmo de una nueva generación, con su teatro desprejuiciado en forma y contenido. El entusiasmo que provocó Vimazoluleka no acompañó a sus otras obras, algunas de interés relativo (¡Hola, público!, La Atlántida, Lo mío me lo dejan en la olla y Reverón). La ausencia de consistencia conceptual en las fábulas redujo su teatro a formalismos más o menos entretenidos.

Otra innovación fue el discurso metafórico que se encuentra en obras de Rodolfo Santana (La muerte de Alfredo Gris, de 1968, y Barbarroja, de 1971), Cabrujas (Fiésole, 1967) y Chocrón (Tric Trac, 1967). Se ha visto en Santana, con motivo de Barbarroja, algunos atisbos posmodernos por la desconstrucción del relato histórico oficial[2]. Por último, los dramaturgos buscaron la economía del lenguaje y una nueva sintaxis en beneficio de la eficacia, fuese con metáforas y parábolas o con diálogos casi magros. En el primer caso, Santana con El sitio (1969) y Barbarroja fortaleció el lenguaje de la parábola dramática y Cabrujas en Acto cultural (1976) propuso una manera lacerante de enraizarse en el país y, al mismo tiempo, crear una nueva imaginería teatral. La economía del lenguaje escénico y verbal alcanzó su mejor depuración en las obras de Chocrón, quien metódicamente despojó a la acción dramática de elementos accesorios y circunstanciales en Mesopotamia (1979), Solimán el magnífico (1991) y Escrito y sellado (1993).

Los cambios discursivos y temáticos estuvieron asociados con el interés creciente por el drama personal del Yo en contexto —público o privado— y la autorreflexión. Los dramaturgos se preguntaron sobre su situación personal pública y privada en relación con los cambios que el país experimentaba. Sus obras se tornaron más reflexivas y menos descriptivas en la concepción de los temas, y más incisivas en sus recursos discursivos. Fiésole y La revolución indican un deslinde personal y general, a partir del cual sus autores enfatizaron la autorreflexión para comprender y representar las correlaciones personales con los otros. El vasto silencio de Manhattan (1971) y Vida con mamá (1976), de Elisa Lerner, y Juan de la noche (1985), de Alicia Álamo Bartolomé, a partir de la vida y la obra de San Juan de la Cruz, se insertan en esta tendencia.

En sus inicios la nueva dramaturgia estuvo vinculada con proyectos grupales. César Rengifo fue uno de los fundadores del grupo Máscaras y Gilberto Pinto de El Duende en los años cincuenta. José Ignacio Cabrujas comenzó a escribir cuando era miembro del Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, a finales de los cincuenta. Algunos autores se iniciaron con trabajos conjuntos; tales fueron los casos de Cabrujas, Román Chalbaud e Isaac Chocrón, quienes a seis manos escribieron Triángulo (1962) en el Teatro Arte de Caracas (TAC), inicio de una colaboración que se concretó en 1967 con la creación de El Nuevo Grupo.

A partir de 1968 ocurrió la diversificación, con la aparición de dramaturgos solitarios (Rodolfo Santana, José Gabriel Núñez con Los peces del acuario, de 1967, Edilio Peña con Resistencia (1973) y El círculo (1975), y Néstor Caballero con Con una pequeña ayuda de mis amigos (1978). Entre 1967 y 1988, la principal plataforma de la dramaturgia nacional fue El Nuevo Grupo. Gilberto Agüero (El gallinero, 1968), Rodolfo Santana (La muerte de Alfredo Gris, 1968), Edilio Peña (Resistencia, 1973), Ibsen Martínez (Humboldt y Bonpland taxidermistas, 1981), Luis Britto García (El tirano Aguirre, 1976), Carlos Sánchez Delgado (El pacto, 1979) y Néstor Caballero (El rey de los araguatos, 1978), entre otros nuevos dramaturgos, debutaron en sus escenarios. También directores consagrados estrenaron sus obras: Ugo Ulive (Prueba de fuego, 1981, y Reynaldo, 1985) y Juan Carlos Gené (Golpes a mi puerta, 1984).

Los proyectos teatrales dirigidos por Carlos Giménez a partir de 1984 promovieron, directa o indirectamente, dramaturgos novísimos, a medio camino entre los temas tradicionales de la marginalidad y la alienación urbana, y la búsqueda de una nueva sintonía con el espectador con un lenguaje directo, provocador y efectista, pero pocas veces transgresor. Tales las obras de Elio Palencia (City tour), Marcos Purroy (Teatro en el PH), Daniel Uribe (Teatro en el autobús), César Rojas (Las puntas del triángulo / Los alfareros) y Rubén Darío Gil (La curiosidad mató al gato / La dama del sol). En otros contextos, Enrique León, Nelly Olivier (Cerco, 1990) y Dinora Hernández (Nos están tumbando el bar, 1991), en Maracaibo, y Freddy Torres (Cuatro piedras, 1982, y Pensión Pico Bolívar, 1986), en Mérida, iniciaron la apertura en todo el país, como había ocurrido en el siglo XIX.

La vitalidad de las correlaciones de la dramaturgia con el país quedó verificada con el reconocimiento que los dramaturgos y sus intérpretes recibieron de la opinión pública. Esa dramaturgia produjo situaciones y personajes arquetípicos. Eloy y Gabriel (La revolución), Amadeo Mier y Cosme Paraima (Acto cultural), Pío Miranda (El día que me quieras), La Brusca (Lo que dejó la tempestad) y La Danta (La quema de Judas) son personajes de referencia nacional, no solo teatral, por las situaciones que protagonizan.

Las obras de algunos dramaturgos son discursos con sistemas categoriales de valores y creencias propios: la visión ideológica de los relatos históricos en César Rengifo, la familia en Isaac Chocrón, la historia y la cultura en José Ignacio Cabrujas, la marginalidad urbana en Román Chalbaud y la violencia tendencialmente anárquica en Rodolfo Santana. Dentro de las líneas troncales en las que se desarrolló la dramaturgia a partir de 1966 emergieron hegemónicos los fundadores de El Nuevo Grupo. A su lado, César Rengifo se constituyó, gracias a sus ensayos renovadores, en otro referente de la nueva modernidad teatral. La principal opción emergente fue Rodolfo Santana, iconoclasta e irreverente frente a los discursos ideológicos tradicionales y la escritura que definía a la dramaturgia nacional.

Otros dramaturgos hicieron aportes importantes. Las obras de Luis Britto García (1940) son collages en los que el experimento de formas diversas está acompañado de la crítica irónica y humorística de la vida social (Venezuela tuya, 1971, y Así es la cosa, 1972). Su visión, con un inocultable contenido ideológico y político, la amplió con relatos que recrean épocas y situaciones históricas en un intento por encontrar las raíces del presente (El tirano Aguirre o la conquista de El Dorado, 1976, La misa del esclavo, 1980, y Muñequita linda, 1985). Ibsen Martínez (1951) se interesó por algunos conflictos sociohistóricos (Humboldt y Bonpland taxidermistas, 1981, La hora Texaco, 1982, y LSD, 1983, subtitulada Memorias de un venezolano de la democracia) con una crítica ajena a patrones ideológicos, pero ciertamente política, sobre los modos de la sociedad actual.

Entre quienes se consolidaron en los ochenta, Néstor Caballero (1951) es el más prolijo, con un agudo sentido de la penetración de los temas de índole social. El rigor de la escritura de Edilio Peña (1951) es rico en situaciones existenciales. Peña es el único que ha acompañado su escritura dramática con la reflexión teórica. Carlos Sánchez Delgado (1958) se inició con obras en las que comprometió su personalidad (Purísima, 1989), y en su madurez ha escrito obras con temas históricos en los que la invención prima sobre la fidelidad a algún relato. El teatro de Xiomara Moreno (1959) es, desde su debut con Gárgolas (1983), una apertura temprana a procedimientos posmodernos. Elio Palencia (1963), Gustavo Ott (1963), Jhonny Gavlovski (1960), José Tomás Angola (1967) y César Rojas (1961) completan el grupo insignia de la renovación a partir de la década de los ochenta.


Leonardo Azparren Giménez, crítico de teatro y profesor de la Universidad Central de Venezuela.

Notas

[1] Lukács, G. (1966). Sociología de la literatura. Península, p. 267.

[2] Villegas, J. (2011). Historia del teatro y las teatralidades en América Latina. Gestos.