Y Guzmán Blanco creó PDVSA

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Imagen de Maryori Martínez.

PDVSA es una empresa centenaria, si se toma en cuenta que la más antigua compañía cuyos activos fueron puestos en sus manos es de 1885. La industria petrolera es el resultado de un modelo que a la larga fue exitoso, pero que los venezolanos pueden considerar un fracaso.


En 1912 un hombre tomó la decisión más arriesgada de su vida. Con ella, la empresa que estaba levantando cambió su destino y el país donde lo hizo logró, después de muchos reveses, coronar con éxito un proyecto que venía dando tumbos desde hacía cincuenta años. Pese a la importancia de estas tres cosas, realmente solo se recuerda la decisión, pues el hombre se encargó de dejar testimonio. La segunda se difumina en las historias que se han escrito de la empresa, aunque no ha sido olvidada del todo. Pero la tercera, que produjo cambios de mayor alcance, es prácticamente desconocida. Por sus implicaciones para la historia desde una perspectiva teórica, pero sobre todo en términos inmediatos para la memoria e incluso la autoestima de los venezolanos, es necesario replantear lo que se ha narrado muchas veces, e identificar tendencias y conexiones que normalmente pasan inadvertidas.

Veamos: el hombre es Henri Deterding, la empresa es la Royal Dutch Shell y el país es Venezuela. En 1912 Deterding hizo, según sus palabras, the most speculative venture of my life, al apostar por algo que se veía prometedor, pero que no era seguro: los yacimientos petrolíferos venezolanos. Lo que ocurrió con el país —y con la Shell— durante el siguiente siglo muestra la importancia de la aventura. Pero la forma como se ha recordado no pone todas las piezas en su lugar, generalmente lo desliga de lo que lo hizo posible y llega, debido a eso, a la notable conclusión de considerar un fracaso lo que, al menos en esencia, fue un éxito.

En la memoria venezolana suele hacerse un hiato entre el liberalismo amarillo o guzmancismo —período que va de 1870 a 1899 y recibe tales nombres por la hegemonía del Gran Partido Liberal Amarillo y su gran caudillo, Antonio Guzmán Blanco— y lo ocurrido en el siglo XX. No es que se eluda la influencia directa e indirecta que ha tenido hasta hoy, en aspectos clave como la legislación o la educación. Pero no se ve tan claro que el guzmancismo no desapareció del todo hasta la década de 1930, cuando sus últimos representantes estaban muy viejos y empezaron a morir.

Lo que interesa de esto es que, al muchos cerrar el capítulo del guzmancismo en 1899 o incluso en 1908, su retrato final es la monumental crisis en todos los órdenes de la vida venezolana que se vivió en el entresiglos: cuatro guerras civiles, la caída de los precios del café, la bancarrota del Estado, el bloqueo y bombardeo de las costas por las potencias europeas, la pérdida de grandes extensiones territoriales a manos de Gran Bretaña y Colombia, una desastrosa participación en la Guerra de los Mil Días, el finis patriae de Ídolos rotos. Fue un retrato que se afianzó durante el gomecismo: como allí basó su legitimidad —el temor de volver a aquello siempre hizo preferir a Juan Vicente Gómez, hasta que una nueva generación sin el trauma del fin de siglo se atrevió a algo distinto— lo repitió una y otra vez, sin que nadie lo desmintiera, ni siquiera sus opositores.

Pero si no se pone como último retrato uno de 1899 sino, por ejemplo, el de la apuesta de Deterding se encuentra que, pese a lo terrible de la crisis, no todo lo hecho durante el guzmancismo fue un fracaso. La sociedad logró recomponerse y, sobre todo, el proyecto no solo logró funcionar al final, sino que alcanzó en pocos años todo cuanto se propuso: inversión extranjera, articulación con el mercado mundial, modernización, al menos tanto como le era posible a aquella Venezuela, y crear un Estado-Nación capaz de alcanzar paz y estabilidad.  Hubo de esperarse hasta la década de 1980 para que Germán Carrera Damas lo planteara de esa manera en varios de sus estudios (pero sobre todo en su clásica Formulación definitiva del proyecto nacional: 1870-1900).  Y aun así, el aspecto económico, en el que al final obtuvo casi todo lo que soñó, siguió viéndose como un fracaso, en parte por un muy influyente estudio (de hecho el primero sistemático que se hizo del tema), que se detuvo en 1908.  Ya volveremos sobre él más adelante.

La Venezuela petrolera del siglo XX —que ahora está en otra crisis parecida a la de 130 años atrás— es un producto del éxito del guzmancismo, en un grado mucho mayor de lo que suele pensarse. Cuando, por ejemplo, el Estado y la Chevron celebran los cien años de la empresa en Venezuela, es importante ver cómo esa relación entre el empresariado y sus conexiones con el sector político y estatal cambiaron al país, en general para bien, y cómo se forjó eso bajo el guzmancismo. Si la Chevron celebra un siglo en Venezuela debido a la presencia de sus antecesoras más o menos directas, puede entonces afirmarse que PDVSA nació en 1885, con la New York and Bermúdez. Es decir, que es una centenaria empresa guzmancista, lo que la pone a ella, a toda la historia petrolera e incluso a las tribulaciones actuales en otra escala.

 

La desesperada búsqueda de una solución

Guzmán Blanco tomó Caracas a sangre y fuego el 27 de abril de 1870. Aunque los combates continuaron al menos por dos años más en diversas partes, la anarquía en la que Venezuela se había sumido desde 1858 empezaba a «escarmentarse», como alardearía finalmente el nuevo presidente en 1872: «La guerra ha terminado quedando vencida la oligarquía en todas partes y de todas maneras, y la anarquía escarmentada tan ruidosa como ejemplarmente», dijo en su proclama más famosa.

Pero, aunque escarmentado, el país estaba exhausto. Doce años de continuas guerras civiles, que en realidad fueron una sola con picos más intensos que otros, golpes de Estado, saqueos, violencia en diversos niveles y modalidades, obligaban a una reconstrucción en todos los órdenes, y para eso hacía falta capital. ¿Dónde conseguirlo? Guzmán Blanco y sus colaboradores no tuvieron que pensarlo demasiado: en aquellos que tenían dinero en Venezuela, sobre todo los comerciantes, y en el exterior, donde había banqueros e industriales que buscaban lugares donde invertir. Era de hecho lo que se ensayaba en toda América Latina. El desafío era convencer a esos capitalistas de invertir en Venezuela; en el caso de los extranjeros, competir con países más estables (nadie podía garantizar que de verdad la anarquía estaba «escarmentada»), algunos incluso dominados colonialmente y con ventajas mucho más atractivas. Con respecto a los ricos criollos (musiúes, como llamaban a los europeos o sus descendientes), el problema era todavía mayor: no solamente venían de atravesar la década de violencia que habían padecido todos los venezolanos, por lo que sus arcas no era las más prósperas, sino que, además, su experiencia de primera mano con el país les aconsejaba extrema cautela al invertir cualquier peso.

La solución de Guzmán Blanco fue crear oportunidades de negocios con lo que tuviera a mano, aunque eso implicara en muchas ocasiones tomar medidas audaces, incluso extremadamente audaces, y no pocas veces reñidas con la transparencia; por ejemplo, incorporarse él mismo como socio (¿qué mejor garantía para un negocio que tener nada menos que al presidente como uno de los socios?), crear monopolios por decreto, voltear hacia otro lado ante algunas cosas que pasaban en las aduanas o en las administraciones regionales, entregar concesiones a dedo y otras medidas similares. Aunque la extensión de la corrupción ya escandalizaba entonces, hay que recordar eran los días de los robber barons. Tales prácticas no eran radicalmente diferentes de las que ocurrían en muchas partes, al menos en Estados Unidos o las distintas colonias europeas en África y Asia.

El hecho fue que dio resultado. Un caso contado muchas veces fue el del Banco de Venezuela, que actualmente sigue siendo el más grande del país. En 1870 cinco casas comerciales —Eraso Hermanos y Cía., H. L. Boulton, J. Röhl y Cía., Santana Hermanos y Cía., y Calixto León y Cía.— crearon la Compañía de Crédito de Caracas, cuyo objetivo era girarle al gobierno 702.000 pesos durante el primer año, mediante depósitos de 1.800 dólares diarios durante los primeros noventa días y 2.000 dólares durante los siguientes 270. A cambio, la Compañía recibiría el 85 por ciento de lo recaudado por aduanas a un interés del uno por ciento, más acreencias a los socios. Para que no hubiera dudas, sus oficinas serían agentes de recaudación aduanera. El negocio fue muy bueno. Cumplido el año, en 1871, fue liquidada para crearse otra con el mismo nombre y más o menos los mismos socios, aunque con algunos nuevos.

La segunda Compañía de Crédito duró hasta 1876, cuando fue definitivamente liquidada y sus funciones transferidas a una nueva institución: el Banco Caracas. Hasta ese momento había generado la fabulosa ganancia de 550.000 venezolanos, lo que equivalía más o menos a la misma cantidad de dólares de la época: una bicoca. Este primer Banco Caracas fue liquidado en medio de la reacción antiguzmancista de 1877. Pero, una vez retornado al poder en 1879 el ya titulado por el Congreso como «Ilustre Americano», se funda un segundo Banco Caracas, del cual tiene acciones y dura hasta 1890. Desde 1888 Guzmán Blanco estaba definitivamente retirado de Venezuela, sin siquiera esperar a terminar su último período presidencial, y entonces vende su paquete accionario. Se liquida el banco, pero los accionistas crean otro (básicamente la misma entidad, pero sin el Ilustre), que ahora llaman Banco de Venezuela y sobrevive hasta hoy. Su principal figura es el concuñado de Guzmán Blanco, Manuel Antonio Matos.[1]

Hay muchos otros casos, aunque tal vez ninguno tan emblemático y con tanta proyección contemporánea como el del Banco de Venezuela. Indistintamente de lo que pueda decirse de sus relaciones singularmente privilegiadas con el Estado, y de la clara confusión de intereses entre los socios y los funcionarios que, eventualmente, tendrían que supervisarlo, le garantizó al gobierno solvencia —todo un logro— y en conjunto ayudó a modernizar el sistema financiero venezolano, que para entonces funcionaba con créditos y hasta depósitos en casas comerciales o entre particulares. Los primeros bancos no hicieron que eso desapareciera (de hecho a mediados del siglo XX aún quedaba mucho, aunque más o menos articulado con los bancos), pero sí marcó un indudable punto de inflexión. No obstante, aquello era una parte del proyecto. El dinero en grande, lo que de verdad podría cambiar al país, tenía que venir del exterior. Hacia allá Guzmán Blanco y sus colaboradores concentraron sus esfuerzos.

 

La danza de las concesiones

Imitando un poco lo de la «Danza de los Millones» —como se llamó en Cuba el período de auge de los precios del azúcar en la década de 1920—, Rómulo Betancourt llamó en su muy influyente Venezuela, política y petróleo (publicado en 1956) «danza de las concesiones» a la cadena de concesiones petroleras otorgadas entre 1907 y 1912. La más grande y famosa de todas fue la llamada Concesión Valladares, de 27 millones de hectáreas, entregada al abogado Rafael Max Valladares (1874-1945). A pesar de la fama de esta concesión, presentada —y no sin razones de peso— como un ejemplo del entreguismo del régimen de Juan Vicente Gómez a las empresas petroleras, y de que Valladares haya pasado a ser uno de los grandes antihéroes de la historiografía venezolana, no es mucho lo que se ha escrito sobre él o incluso sobre los pormenores de la concesión.

Cuando la obtuvo, Valladares era un abogado del bufete de Juan Bautista Bance. El dato clave es que uno de los clientes del bufete era la New York and Bermúdez Company, hasta hoy famosa por su explotación de asfalto en el Lago de Guanoco, por los problemas que tuvo con el gobierno de Cipriano Castro cuando quiso revertirle la concesión y por su respuesta al desafío, que la convirtió en un caso emblemático del intervencionismo imperialista de la época: financiar una guerra civil para derrocarlo, la llamada Revolución Libertadora (1901-1903).  Encabezada por Manuel Antonio Matos —aquel concuñado de Guzmán Blanco que se mantenía al frente del Banco de Venezuela—, quien también tenía grandes líos con el gobierno, logró reunir a todos los enemigos de Castro en el ejército más grande visto hasta entonces en la historia de Venezuela, muy bien dotado gracias a la fortuna de Matos y a la generosidad de la New York and Bermúdez Company. No obstante, contra todo pronóstico, Castro logró vencer el alzamiento. Un lustro después, su compadre y jefe militar más exitoso, Juan Vicente Gómez, lo desplazó del poder con un golpe palaciego en 1908 y, para cimentar bien su poder, hizo las paces con todos los países, empresas y personeros enemistados con el exmandatario, incluyendo la New York and Bermúdez.

En ese contexto, Valladares, un abogado más bien de segunda línea en el bufete de Bance, obtuvo su fabulosa concesión en 1912. Y, apenas disimulando, a los cuatro días de obtenerla, se la vendió a la New York and Bermúdez. Si quedaba alguna duda de que Gómez no quería más líos con las compañías extranjeras, esta operación bastaba para despejarla. En los años siguientes Valladares continuó siendo útil en diversos negocios; por ejemplo, en la intervención del Banco de Venezuela (Matos, al parecer, fue uno de los pocos con los que no hubo reconciliación). El sistema de recibir concesiones y traspasarlas casi de inmediato a una empresa extranjera se convertirá en uno de los grandes negocios del gomecismo. Como la ley privilegiaba a los venezolanos, muchos, con los contactos correctos para hacerlo, se dedicaron a licitar concesiones y venderlas. Al final, hasta Gómez creó su empresa en 1923, la Compañía Venezolana de Petróleo, dedicada a este negocio. El mismo Guzmán Blanco habría quedado impresionado, aunque el sistema en sí no fue un invento del gomecismo, sino del guzmancismo.

En efecto, este es el momento de echar una mirada veinte años atrás. Si algo había comprendido Guzmán Blanco fue que una cosa era ayudar al financiamiento cotidiano del gobierno, o incluso al desarrollo de ciertas obras públicas, y otra era construir ferrocarriles o industrias. Lo primero lo podía hacer con sus compañías de crédito y juntas de fomento, pero para lo segundo no había músculo en Venezuela y por eso era necesaria la inversión extranjera.  A su favor tenía que el contexto era propicio, porque había excedentes de capital a la búsqueda de dónde invertir y gran demanda de materias primas, aunque no era mucho lo que Venezuela podía ofrecer. En cualquier caso otorgó concesiones para la explotación de lo más atractivo: vías de comunicación o minas de oro. Pero en contra tenía que, más allá de sus grandes declaraciones de que Venezuela era un país muy rico que solo necesitaba un poco de inversión, y de los periodistas que pagaba en el exterior para hacerle propaganda, sabía que en realidad no tenía con qué competir para atraer esos capitales. El famoso Protocolo Rojas-Pereire, firmado entre José María Rojas —uno de los diplomáticos y negociadores clave del guzmancismo—, y Eugène Rodrigues Péreire (o Eugène Péreire), presidente de la Compagnie Genérale Transatlántique, de Francia, prueba hasta qué grado la situación llegó a ser desesperada: básicamente se le entregaba toda Venezuela en concesión a la empresa, a cambio de inversiones y financiamiento de inmigrantes.

El Protocolo produjo un escándalo tal —se habló de una segunda Compañía Guipuzcoana— que hasta Guzmán Blanco tuvo que dar un paso atrás. Pero eso no significa que no haya podido avanzar bastante en el modelo. Para fin de siglo se habían logrado inversiones tan importantes como algunas líneas de ferrocarril y otras de navegación a vapor en el Orinoco y el Lago de Maracaibo, explotaciones auríferas de Guayana, tranvías en varias ciudades, algunas compañías eléctricas, operadoras de puertos y otras empresas mayores o menores en todo el país.[2] En 1878 se creó incluso la primera empresa petrolera, Petrolia del Táchira, que funcionó con éxito, aunque de forma muy limitada y alcance apenas local. Por sus consecuencias, un caso especialmente famoso es el de la Concesión Hamilton, entregada en 1883 al comerciante estadounidense Horacio Hamilton, con amplios sectores del Gran Estado de Oriente, renombrado estado Bermúdez en 1891, que hoy abarca los estados Monagas, Anzoátegui y Sucre. Hamilton la obtuvo básicamente por sus buenas relaciones personales con Guzmán Blanco. Minorista dedicado a importar diversos productos (galletas, perfumes, rifles), no se interesó realmente en explotarla, por lo que, tomando una decisión que después imitaron Valladares y muchos más, tan pronto como en 1884 la vendió a unos comerciantes de Nueva York, interesados en las posibilidades forestales de la zona.

Los nuevos dueños fundaron en 1885 la New York and Bermúdez Company para explotar la concesión, y muy pronto se encontraron con que las posibilidades madereras no eran tan atractivas como algo en lo que Hamilton no había reparado: el asfalto, del cual había todo un lago en Guanoco.[3] [4] Precisamente por aquella época se estaban asfaltando las calles de Nueva York, negocio en el que despuntaba la General Asphalt de New Jersey, que termina comprando a la New York and Bermúdez Company. Bastante controvertida por sus prácticas, ya incluso antes de su financiamiento de la guerra civil en Venezuela, había sido objeto de varios escándalos de corrupción. Esta empresa tiene, en la historia de Venezuela, el privilegio de haber iniciado la exportación de un hidrocarburo, el asfalto, y advertido el potencial petrolero de Venezuela.  Es decir, en una protagonista fundamental, de esas que le cambian la vida a una nación.

 

De Guzmán a PDVSA

Cuando el petróleo comenzó a cobrar importancia, a comienzos del siglo XX, y el Estado venezolano a otorgar concesiones, era más o menos natural que quienes trabajaban con el asfalto prestaran atención a la oportunidad que se abría. Eso es lo que ocurrió cuando la New York and Bermúdez compró la Concesión Valladares. Contrató al geólogo Ralph Arnold para que recorriera el país en busca de petróleo a la cabeza de un equipo de investigadores. Y lo que encontró fue suficientemente bueno para sorprender a un hombre como Deterding: ¡con decir que no solo hay lagos de asfalto, sino que los hay también de petróleo, que brota del suelo en los llamados menes! ¡Esto parece un sueño! Sin embargo los intentos de la New York and Bermúdez de producir petróleo son un fracaso. Definitivamente, no tenían la capacidad técnica ni financiera para la acometida, por lo que tomaron el informe de Arnold y fueron a la Shell a ofrecer su concesión en venta.

Lo demás ya se conoce. Deterding leyó el informe, seguramente buscó más datos y, tras pensarlo, decidió apostar.  Tuvo éxito: ya en 1914 comienza a producir petróleo el pozo Zumaque I, explotado por la Caribbean Petroleum, una empresa que había sido de la New York and Bermúdez y que ahora controlaba la Shell. En 1922, otra empresa que compró la Shell, la Venezuela Oil Concessions (VOC), protagoniza el reventón de El Barroso, que demuestra el tamaño de las reservas de Venezuela, superiores a todo lo imaginado.

¿Fue, entonces, un fracaso el modelo económico del liberalismo amarillo? La categoría misma de modelo económico del liberalismo amarillo fue popularizada por un estudio muy influyente que la unió indisolublemente a la idea de fracaso: El modelo económico del liberalismo amarillo: historia de un fracaso, 1870-1908, de Nikita Harwich Vallenilla, publicado en 1976.[5] No se le puede regatear que es uno de los mejores trabajos de historia económica de Venezuela que se han escrito. Reveló, con gran apoyo documental, la magnitud de la descomunal crisis que hundió a Venezuela en el entresiglos XIX-XX, prácticamente olvidada para la década de 1970. De modo que el valor del estudio está fuera de duda, pero terminó de contar la historia antes de su final, por decirlo de algún modo. Aquello que con muchos tropiezos venía prefigurándose desde 1870, y muy especialmente desde la Concesión Hamilton, logró lo que se había planteado: atraer suficiente inversión extranjera para transformar el país.

Adoptar el año de 1914 como el del inicio de la industria petrolera tuvo mucho que ver con el deseo de las compañías transnacionales de presentarse como sus iniciadoras (y, con eso, como las únicas causantes de la bonanza y el progreso material que trajo).  Algo de eso vuelve a ocurrir ahora con la celebración del centenario de Chevron. En su momento era, entre otras cosas, una forma de contrarrestar el nacionalismo que había surgido y las veía con malos ojos. La verdad, hay que admitir que, en gran medida, estas empresas estaban en lo cierto. Sin apuestas como la de Deterding, y después la de Rockefeller, la Venezuela petrolera no hubiera sido posible. Pero eso no desdice el hecho fundamental de que todo aquello también tuvo lugar como resultado de decisiones tomadas por la dirigencia venezolana, producto de un análisis detenido de su país y del diseño de opciones que a la larga mostraron tener resultado.

Tal vez Guzmán Blanco no creó directamente PDVSA, pero sí puso sus primeras bases. No es poco. Si se observa cómo fueron pasando los activos y las concesiones de la New York and Bermúdez a la Shell y de esta a PDVSA en 1976, puede decirse que la empresa, al menos por ese costado, tiene casi 140 años sin solución de continuidad. Tal vez sea una buena referencia para pensar qué puede crearse ahora, de nuevo en medio de la desesperación, para los próximos cien años, así como para poner en contexto lo hecho en la segunda mitad siglo XX y no darlo todo por perdido, a pesar de la sensación de otro finis patriae.


Tomás Straka, profesor de la Universidad Católica Andrés Bello e individuo de número de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela.

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Notas

[1] González Deluca, M. E. (2001). Negocios y política en tiempos de Guzmán Blanco. Universidad Central de Venezuela.

[2] Harwich Vallenilla, N. (coord.) (1992). Las inversiones extranjeras en Venezuela: Siglo XIX. Academia de Ciencias Económica.

[3] Harwich Vallenilla, N. (1992). Asfalto y revolución: la New York and Bermúdez Company. Monte Ávila Editores.

[4] McBeth, B. (2001). Gunboats, corruption, and claims: foreign intervention in Venezuela, 1899-1908. Greenwood Press.

[5] Harwich Vallenilla, N. (1976). El modelo económico del liberalismo amarillo: historia de un fracaso, 1870-1908. En Política y economía en Venezuela (varios autores). Fundación John Boulton.