La meritocracia y sus descontentos

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El incumplimiento de las promesas de ascenso y movilidad social asociadas con la meritocracia ha terminado por polarizar la vida cívica y disolver la convivencia política; además, ha dado pábulo a un descontento popular contra las élites dirigentes que aproxima, cada vez más, a las democracias occidentales al borde de un precipicio.


Reseña de La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, de Michael J. Sandel. Debate, 2020.


Michael J. Sandel es autor de auténticas proezas en el mundo académico. Por ejemplo, convertir sus reflexiones de filosofía política en un corpus de conocimientos codiciado por los alumnos de distintas facultades y mudar sus clases ―impartidas originalmente en un aula convencional― a un anfiteatro para enseñar a un millar de estudiantes por año (su récord de audiencia: 14.000 jóvenes reunidos en un estadio de Corea del Sur). También se ha constituido en una de las estrellas de los contenidos educativos subidos por la Universidad Harvard a su canal de YouTube y ha plasmado en libros de tiraje masivo el conjunto de notas y datos empleados en sus cursos y conferencias. Es un best seller viviente.

En su más reciente obra ensayística, La tiranía del mérito, cuya traducción al español amplía el catálogo de la editorial Debate, Sandel analiza las repercusiones sociales, psicológicas, políticas, económicas y morales del ideal meritocrático, vigente en la gran mayoría de los países ricos y desarrollados del mundo. Es un intento de arrojar luz en el entenebrecido debate público que caracteriza a las sociedades sacudidas por los flagelos de la polarización y las revueltas populistas, y una reflexión nacida en las horas más aciagas de las democracias.

 

Manifestaciones del mal

El ganador del premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales inicia su libro con el recuerdo de un escándalo educativo ocurrido en Estados Unidos en marzo de 2019, cuando un grupo de fiscales federales acusaron a 33 padres y madres adinerados de haber conseguido la admisión de sus hijos en universidades de élite como Yale, Stanford, Georgetown o la del Sur de California sin contar con las necesarias credenciales académicas.

Los representantes se valieron de la asesoría y las gestiones deshonestas de William Singer, quien se mercadeaba como experto en la identificación y el aprovechamiento de modalidades alternativas de consecución de cupos universitarios (algunas turbias, otras abiertamente ilícitas), en los más prestigiosos centros de enseñanza superior. Empleaba trucos como la compra de supervisores de pruebas de acceso a la universidad, la rectificación de errores en hojas de respuestas, el soborno a entrenadores con capacidad de avalar la entrada de alumnos con destrezas deportivas por encima del promedio, el amaño de documentación personal solicitada en consignación o la entrega de donativos cuantiosos.

Para Sandel el escándalo de los cupos en la Ivy League pone de manifiesto la convicción generalizada de que la llave de entrada a la sociedad del mérito y el conocimiento es la obtención de un título profesional en una de las instituciones integrantes de la élite universitaria. Lo verdaderamente importante es «lograr entrar» en los círculos de prestigio para luego hacerse de credenciales que den «caché meritocrático»:

La obsesión por las admisiones tiene su origen en la creciente desigualdad vivida en las décadas recientes. Pone de relieve que ahora hay más en juego en lo relativo a quienes entran en esos sitios y en cuales lo hacen. Al aumentar la distancia entre el 10 por ciento más rico y el resto de la sociedad, se incrementó también el valor de estudiar en una institución universitaria…

Al aumentar la desigualdad y al ensancharse la brecha entre los titulados universitarios y los no titulados, la universidad se volvió más importante, y también se hizo más importante la elección del centro universitario (p. 22).

Ante las quejas generalizadas por los antiguos métodos de admisión (la tradición familiar o las donaciones especiales), las autoridades de las universidades con mayor solera promovieron la aplicación de una prueba de conocimiento y aptitudes que, al igualar las oportunidades de ingreso, facilita la identificación de los estudiantes con mayores méritos académicos para iniciar estudios superiores.

Aquel fue uno de los primeros intentos de emplear la noción de mérito como un elemento de corrección de la desigualdad. Pero lo que en un primer momento sirvió para sumar la presencia de estudiantes ajenos a las familias de abolengo, con el tiempo se reveló como un mecanismo de perpetuación de privilegios de una nueva clase, de extracción profesional.

Sandel abruma al lector con datos que muestran cómo los exámenes de admisión universitaria terminan por favorecer a los estudiantes provenientes de hogares de alto ingreso. El supuesto igualitarismo promovido por las pruebas de aptitud académica se quiebra ante el peso de la arbitraria «lotería genética» ―expresada en el origen familiar de los jóvenes aspirantes, pero también en la provisión de talentos y habilidades naturales― y las condiciones de vida que ayudan a transformar los esfuerzos de una persona en éxitos; por ejemplo, la capacidad de los padres más prósperos para costear clases adicionales, pagar cursos propedéuticos, financiar actividades extracurriculares de orden cultural o deportivo, e influir directamente en el cultivo de hábitos de lectura y aprendizaje. Una crianza «invasiva» que apenas deja tiempo libre introduce estructuras obsesivas de pensamiento en los hijos, orientadas a la competencia y no tanto a la solidaridad. «El perfeccionismo es el mal meritocrático por excelencia» (p. 232).

El prestigio de los diplomas universitarios tiene su correlato, en el plano social, en el auge del «credencialismo»; esto es, la tendencia a ocupar espacios laborales y de participación política con graduados universitarios, en perjuicio de personas sin estudios superiores. En las modernas democracias, este fenómeno dificulta el acceso de miembros de la clase obrera a cargos electivos, y distorsiona la noción de representación que subyace a las magistraturas políticas de la democracia:

Convertir al Congreso y los parlamentos en un ámbito casi exclusivo de las clases «acreditadas» no ha servido para que el gobierno de los países sea más eficaz; solo lo ha vuelto menos representativo. También ha alejado a la población trabajadora de los partidos tradicionales, sobre todo los de centroizquierda, y ha traído consigo una polarización de la política por niveles educativos. De hecho, una de las más hondas divisiones en la política actual es aquella que separa a quienes poseen un título universitario de quienes no lo tienen (p. 133).

El incumplimiento de las promesas de ascenso y movilidad social asociadas con la meritocracia ha terminado por polarizar la vida cívica, y ha dado pábulo a una ira popular contra la élite dirigente, que aproxima a las democracias occidentales al borde de un precipicio. De allí que el autor del ensayo se plantee una pregunta inquietante:

¿Cómo es posible que un principio tan benigno como el mérito haya alimentado un torrente de resentimiento tan poderoso que ha transformado la política de sociedades democráticas de todo el mundo? ¿Cuándo se volvió tóxico el mérito y cómo lo hizo? (p. 47).

 

El mérito a los ojos de Dios

Antes de amenizar el debate social y político, la noción de mérito protagonizó importantes discusiones en el plano religioso y metafísico, al examinarse el origen de la gracia y los dones concedidos de manera desigual por Dios a cada uno, así como también la validez de tesis teológicas como la predestinación (basada en las reflexiones de San Agustín de Hipona) o la salvación por la fe y los actos piadosos (vinculada con el concepto de libre albedrío, propuesto por el monje Pelagio en el siglo V, el cual asocia la posibilidad del mal no al consentimiento de un Dios omnipotente aunque algo indolente, sino a la escogencia moral de la persona). El debate se zanja a favor de la capacidad de los hombres para ganarse el cielo con oraciones, penitencias y comportamientos virtuosos; una perspectiva argumental que insufla un sentido místico y trascendental al cúmulo de ritos, ceremonias y diezmos impuestos por la Iglesia a su feligresía.

La idea de un Dios heterónimo, que con pasividad de burócrata condiciona su veredicto final al simple contraste de los pecados y actos píos de cada persona, le resulta blasfema al monje Martín Lutero. A su juicio los méritos del creyente no tienen el poder de constreñir la voluntad de Dios ni de alterar sus misteriosos propósitos. Para Lutero, el Creador salva a quien le da la gana. Sandel ve en este postulado de la Reforma protestante, en este alegato a favor de la arbitrariedad divina, las características de un movimiento decididamente antimeritocrático. En este sentido, la Contrarreforma puede explicarse como una corriente que, a posteriori, intentará restituir en el orden de la fe la relevancia del mérito del virtuoso ante el libertinaje del pecador contumaz.

En el mundo protestante el mérito se cuela por la puerta trasera. En una reelaboración de las tesis originales de Calvino, los puritanos ven en los frutos del trabajo austero la manifestación de la aprobación de Dios. Esto es, la prosperidad como una señal mundana que delata al ser destinado a vivir en el paraíso celestial: «Demostrar el estado de gracia propio a través de la actividad terrenal trae de vuelta la meritocracia» (p. 56). Los ricos merecen su riqueza y los pobres su pobreza. La solidaridad muere de mengua, porque son inadmisibles las causas que la justifican.

Abundan los autores que encuentran influencias mutuas entre el lenguaje religioso y el lenguaje político. Sandel es uno de ellos. En su criterio, es fácil detectar resonancias teológicas en el aspecto providencial del liberalismo progresista contemporáneo, que se refleja en la constante jactancia de «estar en el lado correcto de la historia», en contraposición espacial de sus adversarios, quienes se hallan «en el lado equivocado de la historia».

 

El mérito a los ojos del César

El ideal de que la sociedad sea gobernada por sus integrantes con mejores méritos es muy antiguo. Es una recomendación de Confucio, y está presente en la polémica propuesta del rey filósofo y su clase de guardianes dorados expuesta por Platón. Aristóteles cuestiona este planteamiento del discípulo de Sócrates, y se pronuncia a favor de personas con dos méritos relevantes: virtud cívica y sabiduría práctica para razonar acertadamente acerca de asuntos comunes (frónesis). Los fundadores de la república estadounidense, por su parte, exaltaban la virtud y la cultura como rasgos esenciales de los gobernantes.

En los primeros tiempos del debate público la educación de los ciudadanos se alimentaba de los valores familiares, del amor y el respeto por las cosas comunes, pero también de las reflexiones éticas y conceptuales de grandes filósofos y pensadores morales. Con la irrupción de los primeros partidos políticos se añaden los postulados y premisas de las diferentes corrientes ideológicas, en particular las relacionadas con el liberalismo y el socialismo. Sin embargo, la progresiva pérdida de credibilidad de las organizaciones partidistas ante la opinión pública terminó por desacreditar la perspectiva política en las discusiones colectivas.

Los argumentos tomaron entonces su fuerza de los razonamientos técnicos y científicos, por lucir más objetivos y menos apasionados y fanáticos. El acto de gobierno pasó a verse como un acontecimiento de orden tecnocrático, reservado a profesionales con amplias credenciales educativas. Fue así como la tecnocracia sirvió en la práctica como el caballo de Troya de la entronización de la meritocracia. En el plano del pensamiento, el auge del proyecto globalizador trajo consigo la vinculación del mérito con el mercado, además de dos circunstancias que han favorecido la revuelta populista: la forma tecnocrática de concebir el bien común y el modo meritocrático de definir quiénes son los ganadores y quiénes los perdedores. En palabras de Sandel:

No es difícil ver en qué sentido la fe tecnocrática en los mercados preparó el camino para la llegada del descontento populista. Esta globalización impulsada por el mercado trajo consigo desigualdad, y también devaluó las identidades y las lealtades nacionales. Con la libre circulación de bienes y capitales a través de las fronteras de los estados, quienes sacaban provecho de la economía globalizada ponían en valor las identidades cosmopolitas por considerarlas una alternativa progresista e ilustrada a los modos de hacer estrechos, provincianos, del proteccionismo, el tribalismo y el conflicto. La verdadera división política, sostenían, ya no era lo que separaba a la izquierda de la derecha, sino a lo abierto de lo cerrado. Eso implicaba que las críticas a las deslocalizaciones, los acuerdos de libre comercio y los flujos ilimitados de capital fuesen consideradas como propias de una mentalidad cerrada más que abierta, y tribal más que global (pp. 30-31).

Para el enfoque tecnocrático del gobierno, los asuntos relacionados con las políticas públicas requieren competencias técnicas que los ciudadanos comunes no poseen y, por lo tanto, no tienen nada de valor que decir en un debate o discusión de índole pública.

 

El ganador se lo lleva todo

La ética meritocrática, como la denomina Sandel, se basa en la exacerbación del concepto de responsabilidad personal. En el universo de la acción humana el protagonismo recae en la voluntad y el trabajo arduo. En teoría, la tecnocracia biempensante ayuda a los integrantes de la sociedad al garantizar, mediante políticas públicas concebidas de manera concienzuda, la igualdad de oportunidades de ascenso y progreso. Toca a los interesados imponerse en la competencia de los talentos. Los ganadores se lo llevan todo, incluidos el prestigio y el reconocimiento social:

Quienes ensalzan el ideal meritocrático y lo convierten en el centro de su proyecto político pasan por alto esta cuestión moral, pero también ignoran algo más poderoso desde el punto de vista político: las actitudes muy poco atractivas (desde la perspectiva moral) que la ética meritocrática fomenta, tanto entre los ganadores como entre los perdedores. Entre los primeros promueve la soberbia; entre los segundos, la humillación y el resentimiento. Son estos sentimientos morales los que constituyen ahora el trasfondo de la revuelta popular contra la élite. Más que una protesta contra los inmigrantes y la deslocalización, la queja va dirigida contra la tiranía del mérito. Y está justificada (p. 37).

Sandel dedica varias páginas a cartografiar lo que entiende por «política de la humillación» y se detiene a reflexionar sobre sus peligrosas implicaciones sociales y políticas. Señala que la culpa natural e intransferible atribuida a los perdedores reconfigura los criterios de reconocimiento social. La indolencia y la irresponsabilidad ajena eximen a los triunfadores de gestos de solidaridad. El Estado de bienestar se desmonta progresivamente con el propósito de sincerar el gasto público; sucesivos recortes presupuestarios que no pueden detenerse con discusiones de orden moral. Palabras y giros expresivos provenientes de la jerga de ejecutivos de empresas y académicos en Economía se apropian del lenguaje, y empobrecen el discurso público. El proyecto social se deteriora al polarizarse la vida cívica:

La política de la humillación difiere en este sentido de la política de la injusticia. La protesta contra la injusticia se proyecta hacia afuera: uno se queja de que el sistema está amañado, de que los ganadores han engañado o han manipulado para llegar arriba. La protesta contra la humillación tiene una mayor carga psicológica. En ella la persona combina el rencor hacia los ganadores con una irritante desconfianza hacía sí misma: quizás los ricos sean ricos porque se lo merecen más que los pobres, quizás los perdedores sean después de todo cómplices de su propio infortunio (p. 38).

Sandel señala que, en el caso particular de Estados Unidos, las personas más humildes han perdido la fe en el sueño americano, porque cada vez sospechan con mayor fuerza que la promesa de éxito seguro tras años de trabajo duro, constante y honrado es falsa y hueca. Tal intuición la confirman las estadísticas: el uno por ciento más rico de la población absorbe más renta que el cincuenta por ciento más pobre y la mediana de la renta lleva más de cuarenta años estancada. Los números ponen de manifiesto que el distanciamiento social es previo a las políticas preventivas de la covid-19.

La meritocracia fragua una especie de aristocracia hereditaria. Llegados a este punto, Sandel advierte que la ira contra las élites está llevando a la democracia al borde del abismo:

La tiranía del mérito nace de algo más que la sola retórica del ascenso. Está formada por todo un cúmulo de actitudes y circunstancias que, sumadas, hacen de la meritocracia un cóctel tóxico. En primer lugar, en condiciones de desigualdad galopante y movilidad estancada, reiterar el mensaje de que somos individualmente responsables de nuestro destino y merecemos lo que tenemos erosiona la solidaridad y desmoraliza a las personas que la globalización deja atrás. En segundo lugar, insistir en que un título universitario es la principal vía de acceso a un puesto de trabajo respetable y a una vida digna engendra un prejuicio credencialista que socava la dignidad del trabajo y degrada a quienes no han estudiado en la universidad. Y, en tercer lugar, poner el énfasis en que el mejor modo de resolver los problemas sociales y políticos es recurriendo a expertos caracterizados por su elevada formación y por la neutralidad de sus valores es una idea tecnocrática que corrompe la democracia y despoja de poder a los ciudadanos corrientes (p. 96).

 

Mérito, justicia y trabajo

En su ensayo, Sandel recuerda que el mérito como criterio de justicia fue rechazado por Friedrich Hayek, adalid del liberalismo de libre mercado, y John Rawls, pilar del liberalismo igualitario. Ambos pensadores sostienen que el talento obedece exclusivamente a los caprichos del azar, y por lo tanto es ajeno al designio humano. Consideran también que la preminencia de un agente económico en el mercado no implica, de suyo, superioridad moral o ética. El economista Frank Knight desarrolla esta idea con mejores argumentos, al advertir de que satisfacer la demanda no siempre equivale a efectuar una contribución verdaderamente valiosa a la comunidad.

Los mercados no consisten únicamente en dinámicas económicas y productivas. Sus relaciones de intercambio añaden al ser humano una nueva dimensión: la del consumidor. Esta circunstancia tiene enormes implicaciones sociales y psicológicas. Sandel recuerda que consumidores y trabajadores se mueven por intereses distintos: el bienestar del consumidor no siempre coincide con el bienestar del ciudadano. Por ejemplo, una política gubernamental de importaciones crecientes favorece al consumidor, dado que amplía la oferta de bienes y disminuye la inflación (gracias a la competencia basada en precios); pero, al mismo tiempo, puede resultar perjudicial para el trabajador que ve perder su empleo como consecuencia del cierre de empresas nacionales. Lo más grave de este asunto es que, en la mayoría de las oportunidades, ambas condiciones ―consumidor y trabajador― coinciden en una misma persona.

Las preferencias del mercado laboral no están orientadas con arreglo a los lineamientos cívicos de la comunidad política, o a las consideraciones morales y culturales de la sociedad, sino que más bien buscan un perfil profesional que maximice las ganancias de los accionistas y agregue valor al proceso productivo. De modo que trabajos de enorme importancia social son penalizados con bajas remuneraciones, mientras que oficios y ocupaciones respetables, pero no esenciales para el mantenimiento de la vida en comunidad, reciben los mejores ingresos.

El empleo posee aspectos tanto económicos como culturales, porque es un modo de ganarse la vida y también una fuente de reconocimiento y de estima social: brinda un aporte al bien común y a la grandeza del país. Michael Sandel aconseja restituir con urgencia la dignidad del trabajo, tan castigado por la estructura tributaria del Estado y deteriorado por las conveniencias económicas del mercado. En este sentido, propone:

Un modo radical de proceder a ello [desplazar la carga impositiva del trabajo al consumo y la especulación] sería reducir o incluso eliminar las cotizaciones y retenciones de las nóminas salariales, y obtener ingresos públicos gravando el consumo, la riqueza y las transacciones financieras. Un modesto paso en esa dirección se daría reduciendo las cotizaciones/retenciones salariales (que encarecen la mano de obra tanto para las empresas como para los trabajadores mismos) y compensando los ingresos a los que se renunciara por esa vía con un impuesto a las transacciones financieras de alta frecuencia, que poco contribuyen a la economía real (p. 281).

Y puesto a recomendar, Sandel no evade pronunciarse acerca de la necesidad de revertir o atenuar las desigualdades introducidas por la meritocracia en las políticas de admisión universitarias. En este aspecto se pronuncia a favor de un sistema mixto, consistente en una primera selección de precandidatos según los méritos académicos y una posterior asignación de cupos bajo la modalidad de sorteo entre los estudiantes cuyas capacidades hagan vaticinar un buen desempeño en la educación superior.

Sandel está consciente del carácter polémico de sus propuestas. Pero no las aprecia como verdades inconcusas, sino como un aporte sincero a dos de las muchas discusiones que la ciudadanía estadounidense debe plantearse en aras del bien común, base de cualquier comunidad política y sana vida social:

Ahora bien, si el bien común es algo a lo que solo podemos llegar deliberando con nuestros conciudadanos sobre los propósitos y los fines de nuestra comunidad política, entonces las democracias no pueden ser indiferentes al carácter de la vida común. No precisa de una igualdad perfecta, pero sí requiere que ciudadanos con diferentes modos de vida y orígenes se encuentren en unos espacios comunes y en los lugares públicos. Y es que así es como aprendemos a negociar y tolerar nuestras diferencias. Así llegamos a interesarnos por el bien común (p. 291).

En este libro el veredicto contra el tirano es contundente: «El ideal meritocrático no es un remedio contra la desigualdad; es, más bien, una justificación de esta» (p. 159). Sin embargo, al ser un juicio sin solución de continuidad quedan abiertas las apelaciones…


Rafael Jiménez Moreno, comunicador social.

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