Regímenes políticos y lingüísticos

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El estudio del lenguaje y las lenguas, a pesar del aspecto abstruso que a menudo exhiben sus teorías, encierra potencialidades capaces de contribuir a enriquecer la vida social y forjar las bases de una existencia más plena y armónica.

Víctor Rago A. / 19 de junio de 2021


 

La realidad, entendida como la totalidad de lo existente, abarca dos dimensiones: lo lingüístico y lo extralingüístico. El natural desconcierto que tal afirmación causa tal vez se mitigue si se dice que quienes se adhieren a tan peculiar ontología constituyen una categoría particular (y reducidísima) de individuos. Se les conoce como lingüistas. Quienes no lo son —personas normales, como se debe— argüirán, con base en el simple sentido común o en sesudas metafísicas, que no es razonable reducir la infinitud del mundo (material o no, real o imaginario…) a dualidad tan discutible.

El auténtico estudioso de las lenguas replicará invocando su ubicuidad en los asuntos humanos. Al fin y al cabo, ¿es concebible un grupo humano no parlante, es decir, desprovisto de un sistema de signos verbales? Sin él no podrían cumplirse las acciones cooperativas que fundan la existencia social. El mundo mismo sería un caos ininteligible, una infinitud de estímulos carentes de organización y, por lo tanto, incomprensibles en ausencia de una mecánica de la representación. No hay evidencia histórica de grupos humanos sin habla. Por supuesto, no lo son en absoluto, si el ejemplo acudiera a la mente, ciertas comunidades religiosas como las órdenes monásticas cartuja o trapense que hacen un «voto de silencio», pues una cosa es no poseer lenguaje y otra el mutismo voluntario ejercido en nombre de la devoción contemplativa.

En una memorable novela titulada Ensayo sobre la ceguera (1995) José Saramago ofrece la imagen de una sociedad de invidentes, a causa de una enigmática pandemia que termina por trastornar malignamente las prácticas y los contenidos de la organización social y poner de manifiesto las cortedades del espíritu humano, enfrentado a aquella insólita experiencia. Pero, privados del medio intersubjetivo por excelencia y condenado cada individuo a la insularidad monopersonal de la incomunicación, ¡cuánto más difícil no habría sido la existencia de aquellos infortunados a quienes la imaginación literaria de Saramago castigó apenas con la pérdida de la visión!

Sea como fuere, y volviendo a la vida real, animados por sus excentricidades científicas los lingüistas se consagran con insaciable curiosidad a la observación de los multiformes fenómenos del omnipresente lenguaje: desde su adquisición por los infantiles sujetos (portento al cual la costumbre deja pasar inadvertido) hasta el establecimiento de genealogías históricas que muestran la comunidad de origen de lenguas mutuamente incomprensibles, pasando por múltiples aspectos del comportamiento de los hablantes en el seno de la cultura a la que pertenecen, de los cuales no suelen tener conciencia. Se comprende que para la mayoría de las personas esto pueda parecer un irracional despilfarro de perspicacia y tiempo, pero no lo es en modo alguno para el obcecado voyeur de la conducta verbal de sus semejantes.

Tómese a título ilustrativo el recurso al vocablo «régimen» en este politizado país. Se lo emplea profusamente en el discurso político; es decir, el universo temático de la política, entendida como práctica social de la ciudadanía y como el conjunto de «discursos» producidos por los políticos profesionales. Así, un connotado líder de oposición, al referirse al proceso de desinstitucionalización emprendido por el gobierno nacional con tenacidad digna de más filantrópica obsesión, dice lo siguiente:

  • Frente a este desmantelamiento [del aparato del Estado]… es imposible decir que el régimen tenga intención alguna de rectificación.

 

Poco después enumera las acciones que considera necesarias para paliar las ingentes necesidades de la población venezolana, una de las cuales sería:

  • Autorizar la ayuda humanitaria y asumir la interlocución directa con países que han comunicado su intención de apoyar en esta materia, para superar los bloqueos impuestos por este régimen miserable, porque no es otro que este régimen el que le ha negado a los venezolanos la asistencia que tantos han ofrecido.

 

No hace falta demasiada agudeza para darse cuenta de que el enunciador carga la palabra régimen de asociaciones negativas, para hacerla capaz de designar a un agente inclinado a los mayores abusos y crueldades. Ha podido echar mano de términos más precisos como dictadura y tiranía, o los elegantes autocracia, despotismo, etc. Pero ha preferido la percutiva repetición del originalmente neutro régimen (piénsese en las expresiones régimen de libertades o democrático, régimen autoritario, dictatorial…) y artillarlo de connotaciones construidas con rasgos semánticos propios de las palabras que no ha usado.

¿Se deberá esto a una estrategia deliberada, quizás explicable por su papel prominente en el campo de la política? Muy probablemente no, aunque resulte difícil establecer cuáles fibras de la sensibilidad idiomática del común han sido pulsadas, para que de modo espontáneo e inconsciente el vocablo en cuestión haya acogido como parte de su nueva significación las connotaciones mencionadas. En realidad, ese efecto de sentido —alcanzado mediante un movimiento de proyección y asimilación sémica, valgan los terminachos— aparece corrientemente en el discurso de la oposición política, y es ostensible entre quienes han adversado a los gobiernos de Chávez y Maduro. Prevalece, además, lo sugiere la observación informal y probablemente lo confirmaría una sistemática, en proporción directa a la intención crítica del discurso político, incluso en el de los simples ciudadanos.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua (2015, actualización 2020) registra siete acepciones de «régimen», de las que solo las dos primeras interesan ahora. La inicial («Sistema político por el que se rige una nación») se refiere de manera específica a la institucionalidad que conforma el gobierno de un país. La segunda («Conjunto de normas por las que se rige una institución, una entidad o una actividad») evoca una gama variada de organizaciones sociales y de prácticas.

Ninguna de las definiciones refleja la detracción o el matiz crítico que la palabra ha adquirido para muchos hablantes desde hace algunos años en Venezuela. Por ello la administración encabezada por Juan Guaidó jamás es llamada régimen por sus partidarios (sino «gobierno interino», «legítimo», etc.). Los usufructuarios del poder estatal le reservan, por su parte, una pendenciera peyoración léxica y fraseológica, mientras que a su propia administración la denominan «gobierno constitucional». Ni los que gobiernan —es un modus dicendi— ni los que aspiran a hacerlo quieren encabezar un «régimen».

Quién sabe si el diccionario académico incorporará, en su próxima actualización, la nueva acepción con la marca diatópica (origen geográfico) de venezolanismo. Que no la registre no importa gran cosa; después de todo, los hechos lingüísticos no requieren sanción académica y son en cualquier caso anteriores a ella. ¿Desaparecerá este régimen con las vueltas y revueltas de la política? Imposible saberlo, pues ciertas innovaciones tienen larga vida mientras que otras son efímeras.

Pero ha sido preciso detenerse en el somero examen de las conductas y actitudes lingüísticas contrapuestas de opositores y oficialistas, para poner de relieve el fenómeno semántico implicado que es —deberes cívicos aparte— lo que interesa a los lingüistas. En última instancia, el lingüista aspira a la construcción de una teoría general del lenguaje, a partir del estudio de una multitud de datos concretos proporcionados por las diversas lenguas.

El procedimiento expansivo del significado es uno de los recursos que permiten responder con eficacia a las exigencias siempre renovadas de la comunicación. Puesto que esas exigencias no son finitas y están en constante incremento, se apela a la economía del significante —que alivia la memoria— y a la dilatación del significado hacia los ámbitos que la cultura convierte en relevantes según las veleidosas circunstancias.

Hay, claro está, otros procedimientos cuya función es también intervenir en el incesante movimiento de la significación. Al fin y al cabo las lenguas, en tanto que concreciones histórico-culturales de la facultad de lenguaje, son dispositivos destinados a la producción de significado: son «ingenios» semánticos gracias a los cuales adquiere sentido la realidad en el complejo proceso de apropiación cultural.

Ese capital cometido bastaría para hacer de la semántica el componente teórico axial de la lingüística. Es una auténtica paradoja que esto no haya ocurrido todavía, a pesar de los notables desarrollos contemporáneos de la ciencia del lenguaje y las lenguas. Pero, como sugieren no pocos indicios, parecen gestarse condiciones favorables que habrían de conducir a su «semantización».

A lo mejor es el momento de volver la mirada hacia algunos precedentes a los que la fortuna, por motivos diversos, no les fue auspiciosa. Uno de ellos es el caso del original investigador Alfred Korzybski, quien en 1933 publicó su Science and sanity: An introduction to non-Aristotelian systems and general semantics. Fue el mismo año en el que apareció el celebérrimo Language de Leonard Bloomfield, manual antisemántico donde los haya con el que en los decenios prechomskyanos se formó la élite lingüística estadounidense y que tanto contribuyó al desinterés por los problemas del significado, proscritos al desacreditado ámbito del mentalismo.

Probablemente Korzybski cifró excesivas esperanzas en el papel que las lenguas podían desempeñar en la solución de los conflictos entre los grupos sociales, cuando atribuía a aquellos un origen semantogénico. No obstante, ¿qué duda cabe de que, al menos en parte, los desacuerdos entre los seres humanos radican en la incompatibilidad de los significados confusos o antagónicos asociados a un mismo significante? Palabras como democracia, justicia, libertad y muchas otras que trufan el discurso político y social, con sus resonancias grandilocuentes, parecen encaminadas a enrarecerlo en vez de hacer de él un instrumento forjador de consensos, o sea, de regímenes… convivenciales, eso sí.


Víctor Rago A., antropólogo y profesor de la Universidad Central de Venezuela.