Universidad y razón autonómica

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La crisis de las universidades públicas, uno entre los muchos signos del hundimiento nacional, constituye una tragedia para Venezuela. Defenderlas es imperativo para asegurar su aporte a la reconstrucción nacional. El principio de autonomía es el pivote en torno al cual gira su papel de institución fundamental.

Víctor Rago A. / 10 de abril de 2021


 

Las universidades nacionales, especialmente las públicas y autónomas, viven tiempos difíciles. Gran parte de las dificultades son las mismas que minan la institucionalidad del país y afligen a la sociedad en su conjunto (excepción hecha de cierta fracción privilegiada, poderosa e indolente). Otras, en cambio, las aquejan de modo particular y comprometen su existencia, en la medida en que les impiden funcionar adecuadamente y cumplir su cometido. Este abarca al menos tres ámbitos interrelacionados: 1) producción de conocimientos, en la acepción amplia de la expresión (es decir, creación intelectual); 2) formación de profesionales competentes, responsables y honestos ciudadanos; y 3) prestación de servicios a la sociedad —«extensión» en la jerga institucional— que incluye una variedad de actividades encaminadas al enriquecimiento de la vida social, tanto en términos prácticos (solución de problemas para hacer el mundo más confortable) como en la dimensión cultural, entendida en el más abarcador de sus sentidos.

Una gama tan extensa de funciones y tareas exige condiciones que aseguren su efectiva realización. En los pesarosos tiempos que corren algunas de estas condiciones, tal vez las más importantes, existen apenas parcialmente o faltan del todo. En cuanto institución pública, la universidad depende en considerable escala de recursos de origen estatal. Durante su dilatada y meritoria existencia histórica, tales recursos han sido con frecuencia regateados por los sucesivos administradores del Estado.

Nunca, sin embargo, las insuficiencias presupuestarias habían alcanzado los letales órdenes de magnitud de hoy. Ello es evidente en el deterioro de la planta física y en la desaparición, por carencia de financiamiento, de esenciales programas académicos. Mucho peores, desde luego, son los perjuicios humanos como consecuencia de la evaporación de las remuneraciones, que han dejado en el límite de la mendicidad al personal profesoral (y al resto de los trabajadores universitarios) con sueldos que no merecen ese nombre, dada su insignificancia. Puesto que tamaño estrago no es el resultado de una catástrofe natural ni de un conflicto bélico, forzoso será llegar a la conclusión de que la causa es imputable a una calamidad de otra especie, encarnada en quienes desde la administración estatal tienen la obligación de garantizar los recursos de la institución universitaria.

Pese a descripción tan somera es fácil percatarse de que, desde el punto de vista material, las universidades públicas del país se encuentran al borde del colapso. Y no es mejor, por cierto, su cuadro de salud en el plano de los valores que las sustentan, como estructuras de raigambre intelectual. Uno de estos principios medulares es el de autonomía, que ha moldeado la vida académica a lo largo del plurisecular camino recorrido por las universidades de Occidente y ha sido, a la vez, baluarte para su preservación tanto como renovación en los diferentes avatares de su historia.

El principio autonómico —al que los azares constituyentes concedieron en Venezuela dignidad constitucional— es presa favorita de las fauces gubernamentales que amenazan con devorarlo definitivamente. De esa ingesta cabe prever la esperpéntica regurgitación de una versión emasculada y dócil de universidad, privada de voluntad propia y de energía creativa. Los esfuerzos que deben evitar esa eventual devastación han de orientarse igualmente a prevenir otras formas eficientes de socavar la autonomía universitaria: invocarla para sacralizar un estado de cosas, volviéndolo, como todo lo sagrado, inmutable.

La universidad es autónoma, se dice. Por lo tanto, debe seguir siendo como siempre, haciéndolo todo como siempre, eligiendo a sus autoridades y representantes como siempre. Esa declaración no es un ejercicio de autonomía sino de dogmatismo y equivale al encumbramiento de lo consuetudinario. Quien tal piensa equipara el principio autonómico a las Tablas de la Ley, cuya vigencia, según es fama, está a salvo de toda caducidad. La autonomía, sin embargo, no es un don providencial sino un producto del intelecto humano. Su verdadero sentido no es preservar lo bueno existente sino servir de garantía y de invitación para el advenimiento de lo mejor.

Cuando se define la autonomía universitaria como la capacidad inherente a la institución de determinarse a sí misma, se pone el acento sobre el aspecto instrumental del principio autonómico. Ahora bien, este no solo debe definirse por su valor factual, su utilidad de artefacto. En realidad, el núcleo de su definición es su vocación de perfectibilidad. Esta noción —la perfectibilidad— entraña el cambio, el cambio constructivo: lo que es aceptablemente bueno puede ser bueno del todo, y lo que es bueno del todo puede ser aún mejor, en una secuencia de progreso ilimitado.

Quien se proclama autonomista y se opone al cambio es a lo sumo un conservador, bien del tipo malicioso, bien del ingenuo, un peligro en ambos casos. El conservadurismo es lo opuesto al ser universitario. Del conservadurismo al purismo tradicionalista hay apenas un paso. Las tradiciones son buenas, cuando sirven de contrapeso a la propensión disgregativa, al atribuir sentido a la memoria del pasado. Dejan de serlo y se convierten en fidelidades inerciales, y aun en fuerzas regresivas, al erigirse en escollos retrospectivos que estorban el cambio necesario.

¿Tendría que cambiar hoy la universidad? No cabe duda. Lo ha hecho durante su casi milenaria trayectoria, para sobreponerse a las acechanzas de los poderes religioso y secular, en un periplo iniciado en la baja Edad Media. Un dispositivo institucional consagrado a la creación intelectual, al conocimiento científico, a la reflexión humanística, a la sensibilidad estética obedece a un dinamismo entrañable, a la energía de la pulsión innovadora, al vértigo del descubrimiento y la invención. No sorprenderá entonces que su voluntad cognoscente se proyecte con idéntica legitimidad hacia el mundo tanto como hacia sí misma.

Que sus facultades críticas y sus destrezas analíticas se apliquen al autoescrutinio responde a una exigencia intrínseca, no impuesta desde el exterior: la necesidad de renovarse íntimamente, de enriquecer sus medios de actuación, de prescindir de lo anticuado, de volver a negociar consigo misma el delicado compromiso entre identidad y transformación. Es una necesidad, en resumen, de perfeccionarse para ser mejor.

Los enemigos de la universidad también proclaman las bondades del cambio. Ya otras veces han esgrimido los preceptos rituales de la «transformación». ¿Cuáles cambios, para qué, hacia dónde, cómo emprenderlos? Quieren cambiarla no para que sea mejor sino para instituir su servidumbre, para transformarla en otra cosa, adulterarla, adocenarla mellando el filo de su originalidad ingénita, empujándola a una inanidad crepuscular mientras se entregan a febriles madrugonazos legislativos.

Proponen entonces modificaciones de su estructura y sus prácticas, incompatibles con el ser universitario. Lo muestran inequívocamente las oprobiosas sentencias del Tribunal Supremo de Justicia que ordenan a la universidad hacer elecciones en condiciones inadmisibles. Lo revelan también las decisiones del Ministerio de Educación Universitaria, ya al pretender «priorizar» ciertas carreras, ya al imponer a las universidades un régimen evaluativo del desempeño institucional que quizás reprobaría el sedicente evaluador. Los enemigos de la universidad convocan a su negación y perpetran sin atenuantes un delito de lesa ontología.

En las actuales circunstancias hablar de autonomía y reivindicar el estado de cosas que aquella consagra puede valer como primera línea de defensa de la institución. Pero esta reacción preservadora no será suficiente, porque reduce la estrategia defensiva a un antagonismo simplista, un pulso cuyo desenlace favorecerá al poder. Frente a la agresión continua no le bastará a la universidad con desempolvar los viejos títulos. Es imperioso enarbolar nuevas razones basadas en una profunda evaluación de sí misma, una sincera introspección. Y para eso está allí la autonomía: para infundirle el aliento que la transforme sin negarla, que la confirme sin fosilizarla, que la haga fuerte y no pétrea.


Víctor Rago A., profesor de la Universidad Central de Venezuela.