La adolescencia y la estructura de capital

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En algunas circunstancias, los accionistas mayoritarios no controlan apropiadamente a los administradores de compañías que no cotizan en bolsa. La explicación se encuentra en la existencia de incentivos para hacerse la vista gorda.

Carlos Jaramillo / 11 de marzo de 2021


 

Mucho se ha avanzado desde 1958, cuando Merton Miller y Amadeo Modigliani publicaron un artículo titulado «El costo del capital, las finanzas corporativas y la teoría de la inversión», piedra angular de la teoría de las finanzas empresariales. Con el paso de los años, el análisis de la estructura de capital se ha ido refinando.

Hoy se reconoce que las empresas, cuando escogen sus combinaciones de deuda y patrimonio, no solo intentan resolver problemas de financiamiento, sino también minimizar los conflictos que surgen entre accionistas y administradores por el uso de los flujos de caja que se producen. La propiedad accionaria será muy concentrada en los modelos de negocios cuyos socios administradores y sus subordinados requieren, para el ejercicio de sus funciones, un alto grado de libertad para disponer de los recursos de la empresa.

La idea es que tal libertad la vigile alguien que tenga mucho que perder. Esto implica que tal actor debe tener incentivos para invertir recursos en el seguimiento de quienes gerencian la organización. Si la propiedad accionaria estuviese diluida, nadie se ocuparía de vigilar a los empleados, pues la magnitud del capital expuesto no justificaría el costo del seguimiento.

Buena parte de las prácticas de gobierno de las llamadas empresas emergentes (startups) parten de la idea de que el seguimiento continuo funciona adecuadamente. Sin embargo, los profesores Donald Langevoort y Hillary Sale, de la Universidad de Georgetown, se preguntan por qué hay situaciones en las que el seguimiento de grandes accionistas no funciona. En un artículo titulado «Corporate adolescence: Why did we not work?» analizan los acontecimientos sucedidos en la compañía We Work cuando anunció una oferta pública inicial en el año 2019 con la que se esperaba alcanzar una valoración de mercado de 49.000 millones de dólares.

Según Langevoort y Sale, en algunos momentos los accionistas que administran empresas y sus empleados más cercanos se comportan como adolescentes rebeldes. Son temerarios, disruptivos y propensos al riesgo en un contexto en el que, gracias a su carisma, un grupo de adoradores les compran una visión grandiosa del futuro de la organización que no se sustenta en hechos comprobables.

Existen dos rasgos conductuales comunes entre los emprendedores que los hacen susceptibles a conflictos de agencia. El primero es el llamado «comportamiento fronterizo» (edgy behavior): personas extremadamente creativas que se atreven no solamente a pensar fuera de los límites convencionales para identificar nuevas oportunidades de creación de valor, sino a cruzar fronteras que pueden implicar ejecutar conductas inapropiadas y, en última instancia, ilegales, como mentir o exagerar con respecto al desempeño potencial de un negocio.

El segundo rasgo es, simplemente, la juventud. Se ha desarrollado una cierta mitología sobre la capacidad de los jóvenes emprendedores para armar conceptos de negocios extraordinarios, debido a su ímpetu, creatividad y disposición a asumir riesgos. Lamentablemente, también sufren problemas de indisciplina, propios de la falta de experiencia.

El éxito que obtienen levantando dinero mientras sus emprendimientos se desarrollan valida sus capacidades y, en algún sentido, les envía el mensaje de que sus debilidades o su falta de autocontrol deben tolerarse, pues vienen en el paquete de la genialidad. En principio, los accionistas controladores podrían sacar del juego a los accionistas administradores que manifiesten comportamientos inapropiados. Pero la presión a la que están sometidos los capitalistas de riesgo para participar en negocios exitosos ha hecho que los fundadores de empresas emergentes hayan acumulado con los años un poder de negociación mayor que sus homólogos de la década anterior.

Lo último que desea un accionista controlador, que espera seguir participando en nuevos negocios en el futuro, es adquirir fama de problemático e intransigente. Esto le hace más propenso a tolerar conductas problemáticas de los fundadores o socios administradores.

A medida que las empresas emergentes necesitan nuevas rondas de financiamiento, los accionistas controladores de las rondas previas tienen incentivos para no señalar algunos problemas existentes. Esto deterioraría el valor de su participación accionaria, al dejar de cumplir el papel de monitores que la teoría les atribuye.

El gran aporte de Langevoort y Sale fue identificar una serie de conflictos de intereses que surgen no solo entre accionistas administradores y controladores, sino también entre los representantes de las empresas que participan en las sucesivas rondas de financiamientos y quienes les proveen capital para hacer posibles tales participaciones.

El mundo del capital privado que participa en empresas emergentes es cerrado: muy poca información fluye hacia quienes no pertenecen al ecosistema. Sin embargo, a medida que un mayor número de inversionistas institucionales incursione en este segmento de actividad, la opacidad se convertirá en un problema que afecta a la sociedad como un todo. En última instancia, los inversionistas institucionales manejan los haberes de fondos de retiro, fideicomisos de universidades y otros agentes de inversión colectiva creados cubrir las necesidades de todos.


Carlos Jaramillo, director académico del IESA.

Este artículo ha sido publicado en alianza con Arca Análisis Económico.

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