Durante los últimos años la inflación ha experimentado un aumento notable. Después de mantenerse en torno al 25 por ciento anual en el lapso 2009-2012 (superior al promedio mundial), pasó a 56,2 en 2013, 68,5 en 2014 y a 180 en 2015.
Después de haber sido Venezuela uno de los países con menor inflación durante varias décadas del siglo XX, desde mediados de los años setenta comenzó a registrarse una inflación creciente. Ello se debió, entre otras razones, a sostenidos aumentos de oferta monetaria que se producían por la implantación de políticas fiscales expansivas, mediante las cuales se inyectaban importantes cantidades de recursos a la economía. Esto era particularmente evidente en los períodos de bonanza petrolera, en los que tradicionalmente se implementaban políticas procíclicas de aumento de las erogaciones fiscales que estimulaban la demanda. Normalmente, esos períodos se caracterizaban por el mantenimiento de tipos de cambio fijos o anclados, que se traducían en apreciación real de la moneda, hasta desembocar en situaciones de crecientes sobrevaluaciones del bolívar. Ello, combinado con la abundante disponibilidad de petrodólares, estimulaba las importaciones, que complementaban la oferta interna de bienes, tradicionalmente constreñida por las limitaciones del aparato productivo. De esta forma se evitaban presiones alcistas de los precios, particularmente en el sector de transables. Sin embargo, las expansiones de la demanda hacían que el alza de los precios se manifestara con mayor fuerza en el sector de no transables, donde no existía la posibilidad de complementar la oferta interna con productos foráneos.
Cuando sobrevenían las crisis, debido a la caída de los precios del petróleo y a la inexistencia de recursos previamente ahorrados para compensar la reducción de los ingresos, se producían aumentos de los precios internos debido a las inevitables devaluaciones, como sucedió en 1989 y 1996, con efectos adversos para la población, por la contracción de los ingresos reales y el aumento de la pobreza. Durante estas décadas se impusieron controles de precios y se otorgaron cuantiosos subsidios para evitar presiones inflacionarias. Sin embargo, los resultados de esas medidas fueron limitados, porque, si bien se mitigaba por un tiempo la intensidad del aumento de los precios, no se impedía que los costos de producción y distribución aumentasen, y al poco tiempo volviera a acentuarse el encarecimiento de los productos.
El rígido anclaje del tipo de cambio nominal que caracterizó al llamado sistema de bandas cambiarias, implementado entre 1996 y comienzos de 2002, implicó una sostenida apreciación del bolívar a lo largo de ese período, lo cual contribuyó a mitigar la inflación hacia finales de la década de los noventa y comienzos de los 2000. Sin embargo, en el marco del llamado «socialismo del siglo XXI», que se implantó a lo largo del gobierno de Hugo Chávez, el manejo de lo económico se supeditó a los objetivos políticos del régimen. Se implementó una serie de medidas que causaron profundas distorsiones al aparato productivo, paralizaron la inversión, diezmaron la capacidad de producción, crearon grandes y crecientes desequilibrios (fiscal y parafiscal, monetario y cambiario), acrecentaron la deuda pública (tanto interna como externa) y exacerbaron el rentismo petrolero, que hizo a la economía vulnerable, más dependiente que nunca de una variable tan volátil como los precios de los hidrocarburos.
En un escenario tan distorsionado no es de extrañar que la inflación haya repuntado, particularmente después de desmantelarse el sistema de bandas cambiarias y migrar hacia una flotación del tipo de cambio en febrero de 2002. El resultado fue un ajuste del tipo de cambio debido a la alta demanda de divisas que se produjo. Ello se debió, por una parte, al precio artificialmente bajo de la divisa a comienzos de ese año y la expectativa de devaluación existente y, por la otra, al clima de incertidumbre generalizado debido a la agitación política que entonces existía, exacerbada por los sucesos de abril de 2002 y por el paro petrolero en diciembre de ese año y enero de 2003.
Las salidas de capitales y la pérdida de reservas internacionales llevaron a la imposición de un control de cambios en febrero de 2003, aún vigente, caracterizado por el establecimiento de tipos de cambio fijos oficiales, que se mantuvieron inalterados por largos períodos y generaron apreciaciones reales de la moneda y abaratamiento de las importaciones realizadas con dólares preferenciales. A pesar de ello, y de la imposición de controles de precios desde comienzos de 2003, la inflación promedio anual del período 2002-2012 se mantuvo en torno al 25 por ciento, nivel muy superior al del resto de los países de América Latina (un dígito y, en muchos casos, menos del cinco por ciento). Un análisis más detallado del proceso inflacionario en Venezuela durante la segunda mitad del siglo XX y la primera década del siglo XXI se encuentra en Kelly y Palma (2004), Palma (1989, 1999, 2011) y Zambrano, Palma y Maza Zavala (2011).
2012: preámbulo de la gran escalada inflacionaria
Después del desplome en la segunda mitad de 2008, debido al estallido de la crisis financiera internacional, los precios internacionales del petróleo se recuperaron en el primer semestre de 2009, para luego estabilizarse en la segunda mitad de ese año y los tres primeros trimestres de 2010 (en el caso de Venezuela en torno a 72 dólares por barril). Luego experimentaron un aumento a partir del último trimestre de ese año, debido al inicio de los acontecimientos políticos en el Medio Oriente, conocidos como la «primavera árabe». De allí que el precio promedio de 2011 y 2012 se ubicara por encima de los cien dólares, y produjera incrementos importantes de los ingresos públicos. A pesar de ello, el déficit del sector público restringido —gobierno central y empresas públicas no financieras, Pdvsa entre ellas— creció durante esos años, particularmente en 2012, año en el que se celebraron las elecciones presidenciales y Hugo Chávez fue reelegido para un nuevo período. El gobierno incrementó el gasto público de forma desproporcionada con respecto al aumento de los ingresos, lo cual se tradujo en crecimientos de la oferta monetaria y del consumo privado.
La inflación en 2012, si bien era elevada, se redujo con respecto al año precedente. Eso se debió, por una parte, al recrudecimiento de los controles de precios, particularmente de los alimentos, y, por la otra, a la importación masiva de productos de consumo con divisas subsidiadas. El subsidio era un resultado de la sobrevaluación de la moneda, debido a la congelación por dos años de los tipos de cambio preferenciales existentes (Cadivi y Sitme), a pesar de que la inflación local era muy superior a la externa.
A comienzos de 2010 se ajustó la tasa de cambio preferencial oficial (Cadivi) de 2,15 a 4,30 bolívares por dólar y se estableció otra a 2,60 para unas pocas importaciones esenciales, que estuvo vigente hasta finales de ese año. En mayo de ese año se decidió ilegalizar el mercado paralelo de divisas, en el que se podían adquirir divisas mediante la permuta de títulos valores —se llegaron a transar entre ochenta y cien millones de dólares al día—, y al que habían migrado muchas empresas para la realización de sus operaciones cambiarias. En ese momento se decidió crear el Sitme, un nuevo sistema de permuta de títulos valores administrado por el Banco Central de Venezuela (BCV), y se estableció de hecho un tipo de cambio fijo de 5,30 bolívares por dólar para estas operaciones, que se mantuvo sin modificaciones hasta la eliminación del Sitme en febrero de 2013. Sin embargo, el acceso a este sistema para la compra de dólares fue muy restringido.
La desaceleración inflacionaria de 2012 fue artificial e insostenible, pues las circunstancias que la habían generado no se podían mantener. Por una parte, los controles de precios tenían que ser revisados, pues condenaban a muchos productores y distribuidores a trabajar a pérdida o con márgenes exiguos y conducían a problemas de desabastecimiento; y, por la otra, el bajo precio de las divisas preferenciales incentivaba su adquisición, máxime al haber subido sustancialmente el tipo de cambio paralelo, ahora ilegal. En resumen, la impostergable revisión de los precios controlados, el esperado ajuste del tipo de cambio oficial, el disparatado gasto público, la expansión monetaria y las distorsiones cambiarias existentes llevaban al convencimiento de que la inflación repuntaría a partir de 2013, como de hecho sucedió.
2013-2015: un período de alta y creciente inflación
Los tres últimos años fueron de alta y creciente inflación. Ello se debió a la conjunción de una serie de factores, entre los cuales se destaca la política de gasto fiscal expansionista, que produjo grandes desequilibrios en las finanzas públicas. Los excesos de gasto sobre ingreso fueron financiados a través de varias fuentes: endeudamiento (tanto interno como externo), transferencia masiva de recursos de algunos organismos y monetización de los déficits del sector público con la masiva creación de dinero sin respaldo por parte del BCV.
El financiamiento de gasto deficitario por el instituto emisor se ha manifestado de diversas formas. Una de ellas ha sido la generación de ficticias utilidades cambiarias que se transfieren al gobierno; otra, la transferencia sin compensación de abundantes reservas internacionales a fondos manejados por el Ejecutivo para financiar gasto; y, por último, el financiamiento de erogaciones de empresas no financieras del sector público, como Pdvsa. A esta empresa se le ha obligado a realizar múltiples y elevados gastos que no tienen relación alguna con su actividad medular, que le han producido enormes déficits, tales como el financiamiento de múltiples programas sociales o «misiones», transferencias masivas de recursos a fondos administrados por el Poder Ejecutivo para el financiamiento de gasto público, entre los cuales se destaca el Fondo de Desarrollo Nacional (Fonden) (Palma, 2013), y otras erogaciones. Tales gastos han comprometido la viabilidad financiera de la empresa, máxime cuando ha sufrido limitaciones de ingresos, no solo por la caída de los precios del petróleo de 2014 y 2015, sino también porque ha debido destinar un importante porcentaje de sus exportaciones al pago de la deuda contraída por Venezuela con China o a la venta subsidiada y a crédito a países incluidos en convenios de cooperación, como Petrocaribe, ALBA y otros.
Las políticas implementadas han conducido a incrementos desmesurados del dinero base y la oferta monetaria, con su consecuente efecto inflacionario, debido a que el estímulo de la demanda no ha sido acompañado por aumentos equivalentes de la oferta de bienes y servicios. Las limitaciones de oferta interna han sido ocasionadas por diversos factores. Uno es el efecto negativo de una serie de acciones gubernamentales y políticas públicas sobre el aparato productivo privado, que ha sido blanco de un permanente hostigamiento de las autoridades, al ser reiteradamente señalado como el culpable de la escasez de productos por el acaparamiento de mercancías, acciones especulativas contra los consumidores, maltrato a los trabajadores y muchas otras prácticas indebidas. Estas acusaciones, mayormente infundadas, han sido las excusas para justificar una serie de penalizaciones y castigos, tales como imposiciones de multas, confiscaciones, cierres forzosos de actividades, expropiaciones o expoliaciones, así como la imposición de controles y restricciones de todo tipo, entre los que se destacan los controles de precios que en muchos casos condenan a productores, importadores y comerciantes a trabajar a pérdida, al fijarlos sin tomar en consideración la evolución de los costos de producción y distribución de las empresas. Esto, obviamente, desincentiva la inversión, lo que limita las posibilidades de expansión y diversificación de la producción, la eficiencia de las unidades de producción y los incrementos de productividad.
Otro factor que ha contribuido a limitar la producción del sector privado ha sido la dificultad creciente para acceder a las divisas destinadas a la importación de insumos o productos finales, debido a las restricciones cambiarias que se han aplicado desde 2013, y que se han agravado por el desplome de los precios del petróleo desde la segunda mitad de 2014. La consecuencia ha sido una acumulación de deudas con los proveedores externos que contribuye a limitar la producción de muchas empresas, a las cuales les resulta imposible adquirir los insumos o productos foráneos que requieren, por la negativa de sus proveedores a financiar sus despachos mientras estén pendientes las deudas acumuladas.
La escasez creciente de divisas preferenciales ha contribuido a presionar al alza el tipo de cambio en el mercado paralelo, que se ha alejado de unas tasas preferenciales congeladas por tres años en niveles absurdamente bajos. Esto lleva a fijar los precios en función de los costos esperados de reposición. Aun cuando un productor utilice materias primas que importó con dólares subsidiados, no puede establecer su precio basado en ese costo; pues no sabe si, al momento de reponer sus insumos, obtendrá dólares baratos o a un tipo de cambio mucho mayor, por lo que debe aumentar sus precios hoy para mañana disponer de bolívares suficientes para comprar divisas más costosas. Igual sucede con el comerciante de productos foráneos que, aun cuando los haya importado con dólares preferenciales, aumenta sus precios debido a la expectativa de devaluación existente. Esa práctica difícilmente podrá ser evitada con la imposición de controles de precios o prohibiciones legales. En la reforma de la Ley de Régimen Cambiario y sus Ilícitos del 30 de diciembre de 2015 (Gaceta Oficial, No. 6210, Extraordinario) se incluyó una norma que prohíbe el uso de tipos de cambio no permitidos por la normativa cambiaria para establecer precios. Sin embargo, la efectividad de la ley está por verse, pues un porcentaje creciente de las importaciones deben hacerse con dólares libres, cuyo precio está muy por encima de cualquiera de las tasas de cambio oficiales, que incluyen la del Sistema Marginal de Divisas (Simadi), ubicada en torno a 200 bolívares por dólar.
El dinamismo de la oferta de bienes y servicios se ha visto limitado también por la ineficiencia manifiesta de las empresas del Estado, que incluyen las expropiadas o expoliadas al sector privado que, después de un tiempo, pasan a producir una fracción de lo que producían en manos privadas (ver «Informe Económico Semanal», 16 de abril de 2014, del Ministerio del Poder Popular de Planificación). La deficiencia manifiesta de la oferta local de bienes y servicios ha incrementado la dependencia del suministro externo e impulsado notablemente las importaciones, en especial las que pueden ser hechas con dólares preferenciales, artificialmente baratos. No obstante, la escasez cada vez más aguda de divisas debido al desplome de los precios del petróleo ha limitado las posibilidades de realización de compras externas, lo cual ha contribuido a agravar la situación de escasez y desabastecimiento que se ha padecido en los últimos años, y acentuado el problema inflacionario.
Pedro A. Palma, profesor emérito del IESA e individuo de número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas.
Este artículo se publicó en la edición enero-marzo de 2016.